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El arte como tecnología de la identidad: de la obra a la instalación
Art as identity technology: from art-work to installation
Papeles del CEIC. International Journal on Collective Identity Research, núm. 1, pp. 1-31, 2017
Universidad del País Vasco/Euskal Herriko Unibertsitatea

Artículos de investigación


Recepción: 15 Septiembre 2016

Aprobación: 15 Noviembre 2016

DOI: https://doi.org/10.1387/pceic.16963

Resumen: El artículo plantea, desde la sociología del arte, un recorrido por el arte vasco contemporáneo que tiene como fin analizar hasta qué punto las artes plásticas han operado, en el contexto vasco, como tecnologías de la identidad, esto es, cómo se ha producido identidad mediante determinados artefactos artísticos. Sin embargo, no es hasta recientemente, con el advenimiento de las post-vanguardias, que el propio proceso de construcción identitaria a través del arte se hace reflexivamente explícito y pasa a formar parte del repertorio de los artistas. El texto echa mano de la dicotomía obra/instalación para analizar este salto en las concepciones del arte y la identidad (y su mutua relación): el paso de un arte moderno, basado en la producción de obras cuya función es representar determinada “manera de ser”, a un arte post-moderno que hace visibles en la propia obra los procesos a través de los cuáles algo “llega a ser” a resultas de la movilización de recursos artísticos con vocación deconstructiva.

Palabras clave: Arte vasco, Estética, Identidad, Procesos políticos, Cajas negras.

Abstract: The article presents an itinerary through the Contemporary Basque Art in order to analyze to what extent the visual arts have operated in the Basque social and political context, as technologies of identity, that is, how identity has been produced by certain artistic artifacts. However, it was not until recently, with the advent of the post-avant-garde movement and its assimilation by Basque artists, that these processes of identity construction through art became reflexively part of the repertoire of the artists themselves. The text establishes the dichotomy art-work/installation to asses this jump in the conception both of art and identity (and their mutual relationships): the passage from a modern art based on the production of art-works whose function is to essentially represent or reflect a "way of being”, towards a post-modern art that makes visible the working-process through which something “happens to be” as a result of the mobilization of certain deconstructive artistic resources.

Keywords: Basque art, Aesthetics, Identity, Political processes, Black-boxes.

Introducción: identidad y creatividad

No es precisamente la creatividad el concepto que asoma cuando hablamos de identidad. La conversación se centra más bien en la fortaleza de la identidad, en su permanencia, y en las adhesiones y pertenencias que concita. Por más que de lo anterior no se infiera necesariamente que la creatividad esté reñida con la identidad, parece que permanecer siempre idéntico constituye la modulación más común de lo identitario. Podría pensarse, pues, que cuanto más creativa es una identidad, más inestable se vuelve. No se repara, sin embargo, en el esfuerzo que hay que hacer para que las cosas sigan siendo las mismas.

Querer ser permanentemente lo mismo/el mismo (hombre, blanco, heterosexual, etc.) es la invitación a habitar una quimérica repetición sin fin. Gertrude Stein demostró de un golpe seco, mediante esa suerte de poema fundacional que es “Rose is a rose is a rose is a rose”, que no hay repetición sin diferencia, aunque no sea más que por la constatación de que la segunda rosa tiene la experiencia de la primera, y la tercera, la de la primera y la segunda. Si, como trataré de justificar, en el eterno antagonismo entre la concepción heraclitiana del cambio permanente y la parmenideana de la permanencia sin cambio, nos decantamos por la opción aparentemente más inquieta, por el constante fluir de las cosas, habrá de reconocerse lo trabajoso que resulta contener la diferencia que toda repetición comporta.

El arte, en sus múltiples manifestaciones, es la prueba palpable de que para que las cosas sean las mismas, la vía menos onerosa es hacerlas de otro modo. La cuestión, más allá de la mera permanencia en el ser, reside, pues, en dilucidar si el esfuerzo realizado, el trabajo que conlleva la identidad, está encaminado a contener inútilmente la diferencia o a abandonarse, gozando incluso del síntoma, a la idea de que las cosas adopten otras formas.



Ilustración 1

Instalación de Tomas Saraceno.

En un texto titulado “Some experiments with Art and Politics” (Latour, 2011), Bruno Latour hace referencia a una instalación de Tomas Saraceno (Galaxies Forming along Filaments, Like Droplets along the Strands of a Spider’s Web). En ella el público se mueve entre una serie de esferas flotantes de distintos tamaños cuyas paredes están tejidas a base de hilos. Estas esferas están a su vez conectadas entre sí y fijadas a la arquitectura de la sala de exposiciones mediante otra extensa red de hilos. Es, pues, la misma trama de hilos la que dota de consistencia y unicidad —en una palabra, de identidad— a las esferas, y la que conectándolas con el exterior las mantiene erguidas, hecho éste que plantea una interesante y a la vez inquietante continuidad entre esfera y red, esto es, entre identidad y alteridad. Latour señala que la mejor forma de visualizar esta mutua dependencia entre esferas y redes en la instalación de Saraceno vendría a ser el desmontaje de la instalación: soltar un solo hilo, cualquiera de ellos, supondría la desestabilización de toda la trama, y en la caída no hay distingos entre esferas y redes, entre lo que las cosas son y lo que las hace ser.

El corolario de la instalación de Saraceno es para Latour que las identidades —las esferas— son posibles solamente a través de una suerte de doble articulación: unir nodos locales mediante anclajes que no lo son. Así, si uno piensa que sólo hay esferas independientes, suspendidas en el aire, sosteniéndose a sí mismas, lo hace porque deja de ver, consciente o inconscientemente, el entramado que las mantiene erguidas. Como dicta el principio de indeterminación de la física cuántica, observa la partícula, pero no la onda.

La cuestión a la que trataré de dar respuesta en las páginas que siguen puede sonar ahora críptica: ¿Es la identidad, como el trabajo de Saraceno, una instalación? Lo que voy a tratar de argumentar es que la dialéctica entre identidad y alteridad encuentra un asiento muy distinto según se trate de una obra o de una instalación.

El arte de instalación no produce obras, sino situaciones (espacios-tiempo) que se activan cuando en ellas penetra el público, contribuyendo así a concluir o clausurar (el sentido de) la obra. Como señala Claire Bishop, “el arte de instalación se diferencia de los medios tradicionales (escultura, pintura, fotografía, video) en que está dirigido directamente al espectador como una presencia literal en el espacio. Más que considerar al espectador como un par de ojos incorpóreos que inspecciona la obra desde una cierta distancia, las instalaciones presuponen un espectador corporeizado” (Bishop, 2008: 46). En este sentido, el hallazgo fundamental de la instalación de Saraceno es que funciona como un dispositivo hermenéutico, como una “arquitectura improvisada” que no (sólo) ilustra, como si de un dibujo o una viñeta se tratara, ideas previas, sino que crea estructuras 3D que “activan el pensamiento” (Stengers, 2005: 1001). No (sólo) ilustra la idea, descorazonadora para identidades resistentes, de que lo local es inconcebible sin vínculos globales, que buscar la identidad en un adentro está necesariamente vinculado con la cualidad de las conexiones con el afuera, sino que, en tanto que instalación, articula visual y corporalmente el modo en que se da ese “doble vínculo” entre lo local y lo global.

