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Ficciones víricas y ficciones sacrificiales. Notas sobre biopolítica y contagio en España
Rethinking Viral and Sacrificial Fictions: Notes on Biopolitics and Contagion in Spain
Papeles del CEIC. International Journal on Collective Identity Research, núm. 1, pp. 1-27, 2018
Universidad del País Vasco/Euskal Herriko Unibertsitatea

Artículos de investigación. Monográficos

Usted es libre de: copiar, distribuir y comunicar públicamente la obra Bajo las condiciones siguientes: Reconocimiento — Debe reconocer los créditos de la obra de la manera especificada por el autor o el licenciador (pero no de una manera que sugiera que tiene su apoyo o apoyan el uso que hace de su obra). No comercial — No puede utilizar esta obra para fines comerciales. Sin obras derivadas — No se puede alterar, transformar o generar una obra derivada a partir de esta obra. Entendiendo que: Renuncia — Alguna de estas condiciones puede no aplicarse si se obtiene el permiso del titular de los derechos de autor Dominio Público — Cuando la obra o alguno de sus elementos se halle en el dominio público según la ley vigente aplicable, esta situación no quedará afectada por la licencia. Otros derechos — Los derechos siguientes no quedan afectados por la licencia de ninguna manera: Los derechos derivados de usos legítimos u otras limitaciones reconocidas por ley no se ven afectados por lo anterior. Los derechos morales del autor; Derechos que pueden ostentar otras personas sobre la propia obra o su uso, como por ejemplo derechos de imagen o de privacidad. Aviso — Al reutilizar o distribuir la obra, tiene que dejar bien claro los términos de la licencia de esta obra. El/la autor/a puede hacer libre uso de su artículo indicando siempre que el texto ha sido publicado en Papeles del CEIC. International Journal on Collective Identity Research y cualquier re-edición del mismo deberá contar con la autorización de la revista.

DOI: https://doi.org/10.1387/pceic.17729

Resumen: Este artículo examina los límites del discurso neoliberal tal y como se despliegan a lo largo de dos diferentes líneas narrativas, ubicuas en la cultura de masas de los últimos años: las ficciones de la infección vírica y las ficciones del sacrificio social. Las primeras incluyen películas sobre zombis y relatos sobre el contagio en general (28 Days Later, Land of the Dead, The Walking Dead, Contagion, Containment, Contracted, etc.); las segundas se centran normalmente en una civilización distópica cuya estabilidad sólo puede ser garantizada por el sacrificio de uno o varios de sus miembros, casi siempre bajo la forma de un juego (The Hunger Games, The Purge, The Cabin in the Woods, Elysium, The Thinning, or The Maze Runner). La atención que estas dos narrativas prestan a la inmunización las separa de aquellos relatos que se sustentan sobre la amenaza de —y el conflicto con— cierto género de alteridad, pero también las condena al callejón sin salida de la ideología neoliberal, donde el nuevo orden no parece dejar espacio a una alternativa viable. Como trato de mostrar, sin embargo, las ficciones víricas y las ficciones sacrificiales están ya asfaltando el camino hacia la superación de este callejón sin salida. Estudiando estas narrativas desde el punto de vista de dos hitos de la historia reciente española, el nacimiento de la telerrealidad a principios de los 2000 y el primer brote de ébola en 2014, defiendo que la ideología neoliberal es, en su forma más pura, un discurso traumático que sólo se puede manifestar como un estado de excepción siempre a punto de dar paso a otra cosa.

Palabras clave: Inmunidad, Comunidad, Zombis, Multitud.

Abstract: This article examines the limits of neoliberal discourse as deployed in two different narrative lines, which have become ubiquitous in mass culture over the last few years: fictions of viral infection and fictions of social sacrifice. The first ones include zombie movies and narratives of contagion broadly considered (28 Days Later, Land of the Dead, The Walking Dead, Contagion, Containment, Contracted, etc.); the second ones typically concern a dystopian civilization whose stability can only be guaranteed by the sacrifice of one or several of its members, usually under the guise of a game (The Hunger Games, The Purge, The Cabin in the Woods, Elysium, The Thinning, or The Maze Runner). These two narratives’ shared focus on immunization sets them apart from narratives that rely on the threat of —and conflict with— some form of otherness, but it also seems to condemn them to the dead end of neoliberal ideology, where the new order leaves no room for a viable alternative. As I intend to show, however, fictions of contagion and sacrificial fictions are already paving the way towards an overcoming of such dead end. By linking these accounts to two milestone moments of recent Spanish history, the birth of reality TV during the early 2000s and the first outbreak of the Ebola virus in Madrid in 2014, I try to demonstrate that neoliberal ideology is, in its purest form, a traumatic discourse that can only manifest itself as a state of exception, one that ultimately gives way to something else.

Keywords: Immunity, Community, Zombies, Multitude.

Cuando Aristóteles nos recordaba que la poesía es siempre más filosófica que la historia (en la medida en que la historia habla sobre lo verdadero, mientras que la poesía versa sobre lo posible), dejaba abierta la puerta a una elemental inversión materialista de esta distinción1. La inversión materialista consiste, lógicamente, en redoblar la apuesta del argumento aristotélico: en efecto, la poesía habla sobre lo posible y lo posible es más abarcador, y por tanto más “sabio”, que aquello que solo se ha verificado empíricamente como verdadero, pero es la historia la que establece las condiciones de posibilidad de lo posible, con lo cual sigue manteniendo un estatuto causalmente superior al que atesora la poesía. Ahora bien, el resultado de aplicar esta vuelta de tuerca no es, como podría pensarse, una emboscada determinista, sino más bien todo lo contrario. El mythos o fábula, resultado de la imitación de acciones posibles condicionadas por la historia, no constituye solo un ejemplo de la necesidad de lo posible, sino también, y sobre todo, una escenificación de la posibilidad de lo necesario: la posibilidad de desarrollar aquellas potencias inherentes a un cierto estado de cosas que permanecen irrealizadas y que son, en virtud de su previa determinación, históricamente plausibles. La lectura materialista de la dicotomía aristotélica historia/poesía nos recuerda, de hecho, algo fundamental acerca del ser de todo discurso narrativo. Nos recuerda que toda narrativa, en su inevitable disposición diegética, narra dos cosas: un estado de hechos y las potencias que ese estado de hechos despliega, desarrollando conflictos o proponiendo soluciones —muchas veces inadvertidas— a un problema que solo se puede dirimir narrativamente. Mi propósito aquí es ilustrar esta dialéctica de la verdad narrativa con atención a un tipo muy particular de narraciones, aquellas que durante los últimos años se han consolidado en el imaginario neoliberal como formas de lo que podríamos llamar el “paradigma inmunitario”. Al hacerlo, pretendo, por supuesto, explicar el funcionamiento efectivo de estas ficciones en su abigarrada lógica interna, pero también seguir explorando las fisuras de la compleja y (postularé) fantasmagórica ideología que las sustenta: el neoliberalismo2. Dividiré el análisis de las narrativas del paradigma inmunitario en dos tipos de ficciones: las ficciones víricas y las ficciones sacrificiales.

