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Cristina Blanco

Suicidio, ¿una muerte voluntaria?

Profesora titular de Sociología. Cofundadora de AIDATU (Asociación Vasca de Suicidología) y de BIZIRAUN (Asociación de personas afectadas por el suicidio de un ser querido)

  • Cathedra

Lehenengo argitaratze data: 2018/02/16

Cristina Blanco
Cristina Blanco. Argazkia: Mikel Mtz. de Trespuentes. UPV/EHU.
Artikulu hau jatorriz idatzitako hizkuntzan argitaratu da.

Quienes han pasado por el doloroso trance de vivir el suicidio de un ser querido, y siempre que éste no haya quedado oculto o silenciado, seguramente han escuchado palabras bienintencionadas tratando de ofrecer un consuelo imposible. Palabras como “ya no sufre”, “está en paz”, “no fue tu culpa”, “fue su decisión y debemos respetarla”… Todas estas frases resuenan en la cabeza con ecos infinitos, superponiéndose unas a otras en una danza incesante que arrebata cualquier atisbo de paz… Pero es la última la que reclama especialmente mi atención, y en la que quiero centrarme en el marco de este artículo: la supuesta voluntariedad del suicidio; la idea de que el suicidio es, en todos los casos, el fruto de una decisión libre y meditada. Porque de ella deriva buena parte del estigma que rodea al fenómeno del suicidio, contribuyendo a su ocultación y silenciamiento; y porque de ella derivan también muchos mitos y prejuicios que, en última instancia, obstaculizan, paralizan y entorpecen la posibilidad de su prevención y evitabilidad.

El suicidio es la gran muerte silenciada de nuestras sociedades actuales, sociedades en las que la muerte no es materia de atención, cuidado o aprendizaje, menos aún cuando la muerte se la produce alguien de forma “voluntaria”, atentando de forma incomprensible a los principios más básicos de la vida y a los más sagrados de las creencias religiosas que aún forman parte de nuestro subconsciente, cuando no de la consciencia de muchas personas que profesan cualquier fe que establezca la vida como un don divino. Este supuesto atentado convierte al suicidio en un hecho incomprensible e indeseable. Enterramos la muerte por suicidio, la ocultamos, la silenciamos, la encerramos en el ámbito de lo privado; al fin y al cabo “ellos lo han decidido”. En el mejor de los casos se respeta “su decisión”. Ni sabemos, ni queremos saber.

Esta forma de ver las cosas tiene graves consecuencias. Por un lado, secuestra la dimensión social del suicidio al considerarlo algo profundamente íntimo y personal, evitando su tratamiento social, tanto en lo que se refiere a sus posibles causas (o desencadenantes, si se prefiere) como a la interpretación sociocultural del suicidio. En relación a lo primero, las enseñanzas de Émile Durkheim deberían ponernos sobre la pista de que el suicidio no es un mero hecho individual, sino también social, pues sus investigaciones le llevaron a establecer que la cohesión social podía ser un excelente factor protector. Por otro lado, no parece descabellado pensar que ciertas condiciones sociales pueden desencadenar una muerte semejante (ruina económica, desempleo, separaciones matrimoniales traumáticas ...). En cuanto a la dimensión cultural, no debemos olvidar que el suicidio ha sido interpretado de formas muy diversas a lo largo de la historia. Así, se ha considerado desde un acto honorable (en la antigua Grecia o en el Japón de los samuráis), hasta el sacrilegio más atroz (en el mundo cristiano a partir del siglo IV con las ideas de San Agustín, pero que, curiosamente, no alcanzaron su verdadera condena hasta el siglo XIII, con el pensamiento de Santo Tomás y la prohibición de enterrar en campo sagrado a los muertos por suicidio); ello pasando por considerarse un acto romántico (la Europa del XVIII) o un acto de patriotismo o heroicidad (como en el caso de los kamikazes o, actualmente, el de los terroristas suicidas). El suicidio es, en realidad, un acto individual con sentido social.