Toda vez que es la época que comienza a experimentar, muchas veces sin entenderla, la fluencia de las cosas —de ahí el éxito de crítica y público que ha suscitado lo líquido de Zygmunt Bauman como sensorio contemporáneo—, esta modernidad tardía en que vivimos enfrenta las tensiones entre la identidad y la alteridad mediante un ejercicio de purificación por ocultamiento: oculta el entramado que sostiene la identidad, haciendo así posible el espejismo de que las cosas, como las esferas, son esencias siempre idénticas a sí mismas en estado de suspensión. La paradoja de esta declinación moderna y esencialista de la identidad radica, no obstante, como bien ha sabido ver Bruno Latour (1993), en que cuanto más pura, más neta e incontaminada se concibe la identidad, más tupida y prolija es la red que la produce y la sostiene (y más acuciante la necesidad de ocultarla). Como ocurre con las cajas negras, y la noción moderna de identidad lo es, cuanto más opacos se vuelven los resortes que la sujetan, más éxito social tiene la noción. Efecto óptico: se observa la figura de la identidad y no el fondo que la sustenta. Acudiendo al arsenal conceptual del arte, podríamos decir que la identidad, así también la modernidad, es una obra que escamotea su condición de instalación.



Ilustración 2

Exterior del Museo Guggenheim de Bilbao durante la exposición “El arte de la motocicleta”. Fotografía de Andrés Gómez.

El gran reto de una teoría de la postmodernidad (Jameson, 1998) que se precie consiste precisamente en activar los espacios-tiempo que, a base de producir nuevas envolturas (García Selgas, 2007), implosionan las dicotomías que hacían posible el espejismo de la identidad moderna: figura/fondo, contenido/forma, dentro/fuera, continente/contenido, etc. Un ejemplo de esos espacios-tiempo paradójicos lo tenemos en esta fotografía tomada en 2000. En ella se puede observar cómo los paseantes contemplan, en la explanada exterior del Museo Guggenheim de Bilbao, las motos que han dejado aparcadas los moteros que están contemplando en el interior del museo las motos que se exhiben en la exposición “El arte de la motocicleta”. No anda lejos la sabiduría popular cuando sostiene eso de que, en el Museo Guggenheim de Bilbao, “lo importante es el continente”. El museo es la membrana que separa un adentro y un afuera idénticos: el arte y la vida. La imagen, su perfecta simetría entre el adentro y el afuera, es algo más que una ironía o una suerte de justicia poética. Pese a su aparente improbabilidad, es, para quien quiera verlo, plenamente consistente con la nueva configuración recursiva de las identidades en el espacio-tiempo de la postmodernidad.

Identidad y arte se tocan en este punto: si la modernidad centraba su mirada en las esferas de la identidad, la postmodernidad hace lo propio con la trama, es decir, con los procesos de construcción de la identidad, lo que es decir con las políticas de la identidad. Si la primera se centra en la obra, la segunda lo hace en la instalación.

Hagamos, pues, como si la modernidad fuera una instalación, como si a través de una radiografía pudiéramos ver la trama que normalmente permanece oculta. La identidad —una identidad hegemónica, a saber, hombre, blanco, heterosexual, ocupado, etc.— sería ese hilo infinito y esencial que haría posible que el entramado, no sólo las esferas, se mantuviera en pie. Quiero decir que es, en buena parte, la movilización de eso que llamamos identidad lo que precipita y propicia el proceso de modernización. Ahora bien, mientras la identidad es movilizada, se proyecta a la vez con éxito la idea de que es esencialmente impolítica; que siempre estuvo ahí; que tener una identidad es la manera habitual de estar en el mundo; que el hecho de que seamos algo es una especie de taken for granted. La postmodernidad, a contrario, pone en evidencia el carácter de instalación de la identidad, elevándola a la categoría de controversia y poniendo en cuestión el carácter pretendidamente impolítico, universal y necesario de la misma. No es otra la razón de que uno de los principales aportes del pensamiento post-estructuralista, las llamadas identity politics, constituyan un oxímoron para la razón moderna: aceptar el carácter político de la identidad supondría tener que reconocer que la identidad, así la hegemónica, es producto de la naturalización de una repetición que se ha olvidado que lo es.

En Sobre verdad y mentira en sentido extra moral, Nietzsche dice que la verdad es una ilusión que se ha olvidado que lo es, “monedas que han perdido su troquelado y no son ahora ya consideradas como monedas sino como metal”. La identidad es una de estas verdades. Se basa en un yo sustantivo que “sólo aparece como tal mediante una práctica significante que intenta ocultar su propio funcionamiento y naturalizar sus efectos” (Butler, 2007: 175). Con mucha frecuencia, esta identidad se despliega al modo de una repetición compulsiva, como un delirio tautológico. Pensemos en esa afición que cuando celebra los éxitos de su selección de fútbol canta: “soy español, español, español, español”. Contrariamente a lo que ocurre con la rosa de Gertrude Stein, que se abre a la contingencia, habría que hacer un enorme esfuerzo de contención de la diferencia para que el primer español de la secuencia fuera idéntico al cuarto. Esta suerte de identidad esencial, esférica, proclamaría que todo lo que uno hace es un producto o epifenómeno de lo que uno ya es, como si la identidad fuera una suerte de sistema operativo (cuyo código fuente, por cierto, no se conoce).

Identidad: entre la obra y la instalación

“Un pequeño país con una gran identidad”. Así es como se presenta al mundo el País Vasco1. La frase se presta a múltiples interpretaciones: nosotros somos un país pequeño con una gran identidad que quiere darse a conocer ante vosotros, que procedéis de países grandes con identidades pequeñas; otra posible interpretación es que en el País Vasco sobra identidad (que no es lo mismo que decir que la identidad sobra), razón por la cual es posible venderla a quienes no andan sobrados de ella. En la instalación de Saraceno, esa “gran identidad” podría ser representada como una enorme esfera flotante, en forma de agujero negro, cuya energía succionaría cualquier intento de conexión con el exterior (de hecho, la idea misma de exterioridad sería ontológicamente imposible). Pero, como sabemos por la compleja lógica de la instalación de Saraceno, cuanto más grande la esfera, más fuertes los anclajes; cuanto más grande la obra, más consistente la instalación; aunque suene paradójico, cuanto más esencialista la identidad, más visibles sus procesos de construcción. Esta doble articulación de lo identitario que la instalación por la que he estado moviéndome virtualmente tan bien expresa, es la que propicia, a modo de consecuencia perversa, la ambivalente de rol de quien, en una movimiento pendular permanente, quiere hacer compatible su condición de creyente con la de constructor del mito identitario. Es el caso de uno de los artistas que asomará por estas páginas: Jorge Oteiza.

En adelante, procederé echando mano de algunas obras de arte y unos cuantos artefactos artísticos —espero que quede clara, a lo largo del texto, la diferencia entre ambas porque es crucial para la argumentación—, como dispositivos susceptibles de activar la reflexión en torno a lo identitario. La identidad del arte que tiene por objeto la identidad sería una forma un tanto alambicada de exponer el propósito de este texto. De esa “gran identidad” a la que me referí antes se pasará, en un desplazamiento equivalente al que se da en el ámbito del arte entre obra e instalación, a una forma expandida de lo identitario. El trasiego de objetos artísticos al que asistirá el lector puede delimitarse como sigue: de un arte de la representación, típicamente moderno, que se sostiene gracias a la cadena de significantes autoría-obra-aura-creatividad, se pasa, vanguardias artísticas mediante, a su exacto contrario, un arte basado en la cadena “muerte del autor”-instalación-mantenimiento-ensamblaje.