1.Ficciones víricas

El primer caso de ébola documentado en suelo español tuvo lugar el 7 de agosto de 2014, con la repatriación del cuerpo infectado de Miguel Pajares. El cooperante, un religioso de 75 años de edad, se encontraba en Liberia trabajando en la contención de un nuevo brote del virus que había estallado el 14 de marzo de ese mismo año. En medio de una gran controversia, Pajares fue trasladado al Hospital Carlos III de Madrid y tratado con un suero experimental enviado desde EE.UU., pero falleció cinco días después. Apenas un mes más tarde, el 20 de septiembre, se producía una segunda repatriación de urgencia, la del también misionero Manuel García Viejo, que también moriría pasados cinco días. Esta vez, sin embargo, el operativo no se ejecutó sin consecuencias. Teresa Romero, auxiliar de enfermería que había atendido a García Viejo, se convirtió en la primera persona contagiada por el virus de ébola en Europa, al parecer a causa de un error en el protocolo de seguridad. Romero sobreviviría a la enfermedad tras la entrada en escena de un nuevo fármaco, pero su perro Excálibur sería sacrificado de manera preventiva. La noticia ocasionó un significativo revuelo, hasta el punto de que logró agitar no solo a colectivos animalistas y miembros de la comunidad científica, sino también a buena parte de la sociedad civil. Bajo el lema “El perro ha muerto, pero la rabia sigue” (que parodiaba el refranesco “Muerto el perro, se acabó la rabia”) diversos grupos activistas hacían campaña por lo que consideraban un sacrificio injustificado e incluso tildaban de asesina a la ministra de Sanidad, la señora —internet no nos ahorró los chistes al respecto— Ana Mato. ¿Por qué esta indignación por Excálibur y no por los miles de perros que se sacrifican en España cada semana?, se preguntaba la bloguera Melisa Tuya, que cubría la noticia para el diario 20 minutos (2014). La pregunta es absolutamente relevante y merece la pena intentar contestarla.

1.1. Respuesta I: el paradigma (hegeliano) de Esposito

El paradigma inmunitario abanderado por Esposito nos ofrece una primera respuesta. En Communitas, Esposito (2012) traza el origen del concepto de comunidad a partir de una hipótesis provocativa: la comunidad en ningún caso significa propiedad, individual o colectiva, pues no supone la realización de ningún atributo propio. Comunidad significa coparticipación en una obligación u oficio (munus) que no redunda en ningún tipo de beneficio personal. Partiendo de las tesis de Nancy, en su seminal La comunidad inoperante (1990), y en consonancia con las recientes aportaciones del antropólogo Graeber (2012), Esposito postulará que a la comunidad no la une la propiedad, sino la deuda. La comunidad es un “don a dar”, un “te debo algo, pero no me debes nada”:

“Imponemos así un giro de ciento ochenta grados a la sinonimia común-propio, inconscientemente presupuesta por las filosofías comunitarias, y restablecemos la oposición fundamental: no es lo propio, sino lo impropio —o, más drásticamente, lo otro— lo que caracteriza a lo común. Un vaciamiento, parcial o integral, de la propiedad en su contrario” (Graeber, 2012: 31).

Desde el punto de vista de la comunidad, no hay sujeto, ni siquiera un sujeto común o un sujeto de lo común3. Lo contrario del sujeto es en este caso la disolución en su contrario, ese dejar de ser en el otro a través del cual la comunidad se constituye en comunidad. El otro concebido como objeto del deber sin reciprocidad (y por tanto sin contrato) a la Simone Weil es a menudo un elemento trágicamente excluido, ferozmente sacrificado y sistemáticamente incluido en la forma de su sacrificio. La lógica del Leviatán de Hobbes (1982) resulta ejemplar a este respecto. Ciertamente, la comunidad de Hobbes es una comunidad que en última instancia se reduce a un individuo integrado en el cuerpo político, que es el cuerpo de un gran individuo o el cuerpo hecho de cuerpos del soberano en la portada original de Abraham Bosse. Es, en este sentido, una comunidad cuya esencia es la propiedad, frente a la comunidad inesencial por la que aboga Esposito; no parece que corresponda al vacío constitutivo que para este define el no pertenecerse de lo común. Este vacío, sin embargo, sobrevive afuera, imaginado como estado de naturaleza o estado de excepción, territorio del otro como figura de lo impropio. Las formaciones sociales modernas se caracterizarían precisamente por su tendencia a excluir a este elemento de alteridad para finalmente incluirlo en el cuerpo político bajo la institución violenta del contrato, de la misma manera que la eliminación del virus genera anticuerpos que impiden que vuelva a regresar al cuerpo. A este mecanismo de inclusión del otro en el munus propio es a lo que Esposito llama inmunización. Por supuesto, en ese nuevo tipo de comunidad que llamamos sociedad, el contrato social como mecanismo inmunitario implica ya una reciprocidad de intereses, en virtud de la cual el firmante recibe el beneficio último de la civilización:

“Todos los relatos sobre el delito fundacional —crimen colectivo, asesinato ritual, sacrificio victimal— que acompañan como un oscuro contrapunto la historia de la civilización, no hacen otra cosa que citar de una manera metafórica el delinquere —en el sentido de faltar, carecer— que nos mantiene juntos” (Esposito, 2012: 33-34).

La inmunización es la constitución de comunidades modernas (la construcción de un munus) a través de la inclusión de un elemento vacío o excluido, opuesto, que es negado para ser incorporado al cuerpo político de la nueva comunidad (de ahí que la inmunización sea la negación de una negación). Por lo que toca a Hobbes y al estado de naturaleza realmente existente en el Leviatán, el otro negativo que se niega corresponde al indígena americano, el bárbaro cuyo sacrificio permite imaginar la universalidad de la persona jurídica en Europa a partir del siglo XVI (Pueyo, 2016: 53-66), pero también podría encarnarse en cualquiera de los otros excluidos o sacrificados por el largo proceso de acumulación primitiva del primer capitalismo (mujeres, mendigos, campesinos desterrados o campesinos sin tierras)4.

Para Esposito no sería sorprendente, pues, que el debate sobre la repatriación o el desahucio de los dos misioneros sacudiera la opinión pública como un temblor; tocaba, al fin y al cabo, los cimientos del edificio de lo social, citando de nuevo metafóricamente la exclusión inclusiva que pone en marcha el mecanismo inmunitario. Lo que la repatriación de los cuerpos infectados de los misioneros hacía visible era precisamente la existencia de un estado de cuarentena previo, de una comunidad constituida sobre los mecanismos societarios de la inmunización. El operativo no consistía, al final, en aislar a un elemento enfermo y ponerlo en cuarentena, sino en traerlo a España, en incluirlo y en aislar o poner en cuarentena, por lo tanto, a todos los demás. Como ese cuadro de Pere Borrell en el que un niño está saliendo del marco de un cuadro, produciendo ese efecto de trompe l’oeil ideológico por el que la realidad misma revela sus mimbres ficticios, el Estado trataba de inmunizar a unos ciudadanos que descubrían de golpe la existencia del marco, es decir, su pertenencia a una comunidad fundada sobre el miedo al contagio. La vida desnuda cuyo sacrificio fundamenta la comunidad se aparecía a todas luces como la vida en estado natural que los ciudadanos compartían, aquel estado de excepción o vida animal que ahora asumía, bruscamente, la forma de un perro5.

