euskaraespañol

In memoriam: Mikel Azurmendi

  • Crónica

Fecha de primera publicación: 19/08/2021

Mikel Azurmendi
Mikel Azurmendi. Foto: Lusa. DV.

Conocí a Mikel Azurmendi hacia 1988 en esta misma universidad, cursando el doctorado. Acabó siendo mi director de tesis sobre la estética de Oteiza, tema que le despertaba gran curiosidad, como todo lo relacionado con el imaginario mitológico vasco. Además, le había tratado cuando su exilio en París; fuimos a visitar al patriarca al retiro-sagrario de Alzuza para hablarle de mi proyecto de tesis, pero, como es natural, ellos monopolizaron la conversación sobre sus aventuras políticas de los años sesenta y setenta, sin que uno tuviera mucha oportunidad de meter cuchara dialéctica. Mikel contó cosas como cuando siguió a Jean Paul Sartre por la calle recriminándole el prólogo al libro sobre el proceso de Burgos donde apoyaba el terrorismo (y los que le conocimos sabíamos que era perfectamente capaz de tamaña impertinencia contra el intocable gurú de la ‘nouvelle gauche divine’), con gran alborozo de Oteiza. Lamentablemente, en aquella época predigital no había móviles con los que grabar el histórico reencuentro de dos pesos pesados y la catarata de recuerdos liberados.

Enseguida nos hicimos amigos. Me animó a presentarme a todos los concursos de profesorado, y desde 1992 fuimos compañeros de departamento. Los años trabajando con otros colegas (Fernando Savater, Aurelio Arteta, Sara Torres, Mikel Iriondo…) y estudiantes, intentando hacer del departamento un lugar hospitalario, vivo y activo son, para mí, los mejores de la pequeña historia del ‘alma mater’. Y Mikel Azurmendi tuvo un papel fundamental en conseguirlo. Extrovertido, curioso y provocador, estableció contacto con antropólogos de todas partes. Organizábamos seminarios, invitábamos a profesores foráneos, impulsamos la investigación en antropología y filosofía con numerosos proyectos de investigación. Habíamos logrado constituir un equipo informal. En 1993 fundamos con otros amigos la revista de humanidades bilingüe Bitarte, en la que publicaron por primera vez no pocos docentes e investigadores de la UPV/EHU junto a firmas prestigiosas. En el primer número, Mikel nos implicó en una discusión sobre un artículo inédito de Alasdair MacIntyre acerca de si el patriotismo es una virtud, uno de sus temas recurrentes… La verdad es que nos divertíamos mucho y en eso ayudó Mikel como nadie. Por entonces levantaba su casa de Igeldo, rodeada de centenares de manzanos que, con el tiempo, debían permitirle hacer una sidra excepcional con su primo Migeltxo, uno de sus proyectos más queridos. Entre tanto, la casa servía como pequeña ágora de discusión, mantenida con magnas parrilladas de sardinas. Vehemente y generoso, Mikel Azurmendi no consideraba a la moderación una virtud.

Este pequeño y efímero mundo nuestro murió cuando nos enfrentamos al terrorismo etarra. Azurmendi, que contribuyó a su fundación en la juventud, acabó enfrentado al monstruo, una peripecia existencial nada rara en su generación (fue la de Patxi Iturrioz, Mario Onaindia o Jon Juaristi). Nuestro pecado, o vicio profesional si se prefiere, pues al fin y al cabo para esto nos pagaba la sociedad, fue atacar no solo a la violencia, sino sus mentiras y justificaciones ideológicas, los fundamentos de que tantos aplaudieran la espiral de atentados, secuestros y asesinatos, con su salvaje cosecha de sufrimiento y envilecimiento social.

Sin haberlo pretendido, nos vimos convertidos en portavoces de muchos que no se podían expresar y analistas de una sociedad entera, asustada o enferma de odio. Iniciativas como el Foro de Ermua (1998) -de la que Mikel fue uno de sus portavoces-, y más adelante Basta Ya (2000), no habrían nacido sin el trabajo activista de algunos profesores. Esto ocurría en una universidad que asistió a atentados en sus propios campus y a una lluvia constante de amenazas y agresiones. La consecuencia fue el exilio del aula, más o menos duradero, por razones de seguridad general, de los más significados en la defensa de todo lo valioso que ETA destruía y mancillaba. El estilo directo y contundente de Mikel Azurmendi no gustaba a los que hubieran preferido algo más académico, una denuncia más interpretable y sinuosa, pero tratar de hablar claro en tiempos de violencia y cobardía es una obligación moral del pensador, y él la cumplió, contribuyendo a salvar el honor universitario.

Tras un atentado con explosivos contra su casa, Mikel Azurmendi optó de nuevo por las hieles del destierro. Estuvo un tiempo en la universidad de Cornell -ayudado por su amigo el antropólogo David Greenwood- y Nueva York, después en Andalucía y Marruecos, interesado en el impacto de la inmigración en el mundo rural del sur. Él siempre se definió como antropólogo cultural, pero tanto cuando investigaba las identidades del viejo mundo rural vasco que tanto amaba -baserritarra de corazón, sólo fue urbanita casual- como la historia de la brujería vasca -la persecución institucional de una quimera teológica- o la ética de su autor favorito, MacIntyre, su investigación siempre versaba sobre una pregunta: ¿cuál es la vida virtuosa? ¿cómo alcanzarla?

Quienes le conocimos bien sabemos que su vida interior consistió en una búsqueda personal de lo absoluto y de la claridad (creo que nuestras más encendidas discusiones fueron las motivadas por su defensa dogmática del relativismo posmoderno que, en realidad, no podía admitir, oxímoron azurmendiano donde los haya). La búsqueda espiritual le llevó del nacionalismo revolucionario y el marxismo juveniles a la defensa de la democracia, de la antropología a la filosofía moral, del constructivismo social a la ética comunitarista y, en sus últimos años, al lejano refugio de la religión católica. Termino su recuerdo con unos versos, que también van a la vida de Mikel Azurmendi, de Claudio Rodríguez. El poeta visitó su gran manzanal llevado por un gran amigo de ambos, el hispanista Philip Silver, que también nos dejó hace pocos años. Son estos:

Siempre la claridad viene del cielo;

es un don: no se halla entre las cosas

sino muy por encima, y las ocupa

haciendo de ello vida y labor propias.

 

Carlos Martínez Gorriarán