En 1984, en el Programa “Autorretrato” del segundo canal de Televisión Española, el periodista y crítico literario Pablo Lizcano le hizo la siguiente pregunta a uno de los más conspicuos creadores de la época, el escritor Juan Benet, sobre su actividad como ingeniero: “¿Cuál es la obra de ingeniería de la que usted se siente más orgulloso?”. Quiero reparar en la polisemia o, mejor dicho, en la productiva ambivalencia del término “obra” en el contexto de una pregunta dirigida a alguien que como Juan Benet2 reúne la doble condición de escritor e ingeniero. He aquí la respuesta de Benet:

“Esa pregunta tiene una múltiple contestación. Quizá la obra más relevante en la que yo haya intervenido sea la construcción del acueducto Tajo-Segura. Pero por razones personales, la primera obra que dirigí plenamente, en la que me sentí plenamente identificado, en la que no tenía casi a nadie al que dar cuenta, y todas las determinaciones partían de mí, y que viví muy de cerca, fue el pantano de Porma en León”.

“Dirigir plenamente”, “sentirse plenamente identificado”, “no tener que dar cuenta a nadie”, “ser el origen de todas las determinaciones” y “vivir de cerca” lo que se hace, son todas ellas circunstancias que definen el trabajo del creador o del artista, en este caso, del escritor.

“Por último, —continua Benet— una obra en la que no he intervenido más que de lejos y como proyectista general, pero sin vivirla a pie de obra, que eso es una de las actividades más atractivas que puede tener un hombre de mi formación, ha sido la presa de Llauset en el Pirineo de Huesca”.

“Intervenir de lejos como proyectista general”, “no vivir a pie de obra” indican, en cambio, cierta incomodidad producida por el hecho de ser parte, un engranaje más, de un sistema socio-técnico (Latour, 2001), donde identificar la autoría se vuelve complicado, cuando no irrelevante. Podemos especular con que si el entrevistador hubiese preguntado por la “instalación” de la que Benet se sentía más orgulloso, probablemente la respuesta habría sido otra, habida cuenta de que este término se compadece mejor con una actividad que no tiene por qué remitir a la originalidad y la autoría, sino más bien a criterios de eficacia y coordinación en el marco de complejos sistemas socio-técnicos. En cualquier caso, desde el punto de vista de la creatividad, hay una evidente tensión entre obra e instalación. Convencionalmente, es la obra la que interpela al creador. Acudiré a otro ejemplo del ámbito de la hidráulica para continuar con la argumentación.



Ilustración 3

Urbidea, Nestor Basterretxea, 1994. Fotografía de Nader Koochaki.

La escultura Urbidea, traducida “Camino de agua”, que su autor, Néstor Basterretxea, ingeniero, al igual que Benet, definía como “embudos abiertos hacia el cielo”, se hizo a medida que se levantaban los muros de contención de la presa de Arriarán en Gipuzkoa. Curiosamente, en este caso, la obra tiene, aparte de su función simbólica, la función de ocultar la instalación, puesto que acoge en su hueco la sala de máquinas, el taller, los vestuarios y demás infraestructuras de la presa. La obra se resuelve en un astuto doble movimiento. Uno poético, cuando simboliza (por no decir sacraliza), apropiándoselo, envolviéndolo, el curso del agua, y viene así a proclamar: “esto no es una presa”. El otro, más prosaico, pero sin duda más eficaz, consiste en ocultar el dispositivo, en cierto modo brechtiano, de la instalación, que nos recuerda permanentemente: “esto es una presa.”.



Ilustración 4

Política Hidráulica, Ibon Aranberri, 2007. Cortesía del artista.

“Política Hidráulica” de Ibon Aranberri, presentada en 2007 en la Documenta 12 de Kassel, es un trabajo que apunta en una dirección diametralmente opuesta. Se trata de una instalación artística en la que se acumulan, a modo de archivo fotográfico, imágenes aéreas de presas y pantanos construidos en España entre las décadas de 1950 y 1960, que fueron tomadas por fotógrafos profesionales por encargo de varios consorcios industriales u organismos oficiales. El esfuerzo es aquí el inverso. Si Basterretxea emplea el gesto artístico para naturalizar la presa, Aranberri, valiéndose de la ambigüedad de la noción de “obra”, desnaturaliza el gesto artístico de la manera más contundente: otorgando literalmente el estatuto de obra a las obras, es decir, a las instalaciones. En cualquier caso, el cuadro que obtenemos está atravesado por la paradoja:

a. Nos encontramos ante una instalación que se concibe como obra (Benet), una obra que se despliega como instalación (Aranberri) y, entre medias, una obra cuyo objetivo es ocultar una instalación (Basterretxea).

b. Tenemos un ingeniero como Benet reclamando, llevado por la inercia de su condición de escritor, la autoría de las obras de ingeniería en las que ha participado, y un creador como Ibon Aranberri acudiendo a las obras de ingeniería para producir su obra y desaparecer en el proceso.

c. En un caso, el ingeniero añora al creador, en el otro es el creador el que reclama al ingeniero.

d. En el primer caso se reivindica la creatividad individual en el contexto de una obra colectiva. En el segundo, se soslaya la creatividad y la autoría mediante la apropiación, a modo de instalación, de una tarea colectiva.

Aura y mantenimiento de la identidad



Ilustración 4

La fundición (fragmento), Aurelio Arteta, 1919.

En 1923, el arquitecto vasco Ricardo Bastida, responsable de la construcción de la sede madrileña del Banco de Bilbao, encarga al pintor bilbaíno Aurelio Arteta la realización de una serie de frescos que cubrirían el vestíbulo del edificio. La fuente de inspiración de los frescos será la poesía titulada “El esfuerzo”, de un escritor belga, Emile Verhaeren, que tuvo cierto predicamento en el País Vasco en aquella época, de la que la obra toma su título. Los murales de Arteta se integran en una columnata de alabastro de suerte que las imágenes se despliegan a modo de escenas o viñetas. La obra vendría a ser una alegoría del espíritu emprendedor de principios del siglo XX, encarnado en el hombre vasco. Así, las actividades reflejadas en el fresco van desde la minería y la agricultura, a los astilleros, pasando por la imagen que se reproduce en estas páginas: la fundición.

El estilo en el que se encuadra la obra de Arteta se ha dado en llamar “etnosimbolismo vasco”. Se trata de una corriente estética que tiene como función principal representar una identidad, una forma de ser, asociándola a determinadas figuraciones cargadas de valores como, en este caso, el trabajo, el esfuerzo, la honestidad, etc., que le otorgan aura, tanto a la propia obra de arte, como a la identidad que trata de simbolizar. En este sentido, por más que coquetea con los nuevos lenguajes estéticos de la vanguardia europea, sobre todo con el cubismo, el etnosimbolismo de Arteta sigue, en su labor mitopoiética, otorgando más importancia al significado o al contenido narrativo de la obra que a su estructura o forma. “El esfuerzo” tiene, antes que nada, la función de vehículo del mito, de un “relato simbólico que nos reafirma en una interpretación inequívoca de nuestra historia, nuestra tradición, nuestra manera de entender el presente y nuestra identidad colectiva, (…) [ratificando] los discursos y las ideologías dominantes, para apuntalar las representaciones dominantes de la comunidad” (Mendizabal, 2014: 109). Se trata de producir un imaginario de lo vasco y de naturalizarlo para después movilizarlo políticamente; una suerte de esencialismo estratégico (Landry & Maclean, 1996), que afirma que sólo se puede hacer si se es algo, que la acción está siempre fundada en una posición identitaria férrea (Smith, 2000).

