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Nicanor Ursua

Reflexiones personales de un profesor emérito: mirando hacia atrás sin nostalgia

Profesor emérito del Departamento de Filosofía

  • Cathedra

Lehenengo argitaratze data: 2022/11/10

El profesor emérito Nicanor Ursua
El profesor emérito Nicanor Ursua | Argazkia: Nagore Iraola. UPV/EHU.

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“Cuando se enseña a los seres humanos cómo deben pensar y no qué pensar se evitan también los malos entendidos. Es una especie de iniciación en los misterios de la humanidad” (Georg Christoph Lichtenberg)

“Aún en la vejez, seguirán dando frutos” (Salmo 92,15)

Conviene aclarar en primer lugar qué es un profesor emérito. Un profesor emérito (femenino: emérita; plural: emeriti; abreviatura: em.) es un profesor que se encuentra en retiro parcial. Puede ser relevado de algunas funciones académicas cotidianas, como la docencia, y continuar con otras, como las actividades investigadoras, ya que el estudio y la investigación nunca cesan.

De niño visité a un tío mío presbítero, en un pueblo en Navarra, que tenía ya noventa años. Cuando mi madre le preguntó en mi presencia qué hacía leyendo y estudiando a su edad, éste le contestó: “Ay, hija mía, toda la vida hay que estar estudiando y aprendiendo”. Hoy, los pedagogos llaman a eso ‘longlife learning’ (aprendizaje continuo). Un emérito, al estar parcialmente jubilado, no está “fuera de servicio”, pues continúa trabajando e investigando, como modestamente es mi caso. Naturalmente que ya no con la misma intensidad y vigor, pero siguiendo con el espíritu y el hábito que uno ha adquirido a lo largo de su carrera.

Comencé mi andadura como profesor en la Universidad de Deusto en 1976, después de haber cursado Filosofía en la Universidad de Múnich. Al fundarse la Facultad de Filosofía y Ciencias de la Educación (antigua Zorroaga) pasé a formar parte de la Universidad del País Vasco. Durante mi compromiso con la UPV/EHU también he ocupado puestos de gestión como vicedecano, decano, director de Departamento y vicerrector.

Hoy, como profesor emérito, me encuentro en retiro parcial. Doy clases en el máster Filosofía en el mundo global, que se imparte en Latinoamérica; dirijo trabajos de fin de máster y tesis doctorales conjuntamente con profesorado en activo; también dirijo la Revista Internacional de los Estudios Vascos. Quizá mi nombramiento como director de esa revista, revista de tan brillante trayectoria, se debió a que tenía cierta experiencia como editor de la colección internacional ‘Network on Cultural Diversity and New Media’.

Me siento muy orgulloso de dirigir esa revista, pues pasaron por ella grandes personalidades con las que no pretendo compararme: Julio Caro Baroja, Juan Garmendia Larrañaga, Gregorio Monreal (exrector de la UPV/EHU y paisano mío, pues ambos somos de un pueblo muy pequeño de Tierra Estella-Lizarra llamado Etayo). Ese pueblo, de unos 70 habitantes censados y unos 30 habitantes habituales, ha dado tres catedráticos de universidad, lo que significa que con esfuerzo y trabajo uno puede llegar al objetivo que se proponga.

Desgraciadamente hoy estamos viviendo una realidad muy diferente. Como ya expresó en el siglo XIX Karl Georg Büchner, hay tres maneras de ganar humanamente dinero, a saber: encontrarlo, ganarlo en la lotería y heredarlo. Su personaje Valerio sólo ve otra alternativa: “o robar en nombre de Dios, si se tiene la gracia de no tener remordimiento”. Pero en la obra falta la alternativa natural y humana: el trabajo.

Hoy, vivimos en una sociedad del trabajo. La autorresponsabilidad democratizada ofrece a todos los ciudadanos oportunidades de autorrealización cifradas en buena parte en el trabajo. El prestigio, y en gran medida los ingresos económicos, se relacionan con el tipo y rango del trabajo profesional. El fundamento antropológico del trabajo y el hecho de no vivir en el “país de Jauja”, convierte el esfuerzo en un principio necesario, aunque ese principio de igualdad se enfrenta al peligro de que, debido a una ayuda social generosa, ya no valga la pena realizar ciertas tareas y que, en lugar de trabajar, un grupo de personas que podría realizarlas pase a ser mantenido por los demás. Con ello se mantiene una dependencia que no favorece la autonomía y el esfuerzo personal.

El trabajo aporta el sustento, motiva y estimula el desarrollo de conocimientos, destrezas y habilidades, estimula la identidad personal y social. Desde el punto de vista comunitario, contribuye al crecimiento económico y es un contrapeso a la ociosidad, madre de todos los vicios. El trabajo contradice ese punto de vista según el cual quien trabaja es pobre.

