Karlos Santamaria eta haren idazlanak

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Un cambio profundo se está produciendo en la Humanidad

 

Ya

 

      Lo más terrible de las nuevas armas es que la humanidad civilizada va a tener la posibilidad física de suicidarse. Y que esta auto destrucción quedará entregada al libre juego de las voluntades hermanas.

 

      No es preciso repasar los periódicos y revistas ni reproducir aquí las informaciones, los datos y las cifras espeluznantes que estas últimas semanas se han barajado, para darse cuenta de la emoción suscitada en todo el mundo por las últimas experiencias atómicas.

      Hace unos años todo esto hubiese constituido un excelente capítulo de una novela de «anticipación», género Wells. Hoy es una realidad. Una realidad que se nos impone, que está ahí, frente a nosotros, y que nuestra generación —la primera generación atómica— tiene, necesariamente, que afrontar.

      Querámoslo o no, el acontecimiento es completamente real. Esta vez no se trata de una fantasía periodística ni de una ficción novelesca.

      El espíritu humano —conservador y eternalista por naturaleza— ha de tardar bastante tiempo en digerir esta nueva realidad, ya que, como siempre, va un poco retrasada con relación a la transformación material del mundo.

      El hecho, en síntesis, es el siguiente: el poder humano de destrucción ha sido multiplicado de pronto por factores que todavía nos parecen inverosímiles. El hombre está a punto de desatar energías comparables a las que entran en juego en los mayores cataclismos geológicos y de producir, consciente o inconscientemente, con fines bélicos o puramente científicos o, tal vez —¿quién sabe?— llevado de un sadismo trascendente, hecatombes muy superiores, en extensión y en profundidad, a las más mortíferas de que la humanidad tenga conciencia histórica.

 

Legitimidad moral de los experimentos

 

      Ahora bien, nadie puede prever los resultados de estas experiencias ni limitar su alcance destructivo.

      Es cierto que la imprevisibilidad es una de las características de todo experimento, al invadir un terreno completamente nuevo y virgen, lo cual no tiene demasiada importancia cuando se opera a la escala de laboratorio y en un dominio inocuo para la vida humana. Pero no puede decirse lo mismo cuando el campo de experimentación se extiende a varios cientos de miles de kilómetros cuadrados y no existe posibilidad real de «control» de las energías puestas en acción, ignorándose, además, como se ignora en este caso, qué suerte de reflejos indirectos puede provocar el despliegue de tales energías en regiones muy apartadas del lugar de la experiencia.

      Los técnicos que han dirigido los últimos ensayos reconocen ahora que habían cometido errores en sus cálculos y afirman que los resultados de la explosión llegaron al doble de los límites máximos que ellos habían previsto.

      Â¿Qué ocurrirá, en un futuro próximo, si las explosiones se multiplican? ¿Qué acción producirán esas famosas nubes radiactivas incontroladas, moviéndose en el espacio a expensas de situaciones atmosféricas imprevisibles?

      Nadie está en condiciones de dar una respuesta suficientemente tranquilizadora a esta pregunta.

      Como consecuencia de ello, son muchos los que ahora se plantean la cuestión de la legitimidad moral de tales experimentos, aun prescindiendo del problema de su eventual utilización bélica.

 

Un cambio profundo

 

      El aprendiz de brujo atómico ¿no es infinitamente más peligroso que los nigromantes y cabalistas medievales con sus entretenidos cuadrados mágicos y sus más o menos inofensivas mixturas?

      Notemos, sin embargo, que lo que ahora nos angustia no es tanto la imprevisibilidad y la terribilidad de esas catástrofes posibles, como el hecho de que dependan del libre juego de voluntades humanas.

      Con la libertad penetra la angustia en el mundo: la angustia existencial que precede a la posible culpa, un vértigo propio de criaturas que tienen el privilegio inaudito y casi impensable de ser libres.

      Tenía razón Kierkegaard al afirmar que la libertad es el meollo de la angustia, y nunca mejor que ahora he sentido la justeza de su idea.

      Mientras el orden cósmico permanecía bajo la férula de la casualidad física no había, pues, motivo para angustiarse. En último extremo sabíamos que el destino cósmico de la humanidad estaba, enteramente, en manos del Creador y que el poder de autodeterminación del hombre no podía inmiscuirse en ese terreno.

      Nuestra especie se inhibía de toda responsabilidad, en caso de catástrofe cósmica. El fin del mundo nos sería impuesto y no dependería del albedrío humano el fijar la hora de aquel acontecimiento.

      Pero ahora las cosas han cambiado o están a punto de cambiar. Un terrible poder va a sernos conferido a los hombres, a la colectividad humana, un poder que lleva al paroxismo la tragedia de la libertad humana.

      Â«Desde ahora en adelante la humanidad civilizada va a tener el poder de suicidarse».

      Si algún día una decisión de este género llegase a ser adoptada, si unos cuantos hombres decretasen el fin del mundo, no hay duda de que todos estaríamos, de un modo o de otro, implicados en esa decisión, como lo estuvimos en el pecado de Adán. Este nuevo y último pecado sería demasiado grande para que la responsabilidad del mismo recayese sólo sobre unos pocos hombres —un Malenkof y un Eisenhower, pongo por caso.

 

Una radical inquietud

 

      Esto es lo realmente angustioso, más aún que los cuatro o cinco millones de muertos que uno sólo de esos nuevos ingenios mortíferos puede hacer en un instante. De aquí nuestra radical inquietud, de aquí nuestra angustia, patéticamente expresada hace unos días por el Padre Santo.

      Las noticias de estos días nos invitan, pues, a enfrentarnos más seriamente que nunca con la esfinge de nuestra vocación eterna y a repensar los grandes temas existenciales.

      El Kirillov de Dostoievski —uno de sus personajes más enigmáticos y profundos— que descubre la posibilidad de aniquilarse como el más terrible poder que se le haya conferido al hombre —«la plenitud de su libre albedrío»—, es hoy, a mi entender, un tipo de actualidad. Ahora la humanidad entera puede ser tentada como él por la tentación del aniquilamiento, y nadie sabe lo que la humanidad hará en tal caso. Pienso, pues, que no sería enteramente inútil repasar estos días las páginas de «Los endemoniados» para reconocer aquel veneno, encerrado desde el principio de la existencia humana en las raíces mismas del árbol prohibido, de la ciencia del bien y del mal.

      Porque si la civilización puede suicidarse, si tiene o va a tener de un momento a otro la libertad física necesaria para ello, no existe la menor duda de que el Tentador no tardará en formular una insistente invitación en ese sentido.

 

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