Esta representación de la manera ideal de ser vasco, concebida como compendio de tenacidad y afán de superación de las adversidades, dota a la obra de Arteta de cierto titanismo que podría resonar con el eslogan al que me referí más arriba: un país pequeño con una gran identidad. Si los analizásemos con arreglo a las modernas técnicas de marketing, los frescos de Arteta podrían considerarse una operación de marca-país avant la lettre: somos lo que hacemos y lo hacemos bien. El vestíbulo del Banco de Bilbao torna, así, una suerte de escaparate de la identidad vasca, el lugar en el que ésta muestra sus rasgos esenciales.

Ahora bien, la interpretación de “El esfuerzo” de Arteta depende de si la vemos como un relato iconográfico dispuesto circularmente, un compendio de obras separadas por columnas de alabastro prestas a ser contempladas, en un espacio seguro y protegido que hace las veces de galería, por un par de ojos incorpóreos, o la tomamos, más bien, como una suerte de instalación —también avant la lettre— que envuelve al público. En este segundo caso, las columnas no serían los elementos que enmarcan, separándolas, las viñetas, sino que pasarían a conformar, como ocurría con la trama de hilos que anclaba a las paredes de la galería las esferas de la instalación de Saraceno, el costillar que conecta la exhibición de la titánica identidad vasca a la estructura del edificio, con el efecto de marco que ello comporta: paradójicamente, el trabajo duro, lo industrial, se vincula mansamente, escamoteando todo conflicto, con la trama financiero-comercial del banco, consumando así la movilización de una idea de ethnos que tiene por objeto, más incluso que la celebración de una identidad colectiva, el apuntalamiento del triángulo Nación/Estado/Mercado. En una operación de “autenticidad escenificada” (MacCannell, 2007), cuanto más crudamente, más en primer plano, se muestra el trabajo, más se oculta la lógica que rige el mural de Arteta. La obra oculta el trabajo de fragua precisamente mostrándolo, como se aprecia en “La fundición”, a mayor gloria de su desmaterialización. El trabajo se estetiza presentándolo como un rasgo central de una identidad perfectamente perfilada, que no requiere de esfuerzo alguno para existir y que en adelante pasará a expresarse en el código, refractario al cambio, del costumbrismo. Entretanto, los fundamentos contextuales/institucionales están agazapados a la espera de que un espectador avieso deje de contemplar frescos intercalados entre columnas y empiece a observar columnas separadas por frescos. Hasta bien eso no ocurra, obra y trabajo, dimensiones que son perceptibles en un mismo plano en el contexto de una instalación, quedan disociados.

“El esfuerzo” de Arteta consta de figuraciones que tienen una enorme fuerza performativa y aurática. No describen solamente una manera de ser. Contribuyen, más bien, a producirla. Son más prescriptivas que descriptivas. Esta manera de ser (y la moral a ella asociada, sobre todo en relación con el trabajo) reaparecerá como un eco constante a lo largo de la historia del arte vasco, como se puede apreciar en esta imagen de Eduardo Chillida trabajando en la forja, que se mimetiza prácticamente el cuadro de Arteta, y que ha servido junto a otras de un tenor similar para apuntalar el oxímoron de la Nueva Escultura Vasca: el trabajo duro que lleva a la expresión liviana.



Ilustración 5

Eduardo Chillida trabajando en la forja.

La diferencia entre ambas imágenes reside en que, en el caso de la Nueva Escultura Vasca, de la que es uno de los principales representantes Chillida, el trabajo de forja se muestra en el contexto de producción de la obra, separada de ella. Trabajo y obra, una vez separadas, se autonomizan. La obra, en cierto modo, se encripta. Despojada del esfuerzo que la hizo nacer, adopta una consistencia casi aérea que hace que se incremente exponencialmente su potencial mitopoiético, prestándose de paso para su exhibición en el cubo blanco de la galería, en ese espacio neutro, aséptico, separado del mundo, volcado a lo intemporal, a la contemplación pausada, y cargado de tintes pseudo-religiosos del que habla Brian O’Doherty (Alonso, 2013). Por su parte, el esfuerzo del artista, tanto el físico como el intelectual, se disocia de la obra y pasa a ser exhibido en espacios-tiempo ad hoc, que en términos funcionales no difieren mucho del laboratorio científico (el “Laboratorio de tizas” de Oteiza es un caso paradigmático, que indica la transformación de una obra en “propósito experimental”, lo que es decir en proyecto de investigación estética), o del parque temático, como ocurre en el caso de Chillida Lantokia, (traducido Fábrica [de] Chillida, también conocido como Chillida Space), un espacio típicamente postmoderno dedicado a la relación que la obra de Chillida tiene con el entorno fabril.



Ilustraciones 6 y 8

respectivamente, Chillida Lantokia y el Laboratorio de Tizas de Oteiza.

Como dice la guía de esta fábrica-instalación, Chillida Lantokia es un espacio donde se encuentran, juntos pero no revueltos, el arte y la industria. “Una fábrica es transformada y renovada con la única intención de servir de entorno funcional, sin ánimo de embellecimiento. Un entorno que habla por sí mismo, el tipo de espacio que acogió la actividad artística de Chillida”3. De un lado la obra, los artefactos identitarios, encarnaciones del mito, que se muestran, aisladas de su contexto de producción, en el cubo blanco del museo o la galería, a ojos cautivos que la contemplan mesmerizados a causa del misterio que encierran. De otro la instalación, en sus declinaciones “laboratorio” y “fábrica”, mostrada asépticamente como si de una meta-obra o un publirreportaje se tratara. El esfuerzo, o bien se escamotea en el cubo blanco del museo, o bien se exhibe, en una operación de autenticidad escenificada, con todo lujo de detalles, una vez es aislado en el parque temático.

El producto del “esfuerzo” de artistas como Eduardo Chillida se materializa en una serie de artefactos escultóricos que remiten a las esencias identitarias vascas. Son obras impenetrables, crípticas. Como la serie Lurrak (Tierras) de la que vemos un ejemplo en la ilustración 9. Por cierto, el uso del euskera para designar las obras contribuye a la encriptación de la obra. Las Tierras de Chillida son auténticas cajas negras de la identidad. Remiten, literalmente, a una territorialidad o a un enraizamiento cargado de una poética esquiva y mítica. Con la abstracción, la forma se depura. El trabajo, y todo lo que a él remite, se evacúa. La abstracción produce la escisión de obra y trabajo, dotando a la obra de un aura redoblada de misterio. Esta escisión desarma la posibilidad misma de que la obra torne instalación, en cuyo caso mostraría los resortes que encriptan su misterio.



Ilustración 9

Lurra LXXIII, Eduardo Chillida, 1981. Archivo del Museo de Bellas Artes de Bilbao.