Siguiendo esa línea, aún retirado, pero “no fuera de servicio”, sigo impartiendo conferencias “gratis et amore” en diversas universidades latinoamericanas, participando recientemente en el ‘Programa Internacional de Estudios Postdoctorales 2022’ en el Colegio de Morelos (México). El esfuerzo y el trabajo desarrollado en esa universidad se ha visto compensado por la concesión, en octubre de este mismo año, del Doctorado Honoris Causa, que debo añadir al que se me otorgó en 2004 por la Universidad Aurel Vlaicu Din Arad de Rumania.

¿Qué puede ofrecer un profesor emérito a la institución universitaria y a la sociedad? Experiencia y Conocimiento. Dicen que la experiencia no tiene precio y que es de un gran valor social. En las tribus siempre se han tenido en cuenta a los ancianos por su saber basado en la experiencia vivida y por su saber acumulado a lo largo del tiempo. A su vez, esos ancianos pueden servir de modelo ético para una sociedad que necesita unas mínimas normas de comportamiento. En cuanto al conocimiento, puede seguir participando en conferencias, charlas, artículos de orientación acerca de problemas de actualidad en los que el pensamiento aporte interesantes aclaraciones. El profesor emérito, por sus conocimientos y experiencia, también puede ayudar a tutorizar los trabajos de fin de grado o máster, así como las tesis doctorales.

Siempre recuerdo a los profesores que más han influido en mi formación académica y personal. Contaré dos anécdotas.

Yo, un joven estudiante en la Universidad de Múnich, pregunté a mi profesor si había leído determinado libro, cuyo contenido era para mí importante y que venía al caso de lo que él estaba comentando en clase. El profesor me contestó que no había leído ese libro, que le diera un tiempo para leerlo y que ya me comentaría. Sentí que ese profesor había tenido en cuenta mi pregunta, leería ese libro y me daría una respuesta. Yo creía en aquella época que un profesor sabía de todo. Me quedé un poco perplejo, pero, más tarde, él me ofreció su comentario y después de un tiempo fue mi director de tesis.

La otra anécdota está relacionada con el otro director de tesis (en la Universidad de Múnich había en aquella época un director de tesis -Doktorvater- y, por denominarlo de alguna manera, un subdirector -Korreferent-). Pues bien, el ‘Korreferent’ me invitó una noche a cenar en su casa. A los postres me entregó un artículo que iba a publicar. Me dijo que le hiciera algunas observaciones y que me tomara el tiempo oportuno. Le contesté: “¿Qué observaciones puedo hacer yo? Estoy aquí para aprender, soy un simple doctorando”. Pero él objetó: “Si no eres capaz de hacerme observaciones, entonces no podré admitirte dentro de mi labor como korreferent”. Me pasé una semana leyendo el artículo para poder discutir con él sobre la temática tratada. A la postre, entendí que él me estaba tratando, desde el punto de vista académico, de igual a igual.

Esas dos anécdotas fueron para mí el ejemplo de lo que debe ser un profesor: honesto, sincero, exigente y que estimule el pensamiento crítico.

Ahora me toca mencionar otro apartado de mi existencia actual, no menos importante, me refiero a cómo ocupar ese mayor tiempo de ocio disponible, porque no todo va a ser estudio y más estudio e investigación. Como profesor ya aprovechaba mi tiempo libre para realizar viajes alrededor del mundo; eso es algo que pretendo hacer ahora con mayor frecuencia. Hay un mito que cuenta que, al parecer, los filósofos no viajan. Esa afirmación se asienta en Sócrates, que nunca salió de Atenas, y en Kant, que nunca se alejó de Königsberg. Pero a muchos filósofos, y a mí mismo, nos han interesado los viajes. Ese interés personal me ha llevado a organizar cada año (hasta que llegó la pandemia) un viaje anual con mis antiguos compañeros de Bachillerato y otro con alumnos y alumnas del Aula de la Experiencia de la UPV/EHU del Campus de Gipuzkoa; ello, junto a los viajes personales, me ha permitido conocer muchos países y diferentes culturas. Todavía mantengo el interés por seguir viajando, hasta el último momento: el viaje que me lleve a las estrellas. Al parecer, no existe o no se reconoce la “filosofía del viaje” como campo de investigación, pero, ¿por qué les puede interesar el viaje a los filósofos? Como afirma E. Thomas, viajar nos enseña la “otredad”. Experimentamos la otredad cuando entramos en contacto con lo desconocido y tenemos la sensación de que las cosas y las personas son distintas. Viajando aumentamos las vivencias de lo desconocido, superamos nuestros miedos, ensanchamos la mente y encontramos nuevas verdades. Viajar tiene que ver con la otredad: algunos mecanismos turísticos interfieren en el viajar…

El filósofo empirista Francis Bacon hizo que en el frontispicio de ‘Novum Organum’ se grabara la siguiente frase tomada del libro de Daniel: “Multi pertransibunt et augebitur scientia” (Muchos correrán de aquí para allá y el conocimiento aumentará), lo que quería dar a entender que el viajar aumentará nuestro conocimiento del mundo y de la humanidad que lo habita.