El sacrificio de Excálibur (nombre que da nombre a la soberanía en los relatos del ciclo artúrico) reflotaba el trauma de ese vacío constitutivo que Lacan (2005) llamaría “lo real”, celosamente oculto bajo el embalaje simbólico del constructo societario, como si fuera —como si nunca hubiera dejado de ser— papel de regalo. Este hueco, que para Lacan es el espacio del sujeto, es también el espacio de lo común: el espacio en el que el sujeto autónomo como sustantividad o como propiedad se revela como un parche y donde aparece, en su lugar, el verdadero carácter precario e incompleto de la vida. Hablamos, por supuesto, de la vida precaria de Butler (2004), pero también de cualquier vida: la comunidad como una cadena de cuerpos que se implican y se necesitan, que se rozan y se contagian, que intercambian valencias afectivas y dependen del cuidado de los demás. Excálibur no era más importante que otros perros sacrificados por la sencilla razón de que no era un perro. Si parecía ser para muchos más importante que Miguel Pajares o que Manuel García Viejo era porque su cuerpo representaba el cuerpo de estos hombres y el de todos los demás miembros de una comunidad que se yergue sobre su sacrificio simbólico; porque la imagen de este cuerpo animal era la imagen de un cuerpo de cualquiera, cuerpo susceptible al sacrificio y al contagio siempre al borde del precipicio de la exclusión.

Hasta aquí, quizá, la manera en que una noción comprehensiva de lo común regula el comportamiento de los actores sociales por encima (o por debajo) de categorías de pertenencia fundadas en su universalidad. Hasta aquí, quizá, la lectura del incidente desde el paradigma inmunitario de Esposito.

1.2. Respuesta II: de vuelta al marxismo

Lo que el modelo inmunitario de Esposito obvia, sin embargo, es la manera en que la interiorización de ese lugar afuera hace tiempo que dejó de ser una “cita” nostálgica de una comunidad más o menos originaria para constituirse en el núcleo narrativo mismo del capitalismo postfordista, en su relato más básico y pertinaz. Es cierto que la lógica kojeviana-agambeniana (y en último término hegeliana) en que se inspira Esposito, es decir, la lógica de la progresiva inclusión de una vida desnuda previamente alienada en el corazón del proyecto de la modernidad, contiene una profecía valiosa: Agamben (2006) repite que la vida desnuda del otro ocupará cada vez más el centro de lo político hasta fundirse con él, de la misma manera, podría añadirse, en que la historia de la humanidad era para Hegel (1966) la historia del develamiento progresivo del Espíritu en su viaje sin retorno hacia sí mismo, el Espíritu Absoluto que se identifica con el Estado (Agamben, 2006: 151). Pero en un modelo en el que la teología schmittiana del Estado hace las veces de historia es imposible verificar cuándo esto va a suceder o si realmente ya ha sucedido, mucho más cuando el Estado ha dejado de ser la clave para entender las formaciones sociales contemporáneas.

Y la realidad es que el episodio de Excálibur, la historia del sacrificio de una vida desnuda que revela abruptamente los fundamentos inmunitarios de lo que podríamos llamar una comunidad del contagio, no es ni una anécdota ni una excepción. Es la historia que la literatura y el cine de infecciones nos han venido contando durante la última década, sea bajo la forma de un agente vírico invisible (películas como Cabin Fever, Contagion, Contracted o la serie de televisión Containment) o en el formato más habitual de un virus zombi, inaugurado por 28 Days Later de Danny Boyle en 2002 y explotado hasta la saciedad hasta hoy. Todas estas películas construyen su tensión dramática sobre la intriga de una latencia (quién está infectado, quién no está infectado) que alcanza su punto álgido en el momento liminal de la transformación: pupilas que se dilatan y adquieren una tonalidad azul transparente o negro azabache, hemorragias nasales, venas varicosas que se ramifican bajo la piel… Pero, entretanto, y hasta que estos signos se manifiesten, todos los personajes son susceptibles de haberse infectado; entretanto, es la incertidumbre de la infección la que regula la interacción de los personajes, no menos que la que permite establecer relaciones de camaradería y solidaridad entre ellos. El caso más extremo es el de aquellas ficciones que presentan la intriga de la latencia (el continuo asomarse al precipicio) como un acto; es decir, aquellas ficciones que dan por hecho que todos los personajes están ya infectados y que es solo cuestión de tiempo hasta que la enfermedad se desarrolle o hasta que un patógeno externo detone sus síntomas. La producción televisiva de Frank Darabont The Walking Dead canonizaba este parámetro en 2010, cuando, en el último capítulo de la primera temporada, el biólogo Edwin Jenner susurraba al oído de su protagonista Rick Grimes la trágica verdad que da nombre a la exitosa serie de AMC: todos los seres humanos son portadores del virus y los muertos que caminan —the walking dead— no son otros que ellos mismos.

La aparente paradoja del otro que es uno mismo no es una expresión epidérmica del origen o momento fundacional (y aquí habría que volver a los orígenes hegelianos del discurso de Agamben y Esposito y a su cepa ideológica: a lo que Althusser llamó “causalidad expresiva”), sino la oposición que sustenta la matriz ideológica del capitalismo postfordista (Pueyo, 2013)6. Si bien las relaciones de producción capitalistas no se han alterado en su proyección imaginaria, pues siguen siendo relaciones presuntamente horizontales entre sujetos (sujeto-sujeto), el tipo de subjetividad que integra estas relaciones ha cambiado para sustituir la dicotomía yo/otro del capitalismo industrial y fordista por la dicotomía yo/yo mismo, que reproduce un bien conocido habitus reflexivo en todas las esferas de la vida, desde el autoempleo de Uber en la vida económica hasta la selfie frente al espejo —doble selfie— en la vida ideológica de los cuerpos del capitalismo tardío. Aunque esta transformación en el contenido de las relaciones productivas podría explicarse a partir de cualquiera de los otros niveles de las formaciones sociales contemporáneas (el toyotismo en el nivel económico o el neoliberalismo en el nivel ideológico), es el nivel político el que asfalta el camino más breve hacia una rápida caracterización del fenómeno.

Tras el colapso del bloque del Pacto de Varsovia y la caída del muro de Berlín, el final de la Guerra Fría condenaba a la obsolescencia a todos aquellos relatos que descansaban sobre la amenaza del otro invasor. Atrás quedaban los relatos de conflictos nucleares, hormigas mutantes y entidades venidas del espacio exterior o de otra dimensión. El nuevo panorama de un capitalismo globalizado sin puertas ni ventanas precisaba de un sujeto que hiciera inútil la distinción entre un adentro y un afuera. Su expresión más evidente era la multitud y su lógica no era ya la lógica de la alienación o el repentino y terrible volverse otro, sino la del contagio. La infección vírica se erigía, en efecto, como la condición de posibilidad biopolítica de un monstruo horizontal, un monstruo que se manifiesta como una pura superficie y que no entiende de diferencias de clase, género, raza o nacionalidad. Cualquier cuerpo, por el hecho de ser cuerpo, se sitúa en esta zona de contagio, donde la frontera entre el yo y el otro se difumina. Y, si es cierto que siempre hay otro, ya no se puede decir que este otro sea estrictamente otro; esto es, que sea cualitativamente distinto. El enfermo no deja de ser el mismo enfermo e, incluso si la transformación se ha consumado —y esto es un tópico recurrente en la ficción de la infección—, los muertos retienen su identidad en tanto no muertos todavía. En Shaun of the Dead (2004) siguen rondando el bar que frecuentaban en vida, locus de socialización y equivalente británico del mall americano de Dawn of the Dead (2004), de la misma manera que Ed, interpretado por Nick Frost, sigue conservando su adicción a los videojuegos. Warm Bodies (2013) o The Returned (2013) plantean incluso la posibilidad de que el virus sea reversible, lo que permitiría que los zombis retornen a la persona que nunca, a la postre, habían abandonado. No podía pensarse un camino de regreso similar en el cine de abducidos, ultracuerpos, robots y suplantadores llegados del otro mundo.