Nos encontramos ante “cajas negras” escultóricas que por más que amagan el gesto de abrirse, como se puede observar en las cajas metafísicas de Jorge Oteiza —de quien traemos aquí una Caja vacía como ilustración de nuestro argumento—, conservan intacta cuando no ven incrementada su condición mitopoiética, su labor de producción de mitos identitarios, pese a emplear, paradójicamente, un lenguaje estético internacional, cosmopolita y anti-esencialista como el del constructivismo. Asier Mendizábal señala de manera certera cuál es la fórmula de este juego en cierto modo barroco de mostrar ocultando y ocultar mostrando: una “peculiar dualidad en el proyecto de la escultura vasca, que es, por un lado, experimentación abstracta, no significante y que, por otro lado, asume una función simbólica evidente, una relación siempre problemática entre forma y contenido, significante y significado” (Mendizabal, 2014: 123). La escultura tiene una relación peculiar entre significante y significado: en cierto modo opera a modo de catacresis, esa figura retórica en la que se da una relación de no correspondencia entre uno y otro. La escultura puede ser un “ensayo geométrico” que muta, sin transición, “en estela, en cruz, en memorial, en tumba, pero también en metáfora mucho más compleja de una realidad histórica en ese momento aun dolorosamente abierta” (Mendizabal, 2014: 125).



Ilustración 10

Caja vacía. Conclusión experimental Nº 1, Jorge Oteiza, 1958. Archivo del Museo Bellas Artes de Bilbao.

En 2009, se acometieron los trabajos de limpieza y mantenimiento de una escultura de la serie “Desocupación de la esfera” de Jorge Oteiza, instalada frente al Ayuntamiento de Bilbao, concretamente la Variante ovoide de la desocupación de la esfera. La limpieza de la escultura se hizo in situ porque la altura y el peso de la misma (7,85 metros y 20 toneladas) hacían inviable su transporte. El objetivo de la actuación era aplicar a la escultura una nueva pátina con la que se obtendría un óxido más homogéneo, eliminando la oxidación irregular que sufría la pieza desde que se instaló, en razón de que se le había aplicado un barniz inadecuado. Para la limpieza se instaló un andamiaje a modo de carpa blanca que impedía ver el desarrollo de las operaciones. La razón de la instalación de la carpa, según se esgrimió desde fuentes oficiales, fue evitar molestias a los viandantes, ya que el tratamiento al que se iba a someter a la escultura exigía el empleo de sustancias de alta toxicidad.

Si bien no dejaban de ser razonables las medidas securitarias esgrimidas por el Ayuntamiento de Bilbao, no lo es menos la sospecha de que en la decisión de ocultar tras una carpa las labores de mantenimiento de la escultura de Oteiza pudo haber influido, acaso inconscientemente, el sentimiento de pudor que toda manipulación de la obra genera en quienes siguen entendiendo el arte como una actividad con valor aurático. El arte, para quienes así lo entienden, ha de ser una caja negra (en este caso una carpa blanca): sólo nos es dado contemplar el resultado, la obra acabada, presta para su exhibición, mientras se nos oculta lo que ha ocurrido dentro, en el taller o estudio del artista. Dado el enorme tránsito de viandantes en la zona en que está emplazada la escultura, la carpa blanca supuso una oportunidad perdida para evidenciar que la obra de arte no es producto exclusivo de un gesto creativo, sino de todo un entramado socio-técnico, que la visión heroica del artista ha tendido a escamotear, que pone en evidencia que el arte está tan necesitado de aura como de mantenimiento. Y lo mismo ocurre con la identidad: esa es la gran lección de la Nueva Escultura Vasca.



Ilustración 11

Reparación de la escultura Variante ovoide de la desocupación de la esfera, de Jorge Oteiza, frente al Ayuntamiento de Bilbao.

Creatividad: de las artes a los artefactos

Se va dibujando en nuestro recorrido un desplazamiento que va de la obra aislada, expuesta en el altar del cubo blanco, a la instalación, pero no como mero estilema, como reflejo automático del campo expandido en el que se ha convertido la escultura contemporánea (Krauss, 1979), sino como un síntoma cierto de la necesidad de abrir reflexivamente la obra a un terreno en el que sea cada vez más difícil ocultar su entramado. En este sentido, el arte de la instalación pone en riesgo la autonomía de la obra y la univocidad de su significado: abre, en cierto modo, la caja negra de la obra. Pero para dar este salto conceptual es preciso hacer referencia brevemente a uno de los ejes discursivos centrales del arte contemporáneo, el giro formalista que ya desde las vanguardias históricas de principios del siglo XX quiere llevar al arte a un territorio que se sitúa más allá de lo representacional.

Las vanguardias históricas constituyen un primer intento de desafiar la identidad del arte en tanto que disciplina de conocimiento y producción de realidad. Baste con apuntar que, por influencia de las vanguardias, la pregunta a la que ha tratado de dar respuesta el arte a lo largo del siglo XX ha sido precisamente la pregunta por su identidad: ¿Qué es arte? ¿Es esto (una obra de) arte? Con las vanguardias asistimos a un giro formalista por el cual se da una ruptura con los métodos y las prácticas heredadas del arte burgués, lo que traerá consigo el repudio de una representación que, al transcenderse, revela una profundidad de sentido. “A partir de entonces será el discurso plástico, es decir, la articulación formal y material de la pieza, el que estará cargado de intenciones, reflexiones y pensamientos”4. Giro formalista mediante, el arte contemporáneo se convierte en gran medida en una actividad con vocación ontológica y autorreferencial: se vuelve especulación sobre lo que el arte es, sobre sus condiciones de posibilidad. El ejemplo más palmario de esto son los ready-mades de Marcel Duchamp, auténtico caballo de batalla de la crítica conservadora, por el desafío que supone que determinados artefactos banales (señuelos, por cierto, de identidades banales) quieran pasar por obras de arte. De un arte esencial, rodeado de prohibiciones, pasamos a la exaltación de la condición performativa de la actividad artística: todo objeto es, en potencia, un arte-factum desde el momento en que hace arte.

Todo ello, sabido es, acarrea una profunda desestabilización de los criterios de validez del arte y no poco desconcierto. Dado que ya no hay, dirán muchos críticos y comentaristas, una escala de valores compartida en torno a lo que la obra de arte es, la solución al enigma pasa, como ha propuesto Félix Ovejero (2014), por la operación, ciertamente involucionista, de volver a la identidad del creador, apelando a su compromiso y ejemplaridad.

Una vía más prometedora es sin duda observar de una manera desprejuiciada el modo en que se despliegan estas controversias en el trabajo de aquellos artistas que, siguiendo la estela de las propuestas vanguardistas, han profundizado en este giro formalista, utilizando sus obras deliberadamente como arte-factos. En relación a lo que en este texto me interesa, a saber, las relaciones entre identidad y arte, me voy a referir a una serie de artistas vascos que, toda vez que tocan la problemática de lo identitario en sus trabajos, llevan a cabo lo que se puede denominar un doble hackeo: el de la identidad del arte (art-hacking) y el del arte de la identidad (identity-hacking).

Lo común a todos ellos es, en efecto, un desplazamiento, tímido en algunos casos e implícito en la mayoría, pero muy significativo, hacia una suerte de proto-instalación; o lo que es lo mismo, una huida de formatos groseramente mitopoiéticos. Esta deriva hacia la instalación les facilita la problematización de las cuestiones formales y la especulación en torno a las condiciones de enunciación de la obra. En una palabra, hablar de arte, de sus condiciones de posibilidad: les permitirá hablar no sólo del qué, de una realidad externa a la que el arte remite y de la que inevitablemente tiene que dar cuenta, sino también del cómo. Son todas ellas propuestas que se van a mover en la problemática de la identidad y van a movilizar artefactos identitarios que esclarecerán cómo se ha producido identidad a través del arte en el País Vasco. Son en buena parte, pues, propuesta post-identitarias (o meta-identitarias, pues hacen identidad hablando de sus condiciones de posibilidad) que, en un contexto como el vasco, en el que lo identitario, sobre todo en su declinación étnico-política, tiene una extraordinaria centralidad, casi un carácter de super-signo, amagan propuestas hiper-identitarias, algunas de ellas paródicas, a sabiendas de que esta hiper-identidad no es fruto de un proceso natural, sino algo construido, naturalizado.