Así como intento cultivar la mente y enriquecerme viajando, también me gusta cultivar el huerto y practicar la jardinería. Ambas aficiones me encantan. Del viaje, aprendo y aumento mi conocimiento, y con la jardinería me uno a la tierra y me hace sentir esa conexión con algo muy esencial para mí: la tierra produce sensaciones gratas, muy positivas, de abundancia, gratitud y hasta asombro, al ver crecer las plantas y constatar cuánto dependemos de la naturaleza.

Otra afición de la que deseo dejar constancia consiste en ver programas de cocina. Aunque no sé cocinar, me gusta la creatividad de los cocineros, su organización, su fusión y su presentación en los platos. Parece que detrás de cada plato hay una filosofía gastronómica, estética, económica y de calidad.

Kant entendía la comida como un lugar de intercambio de ideas y pensamientos. Tenía el convencimiento de que una persona no podía comer sola, pues la comida en común (en un concepto que nos puede resultar paradójico) constituía el bien más alto moral y psíquicamente, ya que era el lugar donde el “mundus intelligibilis” se captaba sensorialmente. “Comer solo (solipsismus convictorii) es para un erudito insano”. En la mesa, no solo se come: la mesa es un medio de unión y de conversación donde el espíritu se distrae y se alimenta de los pensamientos e ideas de los demás comensales.

Una comida de ese tipo requería reglas, pero no reglas sobre cómo manejar el cuchillo y tenedor, o cómo preparar un buen plato, sino reglas sobre cómo se ha de tratar un problema e intercambiar ideas de la mejor forma posible. Esas reglas regulan también el número de invitados (no menos de tres: las tres Gracias) y no más de nueve (las nueve Musas). También había que fijar el tema a tratar, no dejarse llevar por las emociones, favorecer la confianza mutua, preservar la discreción de lo tratado, etc. Creo que, por ese motivo, en mi estancia en la Universidad de Giessen (Alemania) había un comedor que se abría los jueves para que el profesorado pudiese llevar a cabo esa cultura gastronómica universitaria y de interacción.

Este resumen que acabo de exponer es un “Lebensform”, es decir, una/mi forma de vida como profesor emérito, pues continúo siendo proactivo a nivel intelectual para evitar, en la medida de lo posible, que las sinapsis neuronales no se adormezcan. Por otro lado, este mayor tiempo libre me está dando la oportunidad de vivir y conocer de una manera diferente la ciudad en la que habito y sus pueblos próximos, a través de paseos y recorridos, y es un verdadero placer, en días laborables, poder visitar museos, mercados y diversos monumentos de interés artístico y cultural que existen en nuestra comunidad.

De la misma forma, aprovecho el tiempo de ocio para recorrer el monte de Etayo llegando a la ermita de San Cristóbal, caminar hasta la basílica de San Gregorio y admirar sus pinturas, de un precioso barroco rural, subir a Monjardín y a Montejurra, pasear por la ribera del Ega hasta la ermita de San Bartolomé, lugar de encuentro de los romeros de Valdega, hacer caminatas por la Sierra de Lóquiz y de Codés, visitar la Iglesia de Nuestra Señora de Codés, con su espléndido retablo barroco, y finalizar la marcha disfrutando de un amaiketako en su hospedería, sin olvidar que ese santuario está en el antiguo camino de Santiago, camino que tengo como proyecto realizar.

También es un placer poder aprovechar cualquiera de mis citas médicas en Bilbao, ciudad significativa para mí porque allí comencé mi andadura como docente universitario, para reencontrarme con antiguos colegas y amigos, ya jubilados como yo, y rememorar anécdotas de un pasado compartido, siempre en el marco de una buena comida.

Con este final de relación interpersonal y oralidad concluyo esta breve descripción de mi tiempo actual, a saber, un tiempo diferente de laboriosidad, de ocio, de relaciones personales y familiares, de disfrute y de aproximación tranquila a ese viaje que tengo pendiente por la Vía Láctea que a la vez te inicia y te prepara para llegar a las estrellas.