Considerar el suicidio como un acto meramente íntimo y voluntario tiene también implicaciones sobre el desinterés social preventivo. Incluso considerando las cifras de suicidios en el mundo y en nuestro entorno más cercano, no termina de verse la necesidad de actuar para reducirlas, siempre en la medida de lo posible. Según estimaciones de la Organización Mundial de la Salud, hay más muertes por suicidio que por causa de guerras y homicidios juntos; se produce una muerte cada cuarenta segundos. En España hubo 3.569 muertes por suicido en 2016 (según estadísticas del Instituto Nacional de Estadística); durante el mismo año murieron 1.810 personas por accidentes de tráfico (cifras de la Dirección General de Tráfico) y 44 mujeres víctimas de la violencia de género (cifras de la Delegación del Gobierno para la Violencia de Género). Los recursos y campañas preventivas y paliativas orientadas a disminuir los accidentes de tráfico son de todos conocidas; de igual forma que los recursos, campañas e incluso estructuras administrativas orientadas a luchar contra la violencia de género. Pero ¿qué se ha dispuesto para prevenir el suicidio o mitigar el dolor de quienes sufren una muerte de un ser querido? ¿Conoce alguien alguna campaña institucional que trate de ofrecer ayuda a quienes tienen ideas y/o conductas suicidas, o a sus familiares? ¿Alguna campaña que simplemente hable del suicidio como problema de salud pública? Para ser justos, hay algunas iniciativas de organizaciones sin ánimo de lucro (teléfonos para llamar en momentos de crisis), pequeños grupos de trabajo (unidades de salud mental que ponen en marcha algunos protocolos de actuación) o asociaciones ciudadanas (especialmente de “supervivientes” que forman grupos de ayuda mutua); pero todas ellas son iniciativas aisladas, de alcance reducido y la mayoría fruto de la iniciativa privada. Sólo dos comunidades autónomas tienen un plan de prevención del suicidio recién estrenado sobre el papel (Valencia y Galicia). A nivel nacional no existe un plan general de prevención, a pesar de que la Organización Mundial de la Salud viene diciendo, desde 1969, que el suicidio es prevenible, y que en 2014 publicó un informe insistiendo en la necesidad de que las autoridades sanitarias pongan en marcha un plan preventivo para reducir tan escandaloso número de muertes (Preventing Suicide. A Global Imperative).

Quizá quien lea estas líneas pueda tener la tentación de pensar que las muertes por suicidio y las demás no son comparables, dado que quien muere por suicidio lo hace voluntariamente, mientras que las otras muertes son consecuencia de violencia ejercida por terceras personas o simplemente por accidentes o enfermedades; en suma: no voluntarias y evitables en buena medida. Pero ¿realmente el suicidio es una muerte voluntaria en todos los casos? ¿Es fruto de una decisión libre y profundamente meditada? ¿Siempre?

La palabra “suicidio” procede del latín y está compuesta por los términos sui (a sí mismo)-caedere (matar). Así, el suicidio es la muerte que una persona se produce a sí misma de forma intencionada; por lo tanto, es, al menos formalmente, una muerte voluntaria. Como todo acto voluntario, el suicidio requiere de varios elementos o fases: un objetivo o fin, un proceso de deliberación que analice las razones en favor y en contra, una decisión y la ejecución del acto. Y aquí se nos plantean algunas cuestiones importantes que se responderán de forma diferente según sean los casos particulares de cada suicidio, generando una tipología de suicidios que conviene tener en cuenta. Porque, más que de suicidio, deberíamos hablar de suicidios.

¿Cuál es el objetivo fundamental del suicidio? ¿Cómo y en qué condiciones se produce ese proceso deliberativo? ¿En qué entorno y situaciones se produce la decisión? ¿Es la ejecución el resultado real de la decisión tomada?

En la gran mayoría de los casos, el objetivo fundamental del suicidio no es morir, sino dejar de sufrir. El padre de la suicidología moderna, el psicólogo Edwin Shneidman, ya consideró al suicidio como resultado de un “sufrimiento psicológico insoportable”. Por su parte, el psiquiatra fundador de la logoterapia, Viktor Frankl, comentó en sus escritos que muchos de sus pacientes que intentaron suicidarse y no lo consiguieron, con el paso del tiempo se sintieron felices de no haber tenido éxito, porque aquello que tanto les hizo sufrir terminó por resolverse, o porque cambiaron las circunstancias de la vida y/o sus propias perspectivas sobre la misma. Múltiples documentales nos ofrecen testimonios en este sentido, y muchos especialistas en la materia dan a sus obras títulos tan elocuentes como ‘Suicidio: solución definitiva al problema temporal (Jose Luis Canales, 2013), o ‘Suicide, an unnecessary death’ (Danuta Wasserman, 2016). Esto es, para dejar de sufrir no es necesario morir. O no siempre.