Para abrir la caja negra de la identidad se precisa, pues, abrir la caja negra del proceso creativo; superar el estadio de la obra como reflejo y representación de una realidad externa, en este caso de una identidad ya dada, sea esta grande o pequeña. Se han de dar dos condiciones para que este proceso se consume:

a. Que la obra de arte pierda paulatinamente su función simbólica y representativa respecto de lo identitario.

b. Que se amplíe el campo de batalla de la obra (y de lo identitario) mediante nuevos ensamblajes que harán la función no de referentes, aquello que está por la identidad, sino de artefactos identitarios, aquello que produce identidad.



Ilustración 12

Sin título, Kalero, Asier Mendizabal, 2009. Cortesía del artista.

Pongamos un ejemplo para ilustrar la pérdida de la función simbólica de la obra de arte. Se trata de la instalación Sin Título, Kalero de Asier Mendizabal, que pivota en torno a una suculenta anécdota. En 2008, la Audiencia Nacional de Madrid dio la orden de retirar la denominación oficial de un parque de la localidad guipuzcoana de Hernani por estar dedicado a José Manuel Ariztimuño, alias Pana, un militante de ETA muerto en 1981. Junto con la placa que contenía la denominación del parque, y en su afán de hacer desaparecer del espacio público todo indicio que remitiese a lo que el Juez calificó como “validación del uso de la violencia para la consecución de fines supuestamente políticos”5, la policía autonómica vasca arrancó del pedestal en el que descansaba una escultura de acero corten que, por su tipología, dedujo que pertenecía al mismo lote conmemorativo. Con posterioridad se supo que la escultura nada tenía que ver con el personaje que daba nombre al parque, y que su función, más que la de conmemorar, era la de “ornamentar” el parque, pues tal era el término que se empleaba en las bases del concurso, convocado en 1987, del que la pieza sacrificada, obra del escultor local Txema Kalero e irónicamente titulada “Sin título”, resultó ganadora. La peana, que en su instalación Mendizabal fotografía con afán casi periodístico, quedó como clamoroso testigo de la metedura de pata.

Sin título, Kalero de Mendizabal, constituye una suerte de re-enactment de aquellos sucesos. Como se puede apreciar parcialmente en las ilustraciones que se adjuntan, la “instalación” consta de la citada imagen fotográfica en blanco y negro de la peana, tal como quedó tras la sustracción de lo que le otorgaba función y sentido, y de una reproducción de ésta, dispuesta horizontalmente, sobre la que descansan, convertidas en delirantes esculturas en miniatura, varias réplicas de la pieza metálica o elemento funcional que sujetaba la escultura arrancada a la peana.

La anécdota da más juego si, como el propio artista sugiere, no es tomada como pretexto para una denuncia, sino como eso que los científicos duros llaman una serendipia (serendipity), un hallazgo casual que abre nuevas y más productivas vías en un proceso de investigación. Así, el involuntario gesto hermenéutico de la Ertzantza6 indica que el signo escultórico, marcadamente abstracto, es, en términos retóricos y pragmáticos, como se apuntaba más arriba, una catacresis: lo mismo vale para un roto (conmemorar una muerte) que para un descosido (ornamentar un parque). En su sustancial indefinición, es decir, habida cuenta que no remite de forma clara a un referente concreto, la escultura puede, llevada al extremo, significar una cosa y su contraria. En palabras de Mendizabal, “la actualización en los años sesenta del imaginario identitario de lo vasco por parte de unos artistas que trabajaban en claves analíticas más deudoras del constructivismo formal que de un esencialismo nacionalista en las referencia, conllevó, por circunstancias históricas, una asunción en clave popular de la eficacia política de su lenguaje visual abstracto, una aceptación de sus imágenes como símbolos” (Mendizabal, 2014: 115). La anécdota pone en evidencia que el arte abstracto vasco, esa pléyade de formas orgánicas o geométricas, generalmente de acero corten —no por casualidad, sino en permanente remisión al “esfuerzo”, esto es, a un irreprimible imaginario fabril—, que en los tiempos postmodernos que corren lo mismo se utilizan para embellecer rotondas que para convocar esencias identitarias, son meros estilemas, “significantes vacíos” que flotan en lo que Peirce llamaba la semiosis ilimitada, hasta que se fija su significado hegemónico, el super-referente al que en adelante todas ellas, sin excepción, remitirán. Huelga decir que hasta hace bien poco ese super-referente era el llamado “conflicto político vasco”.

La instalación de Mendizabal exprime la anécdota para sacarle todo el partido de cara a desestabilizar la función simbólica de la escultura, en este caso la conmemorativa o la identitaria. En tanto que habla de las condiciones de posibilidad de lo escultórico, la instalación se resuelve como meta-escultura, como una (no)escultura que habla de la escultura. La escultura es la propia peana, el elemento funcional: obra e instalación resultan ser una y la misma cosa. Si el arte se despliega en gran parte como política del arte, evidenciando el proceso por el cual algo llegar a ser considerado arte, la identidad lo hace como política de la identidad, como el proceso por el cual se llega a ser.



Ilustración 13

Horizontes, Ibon Aranberri, 2008. Cortesía del artista.

La desaparición de la peana libera al signo (incluso a la misma peana en tanto que signo). Lo desenraiza. Lo vuelve aéreo y maleable, como se puede observar en Horizontes, una instalación de Ibon Aranberri en la que el artista se apropia de algunos iconos de la tradición artística vasca, que originariamente tenían un gran peso gravitatorio, y que con el paso del tiempo se aligeran, convirtiéndose en anagramas de instituciones, medios de comunicación o movimientos populares. En Horizontes, Aranberri eleva estos signos, convenientemente modificados, a su nueva condición de banderines de verbena, pervirtiendo la lógica tanto de la identidad como de la conmemoración. La pérdida de la función simbólica del arte libera al signo, provocando su proliferación y desestabilizando, como dice Judith Butler (2007), no solamente la obra original, sino la idea misma de originalidad, a través de su repetición paródica, subversiva; a través de una repetición generadora de diferencia. La vanguardia artística vasca de los Chillida y los Oteiza, que surge en tiempos en los que la política estaba sobredramatizada, y que en buena parte gracias a esa sobredramatización es capaz de destilar la identidad a base de objetos artísticos de gran densidad simbólica y formal, ve cómo sus obras de arte son convertidas en logotipos cuando, con el advenimiento del proceso de institucionalización política, estos signos son reclamados desde la oficialidad como emblemas, mejor dicho como marcas, de lo vasco, de esa forma de hacer y de ser que trataba de representar la “La fundición” de Arteta.