La crítica, educada en la escuela de décadas de soluciones alegóricas, no siempre acierta a comprender el giro drástico que los acontecimientos han tomado y simplifica en exceso el alcance de estas narrativas, remitiéndolas al orden simbólico de la Guerra Fría, confinándolas a la singularidad de lo otro que es distinto. William Nichols incurre en esta lectura, sin ir más lejos, al discutir [REC] de Paco Plaza y Jaume Balagueró: “la infección viral en las películas de [REC], que transforma a sus víctimas en imparables zombis hambrientos de carne, resume el miedo a otro foráneo que invade violentamente la casa y el cuerpo de uno con consecuencias deshumanizadoras.” (2017: 190)7. La determinación del lugar exacto de esta referencia tiene una importancia capital por lo que toca a su dimensión política, pues —dentro de esta lectura de la alienación— está en juego la posibilidad de resucitar la agencia colectiva en el cuerpo de lo no muerto, de provocar el despertar de una conciencia. Solamente se trataría de averiguar la conciencia de quién. La solución “práctica” a este impasse metafórico ha pasado por ampliar la cuota de referencialidad de la alegoría para proponer su carácter polisémico, inclusivo e intransitivo. Valga el ejemplo de Schneider (1999) con su noción de metaphorical embodiment; la idea, poco original por lo demás, de que el monstruo metaforiza diferentes tensiones a las que precede como universal psicológico: “Lo que hace de los monstruos del cine de terror algo potencialmente horripilante —lo que los hace monstruos para empezar— es el hecho de que encarnan creencias (…) que están investidas de relevancia cultural.” (ibídem: 169). Esta metáfora social o cultural (¿cómo sería una metáfora que no lo fuera?) indeterminada sigue siendo para muchos autores, no obstante, la metáfora de un elemento “alienado”, siempre diferente y diferido (Ferrero y Roas, 2011: 23). En otras palabras: se pone, o no, fecha y hora al contexto de lo que se metaforiza, pero rara vez se cuestiona la universalidad del régimen representacional impuesto por la economía de la metáfora8.

Es cierto que, en su mejor versión, esta ampliación de la cuota de referencia metafórica conduce a hablar de la realidad de los excluidos “que han sido expulsados de los campos de la producción y el consumo”, lo que supone considerar un nuevo y crucial marco de supuestos (Mazierska y Suppia, 2016: 259). Ciertamente, tiene todo el sentido del mundo hablar de los excluidos del neoliberalismo cualquiera que sea su conceptualización (e.g. la clase trabajadora, los inmigrantes, los refugiados, etc.), porque lo que se dibuja como paisaje de fondo en estas narrativas ya no es un problema de desigualdad, sino, efectivamente, como notara Sassen (2014: 211-224), un problema de exclusión. La justicia social no puede ser ya una justicia redistributiva; tendrá que lidiar con la realidad de la expulsión de un excedente poblacional que ya no puede encontrar acomodo en el sistema en la forma en que ahora existe. Pero los excluidos, hacinados en prisiones, campos de refugiados o barriadas del cuarto mundo, no pertenecen a ningún grupo identificable que pueda representarse a través de un discurso tradicional de clase. Entre otras cosas, no existe una categoría operativa y cerrada que identifique a los excluidos como la categoría proletariado identificaba a la clase trabajadora. La exclusión es una categoría abierta, cuya potencia infecciosa reside precisamente en su capacidad de transformar a amplios sectores de la sociedad en excluidos (un viraje de la fortuna, una guerra, un ciclo “económico” agotado). Es por eso que un perro sacrificado en una perrera o en un laboratorio se puede convertir de repente en el índice de esa vorágine exclusiva.

Y es por ello que me permito disentir amablemente de esta corriente crítica para notar algo que considero fundamental: lo que pone en funcionamiento estas narrativas víricas no es una metáfora (figura de representación), sino una metonimia (figura de contagio), pues no alude ya a una actualidad determinada, sino a una potencia que está actualizándose continuamente. Es así hasta el punto de que, si Standing propuso el término “precariado”, no fue para cuestionar la existencia de una clase que sigue siendo, en rigor, la misma clase asalariada o desalariada de antaño, sino precisamente para aludir a las dificultades que en la actualidad presenta su representación (2011: 69-104). El precariado, en sentido fuerte, no existe; existe la precarización. Y es esta fuerza precarizadora de la exclusión, esa proximidad del abismo (“te puede pasar a ti”) que difumina los contornos del otro y lo hace irrepresentable, lo que metonimiza el muerto viviente. Esa es precisamente la ventaja teórica del concepto de “multitud” de Hardt y Negri (2001 y 2006); su apertura, que permitía no tanto huir de cierto carácter esencialista de las categorías de clase como identificar una categoría de clase cuya esencia fuera este devenir otro. Y entiéndase: por supuesto que no existe ahora ni existió nunca una “esencia” de la clase obrera. La única esencia de la clase obrera que siempre existió es el olor a chotuno que desprende el cuerpo de un obrero al salir de trabajar. Pero las redes de solidaridad forjadas sobre espacios de socialización hoy desaparecidos, los lazos sellados a fuego en la fábrica, en la asociación vecinal o en el bar y luego sacrificados en aras de una supuesta universalidad de la clase obrera, definían una expectativa que todavía podía nombrarse. Ese nombre era el nombre del comunismo. Las narrativas víricas del capitalismo tardío permiten en cambio plantear un horizonte de lo común sin comunismo, del contagio sin la representación, de lo general y lo absoluto sin universalidad. Esta es, acaso, la lección a la que nos convida la reciente proliferación de ficciones víricas en lo que concierne a la posibilidad de modelar una agencia política en el marco del postfordismo.