Es fundamental atender a la causa del sufrimiento que hace insoportable la idea de vivir, porque nos establecerá una primera gran diferencia entre tipos de suicidios: aquellos basados en una desesperanza inamovible y los que se fundamentan en desesperanzas transitorias. Ambas situaciones generan un enorme sufrimiento, pero mientras en el primer caso la causa de este sufrimiento no va a desaparecer, en el segundo sí puede hacerlo. Pensemos en alguien que padece una enfermedad terminal que cursa con gran dolor o en quien está sometido durante años a la inmovilidad más absoluta. En ninguno de esos casos la situación va a mejorar. Son las personas que la sufren quienes deberían decidir sobre esa forma de vivir, apelando al derecho a morir dignamente. El derecho a la eutanasia o al suicidio asistido no debe ser confundido ni confrontado con la necesidad de prevenir el suicidio. Pensemos ahora en otros casos: un adolescente que sufre acoso en las redes sociales o en el instituto, o una persona que ha vivido una experiencia traumática. Ambas pueden pensar en el suicidio. Pero ¿no es una solución demasiado radical para situaciones que pueden cambiar, o para sufrimientos psicológicos que pueden remitir o mitigarse con el paso del tiempo? ¿No podríamos evitar estos dos últimos suicidios? La verdad es que vivimos en un país curioso: se prohíbe y persigue a quienes ayudan a morir a personas que realmente podrían necesitarlo y se deja de lado, sin ayuda, a personas que terminan muriendo innecesariamente; se obliga a vivir a las primeras y se abandona a la muerte a las segundas. Paradójico.

El otro factor que hay que tener en cuenta ante una muerte “voluntaria” es precisamente el sujeto que ha tomado la decisión. Hablaba más arriba de proceso deliberativo, y preguntaba quién lo realiza y bajo qué circunstancias. Y aquí debemos hacer otra distinción. La que diferencia entre quienes han meditado con plena capacidad, por un lado, y quienes están tomando una decisión de tal calibre con sus capacidades intelectuales y/o emocionales seriamente dañadas y/o mermadas, o quienes están actuando impulsivamente en un momento de crisis, tomando una decisión irreversible que quizá al cabo de unas pocas horas nunca tomarían, por otro. Tenemos de nuevo otros dos tipos de suicidio: el meditado en plenas facultades (es el caso del suicidio existencial o filosófico y del suicidio como ejercicio del derecho a una muerte digna), y el que es fruto de la impulsividad, de la falta de deliberación o de un proceso deliberativo profundamente alterado o dañado. Sólo en el primer caso podremos hablar de suicidios “voluntarios”. Identificar como “voluntarias” las muertes de niños y niñas (en 2016 se suicidaron en España 12 niños/as menores de 15 años), de adolescentes-jóvenes (247 muertes de jóvenes entre 15 y 29 años), de personas con trastornos mentales o de personas que pasan por una situación dramática pero transitoria, es una imprudencia absoluta que sólo puede justificarse por el desconocimiento que la sociedad tiene de este fenómeno. Desconocimiento alimentado por el silencio y el estigma. En estos casos el suicidio es prevenible y, en la mayoría de ellos, evitable. Sólo requieren ayuda para mitigar el sufrimiento y esperanza para comprender que la situación puede ser transitoria. En los casos en los que esto no es posible (no todos los suicidios se pueden evitar), las personas allegadas deberían encontrar en la sociedad recursos para elaborar su duelo con la misma dignidad que quienes pierden a amigos y familiares por accidentes, por enfermedad o por cualquier otro motivo. Sin necesidad de esconderse.

Quiero terminar con una reflexión sobre el llamado suicidio existencial o filosófico.  Jacques Lacan hizo una pregunta rotunda respecto al suicidio: “¿Por qué no? El suicidio es el único acto que tiene éxito sin fracaso” (‘Televisión’, 1973). Ciertamente; y no se fracasa porque es el acto más radical que puede realizar un ser humano. Un acto sin vuelta atrás. Definitivo. Pero cuando no padecemos enfermedades incurables, ni sufrimientos traumáticos; cuando sólo disponemos de una vida y tenemos la certeza absoluta de que, tarde o temprano, la muerte llegará, quizá la pregunta más oportuna no es “por qué no”, sino “por qué sí”. Algo así debió de preguntarse íntimamente el gran filósofo de la desesperanza y del escepticismo, el rumano Emil Cioran, cuando, tras haber defendido el suicidio en innumerables ocasiones y haber declarado que “vivir con la idea del suicidio es estimulante”, murió con 84 años víctima de la enfermedad de Alzheimer. En todo caso, y respetando el derecho a suicidarse, cabe preguntarse cuántas de esas 3.569 personas, 907 mujeres y 2.662 hombres, murieron en 2016 como resultado de una deliberación libre y racional, y en respuesta a la pregunta ¿por qué no?; cuántas murieron ejerciendo su derecho a una muerte digna; cuántas murieron por imposibilidad real de vivir; y cuántas murieron abandonadas a su suerte en medio de una sociedad sorda y ciega.