La repetición de Horizontes, esa imposible repetición de lo mismo, indica irónicamente que sólo una identidad que sabe parodiarse, que cambia constantemente, que genera diferencias y está abierta a la contingencia, es decir, una identidad que sabe mostrar su debilidad, tiene realmente fortaleza. Asistimos a un proceso de desdramatización con base en la apropiación y la repetición paródica de determinados signos que antes se tenían por eternos, auráticos, no replicables, y a su conversión en artefactos identitarios, en el caso de Horizontes en banderines de fiesta. Jaia bai borroka ere bai (Fiesta sí, lucha también) y Martxa eta Borroka (Marcha y Lucha) se decía en aquellos tiempos: la fiesta no está reñida con la lucha. De la instalación de Aranberri se sigue una nueva declinación de este eslogan: una vez abierta la caja negra del arte identitario vasco, si se me permite emplear esta denominación, acaso demasiado contundente, la lucha se dirime en el ámbito de la codificación, en el campo de batalla de una política de la significación que bascula entre lo serio y lo lúdico; entre lo esencial y lo performativo; entre cajas negras y cajas blancas.

Abriendo la caja negra de la identidad

El término cajanegrizar, es un término procedente de los Estudios Sociales de la Ciencia y la Tecnología. Es una traducción literal del inglés blackboxing y viene a señalar, en palabras de Bruno Latour (Latour, 2001: 362), el camino mediante el cual el trabajo científico o técnico —al que podríamos sumar el trabajo artístico— se vuelve invisible a causa de su propio éxito. Cuando una máquina funciona eficientemente o un hecho está establecido con firmeza, uno sólo necesita concentrarse en los beneficios que genera y no es su complejidad interior. Así sucede que, paradójicamente, cuanto más éxito obtienen la ciencia y la tecnología —y el arte— más opacas se vuelven.

Si la caja negra es un dispositivo de ocultamiento, las cajas blancas son su exacto contrario: son pruebas que se realizan sobre las funciones internas de una caja negra, haciendo transparente su funcionamiento. La caja blanca descubre el algoritmo mediante el cual funciona la caja negra, aquello que nunca se conoce porque de que no se conozca dependerá, precisamente, su éxito.

El escultor Txomin Badiola, discípulo de Jorge Oteiza y reconocido intérprete de su obra (2016), se traslada a Londres y más tarde a New York tras concluir en 1988, en la Fundación Caja de Pensiones de Madrid, una ya mítica exposición sobre el artista de Orio, titulada “Oteiza. Propósito experimental”, cerrando con ello una importante etapa de su trayectoria artística. La primera pieza que realiza Badiola en su exilio artístico neoyorkino es MD3 (1990), que supone una ruptura con su trayectoria anterior y una ampliación de su particular campo de batalla artístico. La pieza funciona como una pequeña declaración de intenciones de lo que será su obra los años por venir. En ella, Badiola se limita a ensamblar, casi a poner seguidos, sin ninguna intención articulatoria, tres signos muy diversos: una maqueta en madera de una obra característica de su escultura "constructivista" de los 80, de clara influencia oteiciana, la imagen de un objeto corriente (un exprimidor) y, finalmente, una impresión a partir de un recorte de periódico en donde, con gráficos y textos, se explican unos disturbios carcelarios. Si no fuera porque el alcance de la operación es otro, MD3 se haría eco, casi literalmente, de la cita de Lautremont de la que echó mano Max Ernst para dar cuenta del algoritmo del surrealismo7.



Ilustración 14

Bañiland 6, Txomin Badiola, 1990-92. Cortesía del artista.

Según ha manifestado el artista8, la intención al establecer tal contigüidad entre estos signos era señalar la falta de jerarquía entre ellos, el hecho de que son lo mismo (que la escultura constructivista, por ejemplo, tiene el mismo valor en tanto que signo que el exprimidor), e impedir así una articulación orgánica entre los tres elementos: “evitar una dosificación de sus semejanzas y diferencias que propendiera a una suavización de la brechas en la significación que produce la mera proximidad de unos signos con otros”.

Bañiland 6, responde al mismo algoritmo de contigüidades blasfemas (Martínez de Albeniz, 2007), impropias, entre elemento disímiles. Puede considerarse a todos los efectos un artefacto artístico e identitario. La obra es un ensamblaje de tres elementos (signos) recurrentes en la producción de Badiola: el cuadrado negro sobre blanco de Malevich, un esquema gráfico extraído de la prensa diaria, que relata un controvertido episodio en el que estuvieron implicados un comando de ETA y la Guardia Civil, y una fotografía de un grupo de rock al que Badiola perteneció en su juventud. Más que el funcionamiento de cada uno de los signos por separado, lo realmente relevante de esta pieza es la relación que se establece entre ellos una vez se articulan en el mismo plano discursivo, pues es a partir de esta articulación cuando el artefacto empieza a producir identidad de una manera imprevista. Las imágenes se yuxtaponen, se complementan, se oponen, se interfieren, creando una sintaxis novedosa. Pese a que son signos fácilmente decodificables individualmente, sobre todo por parte de una determinada generación, puesto que en su calidad de iconos remiten a campos temáticos bien delimitados —el cuadrado de Malevich al mundo del arte, la fotografía del grupo musical a la cultura pop, y el gráfico de prensa al “conflicto político vasco”—, no lo son tanto cuando se presentan de forma contigua, como si de una enumeración se tratara.

En tanto que enumeración, Bañiland 6 tiene un carácter performativo. Enumerar no es nunca una operación inocente, sino que implica importantes desplazamientos de sentido. La lógica que opera en este ensamblaje de códigos y referencias es una lógica de la sobredeterminación, en la que la identidad de cada uno de los componentes de la secuencia no logra ser plenamente fijada. Toda literalidad aparece constitutivamente subvertida y desbordada:

“En la medida en que, lejos de darse una totalización esencialista y una separación no menos esencialista entre objetos, hay una presencia de unos objetos en otros que impide fijar su identidad. Los objetos aparecen articulados, no en tanto que se engarzan como las piezas de un mecanismo de relojería, sino en la medida en que la presencia de unos en otros hace imposible suturar la identidad de ninguno de ellos” (Laclau y Mouffe, 1987: 118).

La eficacia del artefacto viene dada seguramente por la versatilidad de uno de sus componentes: el cuadrado negro sobre blanco de Malevich. En lo que a su identidad se refiere, el cuadrado negro funciona como una catacresis. Puede significar cualquier cosa y nada a la vez. De hecho, en el mundo del arte, ha sido utilizado, según advierte el propio Badiola, como un logo ubicuo o como icono del fin del arte. Es, pues, un signo polivalente y ambiguo (Badiola, 2002. 34). Ahora bien, la versatilidad del cuadrado negro, que formalmente sugeriría una caja negra, no estriba en su ambigüedad, sino en la capacidad de articulación que esa ambigüedad le otorga. En este sentido, lejos está de ser arbitraria o casual su disposición central en Bañilan 6: sólo desde su posición central puede trabajar como articulador de los signos que se disponen en torno suyo. No es central porque sea el signo más enjundioso, una suerte de supersigno que eclipsa al resto. Es central por su conectividad. Por su radical complementariedad.

El cuadrado negro no funciona, aunque pueda parecerlo, como caja negra sino como su contrario; como un gozne que propicia el ensamblaje de elementos dispares, cuando no antagónicos: la seriedad del conflicto político (borroka-lucha), representada por el gráfico de prensa, y la banalidad del mundo del pop que transmite la foto del grupo de rock (jaia-fiesta). En todo caso, sería una caja negra que ha mutado en caja blanca, porque muestra sin tapujos el algoritmo por el cual la pieza (y a su través la identidad) funciona. El cuadrado negro es, más allá de sus significaciones virtuales, articulación pura: significante vacío. Sólo así hace su trabajo de facilitador de ensamblajes promiscuos, bastardos. Es así como la obra de arte se vuelve artefacto. Hace arte e identidad a la vez.