Land of the Dead, de George Romero (2005) pone sobre la mesa, no en vano, esta fantasía, la fantasía de una rebelión de lo no muerto frente a lo vivo. En un futuro postapocalíptico, un asentamiento humano ha conseguido reconstruir la civilización inmunizándose, es decir, insertando la alteridad del zombi en su propia estructura civilizatoria. La oposición entre personas y zombis, que marcaba el límite divisorio entre la civilización y lo no civilizado, ahora se reproduce dentro del poblado, donde un nuevo cercado señala la oposición entre los ciudadanos de pleno derecho, residentes de un moderno rascacielos, y los habitantes pobres de la periferia. Cuando los doblemente excluidos zombis deciden tomar posesión de la ciudad, la película se ve empujada a imaginar la posibilidad de una revolución sin conciencia y sin lenguaje. Por supuesto, los muertos no saben que están muertos, pero, incluso si lo supieran, serían incapaces de nombrarse a sí mismos como tales. Lo que tienen en común es precisamente la falta de un lenguaje, ahora destituido por el gruñido, reemplazado por un ritual de gestos mecánicos que imitan la capacidad del lenguaje de comunicar por iteración, pero que no generan ni pueden generar identidad a partir de ella. Solo los resortes inmunitarios sobre los que se asienta la nueva comunidad garantizan, sin embargo, la viabilidad de una auténtica comunicación o una comunicación de lo común: la que se produce entre los zombis (el afuera-afuera) y los residentes del extrarradio (imagen del afuera adentro). Sin dudarlo, los humanos tratan de sofocar la rebelión de lo no humano, pero, con el progreso de esta, la simpatía entre ambos grupos se torna irrenunciable. Cholo, personaje interpretado por John Leguizamo, hace honor a su nombre mestizo cuando, mordido por un zombi, decide abrazar su destino y vivir como un muerto más. Entretanto, Big Daddy, que lidera la horda de los invasores, ha empezado poco a poco a comportarse como el humano de cuello azul que fue y que todavía refleja el uniforme fabril con que va ataviado. La película termina con un grupo de humanos reconociendo el derecho de los muertos, que ya han tomado el rascacielos, a ocupar un lugar al que tienen tanto derecho como los vivos.

En pleno ocaso de las ideologías, justo cuando el neoliberalismo había decretado —y creído consumar— el fin de la historia, son las ficciones víricas del estado de excepción las únicas que parecen despejar el camino hacia el advenimiento de lo común. Dardot y Laval nos recuerdan el distingo básico de Aristóteles a este respecto (2014: 41)9. Lo universal designa una serie de igualdades dentro de un género determinado, que son las que delimitan los contornos del género mismo; lo común, por el contrario, alude al conjunto de igualdades que es posible constatar entre elementos pertenecientes a distintos géneros. El tipo de relación que se establece entre humanos y no humanos como elementos adscritos a géneros diferentes es, paradójicamente, un tipo de relación posibilitada por el paradigma neoliberal de la multitud y por su lógica inmunológica del contagio. Esto debería contestar una pregunta que siempre parece estar en el aire. Me refiero a la pregunta acerca de cómo equipar de una subjetividad política a la multitud del capitalismo tardío. Si la pregunta significa cómo podemos hacer que la multitud adquiera conciencia de su carácter multitudinario, entonces es una pregunta fallida. Esta conciencia no dejará de ser una identidad particular elevada al estatuto de universal. Tal vez no se trate, al final, de convertir a los zombis en sujetos políticos, sino de zombificar la noción misma de la subjetividad política. Tal vez la solución sea la del bueno de Cholo de Mora en Land of the Dead: aprender a vivir entre los muertos. El espacio del zombi no es, al fin y al cabo, el espacio de lo inhumano o de lo posthumano, como se suele pensar desde un universalismo humanista estratégicamente invertido; el espacio del zombi es el que no reconoce la frontera entre lo humano y lo no humano: el espacio de lo común.

2.Ficciones sacrificiales

Pero hay un segundo tipo de ficción inmunológica que corre el riesgo de pasar desapercibida si nos limitamos a estudiar los relatos estrictamente víricos. Me refiero, por supuesto, a las ficciones que narran la expulsión ritual de uno o varios miembros de una comunidad dada con el fin de preservar su pureza.

2.1. Pronotortura y telerrealidad

Hunger Games (2012), Cabin in the Woods (2012), Would you Rather (2012), The Purge (2013), The Maze Runner (2014), el pionero film suizo Cargo (2009) o la producción brasileña 3 % (2011) son algunos de los títulos cinematográficos que tengo en mente, pero en realidad hablamos de un género fundamentalmente televisivo, que surge al calor del éxito del reality show en Europa y en Estados Unidos a finales de los años 90. El guion de estas producciones es sobradamente conocido: un grupo de personas se somete a un estado de excepción regulado por las normas de un juego eliminatorio. El objetivo de este juego no es otro que la competición por la supervivencia. Los participantes van cayendo uno a uno hasta que, finalmente, el ganador se reincorpora a la comunidad de la que había sido previamente excluido, ya sea a través de un gran premio en metálico o en virtud de la concesión de una carta de ciudadanía especial en la capital de un reino distópico (The Capitol en Hunger Games, The Offshore en 3 %, etc.), que a veces es la propia cotidianeidad. Si las ficciones víricas ofrecen una narrativa trágica del funcionamiento efectivo de los mecanismos inmunológicos de una comunidad, centrándose en el momento de la exclusión o en el contacto fatal con el agente infeccioso, las ficciones sacrificiales muestran su reverso cómico, narrativizando el momento de la inclusión del superviviente en un orden comunitario deseable. Exclusión inclusiva e inclusión exclusiva, tragedia y comedia, son por supuesto fórmulas complementarias. La primera produce una comunidad del pathos a partir de la incorporación en el cuerpo político de ese organismo patógeno que el héroe (con quien, por otra parte, nos identificamos patéticamente) ha contraído en su excursión por el afuera del mundo; la segunda adopta el punto de vista de esta comunidad (komos: ‘desfile o juego colectivo’) en su intento de renovarse a partir de una serie de inclusiones que redundarían tácitamente en la exudación de una ringlera de elementos patógenos disruptivos, representados por las víctimas sacrificiales que van siendo progresivamente desechadas10.

En este segundo caso, el caso que ahora nos ocupa, la verdad de la ficción es de nuevo la verdad histórica de una ficción del capitalismo tardío: la violencia constitutiva de las sociedades contemporáneas se ficcionaliza en el entorno narrativo de un juego, a partir de cuyas reglas el concursante puede tomar decisiones “libres” por las que será coronado o defenestrado, premiado o castigado. Ciertamente, lo único que no está autorizado a elegir son las normas que gobiernan el juego y que pueden variar sobre la marcha de acuerdo con la actuación de los concursantes, dejando a la intemperie la paradoja de la teosoberanía de Schmitt (2009) y sus oportunos decretos-ley o decretos que no se sujetan a la ley. Elijo, sin embargo, el término violencia constitutiva contra el término violencia fundacional para seguir jugando al juego de la soberanía con otras reglas. El lector se preguntará en vano cómo entender el efecto soufflé de todas estas ficciones (véanse las fechas arriba) a partir de la crisis de 2008 siguiendo el modelo gradualista o evolucionista que nos brinda el entramado Schmitt-Benjamin-Agamben-Esposito. No obtendrá una respuesta clara, pero sí advertirá, si no está demasiado cegado por el brillo de un idealismo consolador y por el oropel pedantesco de sus etimologías, que la violencia fundacional de este modelo desplaza a los orígenes e incluso esconde bajo su imperial alfombrado la efectividad constante de una violencia constitutiva, que no solo funda sino que además continúa ejecutando el desastre ininterrumpido de lo que Harvey llamó “acumulación por desposesión” (2006)11. ¿No se trataba al final de eso? ¿No eran estas ficciones que trataban de naturalizar el sacrificio, de desplazarlo al origen, de convertirlo en una verdad eterna y en una condena inconmutable que tiene sentido dentro de las reglas del juego?