Ilustración 15

Ethnics, Ibon Aranberri, 1998. Cortesía del artista.

Ethnics de Ibon Aranberri es otro ejemplo de artefacto meta-escultórico, pero el mensaje que lanza es si cabe más disruptivo. Se trata de una instalación, acompañada de un manual de instrucciones para el montaje, formada por materiales y objetos banales (cajas de leche, pilas, tubos de plástico, etc.) colocados a la manera de los displays policiales. Ethnics de Aranberri parece insinuar que la identidad étnica es literalmente eso, una instalación. Sólo ensamblando las distintas partes se logra completar la identidad étnica (como se lograría construir la bomba que subyace en el subtexto paranoico de la obra).

Ethnics es en sí misma una suerte de caja de herramientas de la identidad. Si se me permite la expresión, un laboratorio de la identidad: es un artefacto identitario autorreferencial toda vez que pone en evidencia la propia (e inevitable) artefactualidad de la identidad. En ella, la identidad no está presente en un primer plano como obra, como una esencia a representar, sino como algo a ensamblar, a hackear, siguiendo una serie de instrucciones. Pero lo más significativo de Ethnics es que no lo hace a base de objetos cargados de sacralidad o politicidad, sino de objetos banales, objetos encontrados. Objetos que pertenecen más al negociado de los ingenieros, diseñadores o artesanos, que al de los políticos, los ideólogos y los artistas. En suma, Ethnics es un ready made identitario: repolitiza la identidad confrontándola a una operación de bricolaje al alcance de cualquiera y sustrayéndola, de paso, a quienes tradicionalmente han sido sus valedores y legítimos custodios.

Conclusión

El arte vasco, como toda forma tradicional de arte, ha tenido históricamente la función de representar determinada forma de ser, produciendo para ello objetos artísticos que sintetizaban los rasgos más prominentes de la identidad vasca, tanto la individual como, sobre todo, la colectiva. Sabido es, asimismo, que en el ámbito del arte contemporáneo, se ha pasado, por influjo de las vanguardias, de ese arte de la representación, que se sostenía gracias a la cadena de significantes autoría-obra-aura-creatividad, a su exacto contrario, a otra forma de arte basada en la cadena “muerte del autor”-instalación-mantenimiento-ensamblaje.

Esta crisis de la representación o la pérdida, mejor dicho, por parte del arte, de su función representativa ha “contaminado”, también, el modo de abordar las cuestiones identitarias. Si, a lo largo del siglo XX, el arte, sobre todo el conceptual, se despliega a la manera de una política del arte, preguntándose por su propia identidad, haciendo de ésta, de la pregunta sobre qué es arte, su objeto, y poniendo, de paso, en evidencia el proceso por el cual algo llegar a ser considerado como tal, con la identidad sucede lo mismo: se atiende no tanto a lo que se es, sino al proceso por el cual se llega a ser. Identidad y arte se intersectan en este punto: si la modernidad centraba su mirada en la identidad como producto acabado en el que reflejarnos, la postmodernidad se enreda deliberadamente en la trama que produce esa identidad, lo que es decir en las políticas de la identidad.

Utilizando un símil artístico podríamos decir que si la modernidad se centra en la obra, la posmodernidad lo hace en la instalación. Así, desde la perspectiva constructivista o anti-esencialista del arte contemporáneo, se pone en evidencia que la noción de identidad de la que ha bebido la modernidad es una obra que escamotea su condición de instalación. De hacer, cosa que posibilita la instalación en tanto que máquina hermenéutica, visibles los mecanismos de producción tanto del arte como de la identidad, caeríamos en la cuenta de que, aunque suene paradójico, cuanto más incontrovertible es la identidad, más complejo es el entramado que la produce; cuanto más esencialista su concepción, más visibles sus procesos de construcción. En definitiva, cuanto más grande la obra, más consistente la instalación.

A lo largo de este artículo hemos analizado algunos trabajos de artistas contemporáneos vascos que dibujan un desplazamiento, en el arte vasco, desde la Nueva Escultura Vasca, que muestra la obra en el cubo blanco, de forma aislada, como representación de la identidad vasca, a la emergencia de nuevas formas de hacer basadas en la instalación, pero no como mero estilema, como una suerte de reflejo automático del campo expandido en el que se ha convertido el arte contemporáneo, sino como un síntoma cierto de la necesidad de abrir reflexivamente la obra y la identidad que representa a un terreno en el que sea cada vez más difícil ocultar su entramado.

La instalación artística opera, también en el arte vasco, como un dispositivo hermenéutico de visibilización del carácter artefactual y construido de toda identidad, activando por igual procesos de reflexividad social y artística. En este nuevo marco, la obra de arte no es más el producto exclusivo de un gesto creativo, por muy inspirado que este sea, sino de todo un entramado socio-técnico, que pone en evidencia que, por más que la visión heroica del artista ha tendido a ocultarlo, el arte, al igual que la identidad, está tan necesitado de aura como de mantenimiento. El arte de la instalación pone en riesgo la autonomía de la obra y la univocidad de su significado. El resultado es una suerte de ampliación del campo de batalla del arte vasco (y a su través de la identidad vasca) mediante ensamblajes que, más que funcionar como (nuevos) referentes de una identidad vasca que fagocita toda novedad, operan como artefactos identitarios: producen identidad de manera inédita porque, entre otras cosas, se saben produciéndola.

Referencias

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Martínez de Albeniz, I. (2007). Txomin Badiola’s work as a political device. In T. Badiola (Ed.), The Thinking Form (pp. 125-132). Saint Etienne: Musée d’Art Modern de Saint-Etienne Métropole.

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Notas

1 Este slogan encabeza la campaña de Basquetour, la agencia, dependiente del Departamento de Desarrollo Económico y Competitividad del Gobierno Vasco, que se encarga de la promoción turística del País Vasco. Consultable en: http://basquetour.net/archivos/descargas/DOSSIER_PRENSA_gral_2013_OK_2013_10_22_15_47_37.pdf. Última visita: 16/08/2016.
2 Declaraciones efectuadas en el programa “Autorretrato” de TVE. Consultable en: http://www.rtve.es/alacarta/videos/autorretrato/autorretrato-juan-benet/1929309/. Última consulta: 16/08/2016.
3 Disponible en: http://turismo.euskadi.eus/es/museos/chillida-lantoki/aa30-12375/es/. Última consulta: 06/07/2016.
4 Óscar Fernández y Paloma Polo. Consultado el 06-07-16 en: http://www.elestadomental.com/especiales/el-mes-del-arte/arte-contemporaneo-los-vencidos-los-perseguidos
5 Consultable en: http://elpais.com/diario/2008/06/06/espana/1212703206_850215.html. Última consulta: 09/02/2017.
6 Así es como se denomina el Cuerpo Policial de la Comunidad Autónoma Vasca.
7 “El encuentro fortuito de una máquina de coser y un paraguas en una mesa de disección es actualmente un ejemplo muy conocido, casi clásico, del fenómeno descubierto por los surrealistas de que la aproximación de dos (o más) elementos aparentemente extraños entre sí en un plano ajeno a ellos mismos provoca las explosiones poéticas más intensas”, escribía Max Ernst en Qué es el surrealismo.
8 Comunicación personal.


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