Por el contrario, estas narrativas estaban hablando de una expulsión históricamente muy concreta que era necesario legitimar a toda costa. Esto no significa, claro, que las narrativas sacrificiales no llevaran tiempo engrasando la mecánica casuística de la expulsión en nuestras sociedades del espectáculo. No podía ser de otra manera, dado que esta relación que arriba llamé especular (yo/yo mismo) es la relación aglomerante de la matriz ideológica del postfordismo. El cine bautizado por Edelstein como torture porn (pornotortura) daba buena cuenta de este fenómeno por el que todo sacrificio es necesariamente un autosacrificio, determinado como está por la atención voluntaria a las reglas de un juego (2006: 34). Lo hacía ya desde principios de los 2000. Saw, de James Wan (“I want to play a game”) constituye su momento canónico, pero el juego puede adoptar una deriva mucho menos explícita y más casual cuando se trata de un viaje de placer de despreocupados turistas americanos a Eslovaquia, o de tiernos activistas neoyorquinos a la selva amazónica del Perú, como en Hostel (2006) y en The Green Inferno (2013), de Eli Roth. En ambas situaciones el bucle se consuma y la responsabilidad del sacrificio recae sobre el sacrificado, bien porque los turistas “se lo estaban buscando” o bien porque la víctima no ha sabido obedecer fielmente los mandatos del superego de la postmodernidad (“¡Disfruta!”). Siempre estuvo claro que el liberalismo clásico nos empujaba a sacrificarnos a nosotros mismos (no pain, no gain) para conseguir “nuestras” metas y eso, desde luego, no ha cambiado; la diferencia es que ahora el neoliberalismo sugeriría que también merecemos este sacrificio sin conseguirlas.

Con todo, la narrativa del sacrificio se había consolidado antes y con más fuerza en la televisión que en el cine desde principios de aquellos años 2000. La telerrealidad, que había barrido a la música del canal de la música (MTV) ya desde principios de los años 90, se había vuelto competitiva y tenía como centro neurálgico de nuevo esa noción-eje de la vida. Nuevamente, la biopolítica, como llave que permite interpretar el funcionamiento de las formaciones sociales contemporáneas, puede ser derivada de un lento proceso de despojamiento que para Agamben (2006) comienza en el campo de concentración con una muy husserliana puesta entre paréntesis de todo aquello que está vivo. El sacrificio de la vida desnuda es también el testamento de su inclusión en una nueva manera de hacer política con la vida que explica la primera muerte de las ideologías, aquella cuyo apostolado ejerció Bell (2010). Y, efectivamente, así se puede explicar la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948 como efecto de Auschwitz o como causa de un humanismo desolador que avanzaría el horizonte de lo postpolítico, y así lo había explicado Agamben (2006: 9-23). Pero estas narrativas biopolíticas, las narrativas de supervivientes varados en una isla del Caribe, de cantantes noveles acuartelados en una factoría de talentos o de celebridades que se disputan una sórdida pasantía en la corporación de Donald Trump solo eran posibles dentro de un horizonte postfordista en el que el sujeto era también el objeto de sus propias transacciones mercantiles; esto es, dentro de un estado de cosas en el que lo que se vendía no era tanto la vida como la vida privada. Por supuesto, esta vida privada puede leerse como la imagen muerta, secuestrada o “politizada” (en el vocabulario de Agamben) de una vida desnuda de la que efectivamente hemos sido privados y que ahora hay que volver a sacrificar. Pero nada se entiende si no se entiende que este sacrificio es voluntario, sujeto como está a las premisas de un concurso cuyas reglas son las reglas del juego.

El gran espejo de todas estas producciones (Wife Swap o The Apprentice en los Estados Unidos, Supervivientes u Operación Triunfo en España) fue precisamente la franquicia holandesa de Big Brother, que vería la luz por primera vez el 16 de septiembre de 1999. Su impacto en España fue proverbial. La primera edición de la versión española del concurso no solo batió récords de audiencia, sino que también inauguró un fenómeno que películas como Hunger Games elevarían una década más tarde al rango funesto de pesadilla: el de la mencionada inclusión exclusiva o la manufactura de una vía de promoción social por la que los concursantes ganaban acceso a la esfera pública a condición de sacrificar su esfera privada. Los ganadores, o a veces simplemente los perdedores más populares, ingresaban en la industria audiovisual dejando a sus espaldas un reguero de cadáveres mediáticos a los que previamente habían nominado para que el público votara su expulsión. ¿Qué diferencia existía entre esta narrativa sacrificial y los viejos relatos salvíficos de la ideología clásica? Fundamentalmente una: aunque compatible con ella, esta narrativa no se reduce a una clásica fábula de legitimación del mérito; el relato que acompaña y posibilita la incorporación de los actores sociales al estrellato no es el del mérito sino el de la autenticidad. La autenticidad de la voz, la autenticidad unidimensional de la conducta (“Yo voy de frente”), la autenticidad de la vida… La inyección de una dosis de autenticidad o de lo que Holtom llamó “banalidad sublime” (sublime banality) es el procedimiento biopolítico por el cual se vacuna a la comunidad contra lo verdadero (2007: 78); el procedimiento, podría decirse, por el cual los actores sociales dejan de ser actores sociales para convertirse en ellos mismos.

Hasta aquí llega la caracterización de la telerrealidad por lo que concierne a gran parte de la sabiduría crítica convencional. Sustentadas sobre una maniobra de inclusión exclusiva de la vida privada, estas producciones reproducen fábulas de ascenso social que contribuyen a que el neoliberalismo carbure, “preocupado por la diferencia social más que por la clase obrera, más por las políticas de identidad que por las políticas de acción colectiva o solidaridad grupal” (Biressi y Nunn, 2005: 3)12. Incluso en las raras ocasiones en que estudiosos importantes traen a colación la relación entre comunidad y telerrealidad, lo hacen para repudiar su eficacia. Es el caso de Cavender: “a pesar de que, de varias maneras, los programas bajo consideración se adhieren a o parecen promover una noción de comunidad, al final sirven para socavarla y erosionarla” (2004: 154). Sin duda, estas afirmaciones se podrían extrapolar sin demasiado empacho al caso español. Con Operación Triunfo, por ejemplo, comenzó en España un notorio ciclo de fracaso y abandono escolar que conecta la llamada cultura del pelotazo con el fervor de los primeros años de la burbuja y que desembocará en la crisis de 200813. El problema no era que los niños quisieran ser albañiles en el año 2000, pues esta vocación no se presentaba nunca como tal; el problema era que pensaban que, siéndolo, podían convertirse en David Bustamante, concursante estrella que al comenzar el programa tenía esta honrosa profesión. Soñar, al parecer, no era gratis. Nunca lo fue. Lo mismo podría aplicarse a otros productos de telerrealidad que nacieron arrullados por la sordina de un constante llamado al emprendimiento en un país que carecía de las infraestructuras necesarias (industriales, educativas y sociales) para que las cosas pudieran ser emprendidas.

2.2. Neoliberalismo y comunitarismo

Entiendo que, a pesar de todo, esta visión subestima la capacidad del discurso neoliberal de entrar en contradicción consigo mismo y de reproducir indiferentemente su lógica desreguladora como lógica del procomún. La ideología del capitalismo tardío parece ser infinitamente flexible y sorprendentemente propensa a entrar en aleación con otros discursos. Su capacidad de hibridarse constituye, como muchos han notado, su mayor garantía de salvaguarda. Pero en su formato más crudo, la ideología neoliberal presenta las facciones del estado de excepción; es, de hecho, la forma inmunizada de ese estado de excepción hobessiano (“guerra de todos contra todos”) que el proyecto de la modernidad pretendía cancelar. Su variante desnuda encuentra por ello múltiples resistencias en la práctica, que se resuelven en una respuesta al estado de excepción desde el estado de excepción y que se traduce, finalmente, en una redefinición de la relación de los agentes con los recursos disponibles y con los otros agentes involucrados. Los recursos se vuelven comunes y los agentes tienden a aplicar sus comportamientos reflexivos a los demás, tratando a los otros actores sociales como si efectivamente fueran ellos mismos. Esto es exactamente lo que sucedió en España durante la sorprendente primera edición de Gran Hermano en la primavera del año 2000 y que merece la pena recordar.

Mercedes Milá, la conductora del programa, promocionó el espacio como un “experimento sociológico” desde el primer minuto y su promesa no cayó en saco roto. Diez concursantes de diferentes lugares de España y de diferentes estratos sociales confluían por primera vez en una casa ubicada en la localidad de Soto del Real (Madrid). Veintinueve cámaras retransmitían cada detalle de su vida en directo, a través de una plataforma de cable (Vía Digital) que permitía seleccionar cada una de las cámaras disponibles. Las reglas del juego eran simples: cada concursante se comprometía a nominar a uno de sus adversarios. Después, la audiencia tenía que decidir cuál de los dos concursantes con más nominaciones era expulsado. Las sorpresas no tardaron en llegar. Aunque habían firmado un contrato leonino que los obligaba a hacerlo, los concursantes se amotinaron contra la dirección del programa y se negaron a nominar a sus compañeros. Cuando la dirección les recordó sus obligaciones contractuales, los concursantes reunidos en asamblea decidieron reemplazar el contrato por un pacto multilateral que, al mismo tiempo que lo respetaba, lo eludía. El “pacto” consistía en un sistema de nominación circular y en cadena por el que cada uno de los concursantes nominaba al concursante más próximo, de tal manera que todos recibían exactamente una nominación. En consecuencia, todos los concursantes resultaron nominados y la audiencia tomó su decisión. Llegado el momento de comunicársela a los concursantes, las cámaras los encontraron exactamente en la misma posición en que se habían nominado, agarrados de la mano y representando el círculo inquebrantable del pacto. Es una imagen que se repetiría muchas veces. Debe recordarse que el pacto no fue flor de un día; se mantuvo durante los tres meses que duró el concurso para desesperación de los organizadores, que no parecían poder entender por qué los concursantes no querían eliminar a sus contrincantes. ¿Cómo fue esto posible? ¿Qué había sucedido?

Las ficciones inmunitarias del sacrificio esconden un estado de excepción realmente existente al ficcionalizarlo, es decir, al incluirlo como un elemento aberrante que no existe en el mundo no ficticio y que suele asumir la forma de un juego o una prueba. En The Purge (2013), de James DeMonaco, este elemento es la purga, una fiesta nacional que se celebra una noche al año y en la que cualquier ciudadano puede sacrificar a otro para dar válvula de escape a su frustración. La distopía actúa así, por tanto, como agente inmunizador, aplazando el trauma y proponiendo la solución “falsa” de su eliminación: de lo que se trata es de eliminar la purga o de sobrevivir a ella, pero no de cuestionar sus causas (¿Qué hace que algunos quieran purgar? ¿Quiénes son los purgados?), que permanecerían intactas tras la resolución del conflicto. El evento excepcional del juego tiene en el reality show el efecto contrario: en lugar de ocultar el estado de excepción diario ficcionalizándolo, convierte la realidad cotidiana de los concursantes, preñada de ficciones, en un estado de excepción. Solo en el contexto del juego las reglas de lo cotidiano revelan a las claras su descarada arbitrariedad y, solo en medio de ese caos, se hace imprescindible un nuevo contrato. Este contrato, sin embargo, ya no puede ser un contrato social entre los ciudadanos y el Estado. El Estado ya no promete protección; de hecho, insiste en que la desprotección (social, salarial, sindical) es buena, porque genera empleo y crecimiento. Este nuevo contrato es un pacto multilateral entre agentes individuales reunidos en una asamblea. Su funcionamiento es sencillo: una persona, un voto, una nominación. Las raciones se racionan y las tareas de la casa se reparten equitativamente. La propiedad privada es solo la propiedad de aquello que no pertenece a la casa. Todo lo que concierne a la vida en la casa, como todo lo que sucede en las casas-santuario de las narrativas del estado de excepción, es común. La lección del experimento sociológico de Mercedes Milá está clara. Cuando dejamos que una secuencia narrativa desarrolle libremente las premisas que el neoliberalismo había hecho suyas, cuando reducimos el juego a las reglas del juego mismas, lo que nos encontramos no es una guerra abierta y sin cuartel sino un momento heterotópico en el que los actores sociales entablan vínculos insospechados, alianzas repentinas, acuerdos no consensuados. Los concursantes de la casa pueden comportarse como el anfitrión de una vivienda se comporta con los refugiados a los que da asilo en The Purge 2 (2014). Los personajes no se conocen. Ni siquiera tienen nombre. Afuera todo el mundo se está matando. El anónimo protagonista musita que no le vendría mal una camisa limpia, a lo que el anfitrión contesta: “Top drawer of the bureau. What’s mine is yours/Cajón de arriba de la cómoda. Lo que es mío, es tuyo” (2014: min. 01:01:28).

Un último apunte a propósito de la relación entre estas ficciones víricas y sacrificiales y el discurso, o conglomerado de discursos, que solemos llamar neoliberalismo. La versión vulgata de este concepto la asocia irremisiblemente a la esfera económica (endeudamiento, emprendimiento individual, contracción del gasto público), pero es necesario recordar que no existe un discurso económico en sí; esto es precisamente lo que el neoliberalismo, como doctrina neopositivista, viene postulando: el carácter técnico de un discurso que sería inherentemente económico y que, en todo caso, se aplicaría a estas ficciones o se reflejaría en ellas. La realidad —o por lo menos la realidad de una noción mucho más abierta del concepto— es que el discurso neoliberal es precisamente el discurso que estas ficciones desarrollan y que es inseparable de ellas. Por ejemplo: no hay nada inherentemente económico en la metáfora que nos conmina a apretarnos el cinturón para reducir el déficit económico, pero este asfixiante apretarse el cinturón por el propio bien, narrativizado hasta su extremo, es Saw; no hay nada inherentemente económico en decretar, con Fukuyama, que hemos alcanzado el fin de la historia, pero esta idea peregrina, convertida en una narrativa, es cualquiera de las ficciones víricas del apocalipsis arriba reseñadas. Que estos relatos sean relatos horrorosos es lo significativo aquí. Lo demás, y en eso tiene razón el economicismo, son matemáticas.

3. Conclusiones

La paradoja que los estudiosos del discurso neoliberal tenemos que estar preparados para afrontar es la siguiente: todo discurso que es puramente neoliberal no lo es. No existe ningún discurso puramente neoliberal, porque su representación consistiría en la representación del traumático afuera del proyecto civilizatorio de la modernidad que el neoliberalismo dice haber consumado.

En este sentido, el neoliberalismo, como discurso capital de la matriz ideológica del capitalismo postfordista, no es un discurso postcapitalista, sino, digamos, un discurso intracapitalista. Se representa a sí mismo “empotrado” dentro de las relaciones de producción capitalistas clásicas y siempre de manera impura. Cuando intenta asomar desnudo sobre la superficie del discurso, lo que hace es traducir el adagio de Margaret Thatcher (“La sociedad no existe; solo existen los individuos”) a un estado de excepción horroroso. Se han analizado aquí su vertiente trágica, patente en lo que he llamado ficciones víricas, y su vertiente cómica, que suele manifestarse en lo que denominé ficciones sacrificiales. Nótese que tanto la primera como la segunda rehúyen cualquier vocación de autonomía. Las ficciones víricas narran la desintegración de una sociedad imperfecta a la que, no obstante, miran con infinita nostalgia (flashbacks, ruinas, comida enlatada que ahora sabe a maná); las ficciones sacrificiales narran la reintegración de un personaje que sale del estado de excepción para regresar a una más o menos confortante y confortable normalidad, modelada sobre la expectativa de un Estado. Se diría que la reproducción del estado de excepción dentro del estado de excepción es el mecanismo inmunitario básico del discurso neoliberal. En medio de su más elemental despliegue, en el corazón mismo de ese mundo desregulado que inevitablemente expone, surge sin embargo el espectro de la comunidad, su mayor amenaza y, tal vez, su desenlace inevitable. Naturalmente, el discurso neoliberal intentará apoyarse una y otra vez en otras líneas narrativas en principio extrañas a su naturaleza (tramas románticas, alegorías nacionales, conflictos familiares), con el fin de hibridarse y poder seguir contándose a sí mismo. Pero el fantasma de lo común se abre camino poco a poco entre sus contradicciones. Mientras escribo estas líneas, un anuncio de la cadena de grandes superficies Walmart promociona en la televisión su nuevo servicio de compra en línea sin tarifa de reparto. La canción que lo acompaña es el himno de The Ink Spots “The Best Things in Life are Free”, que dice así:

The moon belongs to everyone

The best things in life are free

The stars belong to everyone

They gleam there for you and me.

The flowers in spring

The robins that sing

The sunbeams that shine

They’re yours, they’re mine14

El sol, la luna, las estrellas… Quien no quiera pensar otra cosa, tendrá que reconocer que es una elección llamativa para una empresa que vive del consumo de productos fungibles. El neoliberalismo ha sobrevivido a su propio estado de excepción negándose a sí mismo. Tal vez sea hora de preguntarnos si lo que deberíamos denunciar es su existencia o su inexistencia.

Referencias

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Notas

1 "El historiador y el poeta no se diferencian por decir las cosas en verso o en prosa (…); la diferencia está en que uno dice lo que ha sucedido, y el otro, lo que podría suceder. Por eso también la poesía es más filosófica que la historia; pues la poesía dice más bien lo general y la historia lo particular” (Aristóteles y Horacio, 2003: 73).
2 Entiendo el neoliberalismo no como un paquete de recetas económicas, sino como una ideología tout court, es decir, como el conjunto de condiciones simbólicas que dan forma al contenido de lo pensado o de lo narrado en el actual modo de producción postfordista. Desde mi habitual posición althusseriana (o postalthusseriana) sigo creyendo en la superior eficacia explicativa que entraña distinguir entre los tres niveles de una formación social. Reservo el término postfordismo, tomado de Hardt y Negri (2001 y 2006), para el nivel económico; el término neoliberalismo designa el nivel ideológico. Considero con autores como Laclau y Mouffe (1987) o Rancière (2004) (y de ahí la distancia con Althusser) que el nivel político no puede ser nombrado, pues es el punto de enganche y desenganche (de acolchado, dirían Laclau y Mouffe) que abre y cierra la totalidad estructurada en tres niveles.
3 Esposito nos recuerda en Immunitas (2003) que para Simone Weil no existe el sujeto del derecho; es decir: “nadie es sujeto directo —en primera persona— de derechos. Más bien de obligaciones, que solo de manera indirecta se transmutan objetivamente en derechos para quienes resultan beneficiados por ellas” (ibídem: 38). ¿Quién iría a hacer valer nuestros derechos si viviéramos en una isla desierta? El principio inmunitario, soportado por la fantasía de la persona jurídica, es de hecho el resultado de la inversión de este paradigma: uno solo tiene derechos y los demás obligaciones.
4 Hobbes lo deja claro en su proverbial definición del estado de excepción: “Acaso puede pensarse que nunca existió un tiempo o condición en que se diera una guerra semejante (…); pero existen varios lugares donde viven ahora de ese modo. Los pueblos salvajes en varias comarcas de América, si se exceptúa el régimen de pequeñas familias cuya concordia depende de la concupiscencia natural, carecen de gobierno en absoluto, y viven actualmente en ese estado bestial a que me he referido” (1982: 109).
5 Sobre el concepto de vida desnuda o nuda vita véase Agamben (2006).
6 Véase Althusser y Balibar (2004: 201-202).
7 Para Nichols, [REC] narrativiza las ansiedades provocadas por el atentado yihadista del 11-M en España (2017: 191-211).
8 Como sí haría Rancière con su distinción entre el régimen representativo y el régimen estético de las artes, sin ir mucho más lejos (2004: 20-30).
9 “[Aristóteles había distinguido claramente lo general o común (koinon) de lo universal (katholou). Mientras que lo universal está determinado por los límites de un género (por ejemplo, “hombre” o “animal”), lo común significa aquello que es común a varios géneros. Desde el punto de vista de la extensión de un término, lo común es así superior a lo universal] (ibídem: 41).
10 Sobre la diferencia entre las estructuras cómicas y las estructuras trágicas, el texto más competente sigue siendo, con seguridad, el significativamente titulado Anatomía de la crítica de Frye (1991).
11 Harvey completa con este concepto el marxiano de acumulación primitiva, que al menos especifica las circunstancias materiales de ese origen que en Agamben se refugia en la filología (la dupla zoe-bíos).
12 La vida privada es lo único que tienen aquellos que no tienen otra cosa que vender, ni siquiera su fuerza de trabajo (que encuentra dificultades para ser empleada dentro del capitalismo cognitivo). Podría en todo caso considerarse que la vida privada es fuerza de trabajo pasiva y fosilizada, pero nunca contemplada ya —y esa es la trampa ideológica del biopoder— como fuerza de trabajo. Véase Baschet (2015).
13 España sigue encabezando las tasas de abandono escolar en Europa al día de hoy, si bien es cierto que han descendido en los últimos años. En 2008, año en que explota la burbuja inmobiliaria, la cifra ascendía a un desorbitado 31,9 % (Serrano, Soler y Hernández, 2013: 5).
14 “La luna pertenece a todo el mundo/Las mejores cosas de la vida son gratis/ Las estrellas pertenecen a todo el mundo/ Están ahí reluciendo para ti y para mí / Las flores en la primavera/ Los petirrojos que cantan/ Los rayos sol que brillan/ Son tuyos, son míos” (traducción propia).


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