Cadáveres insumisos:
hacia una ética del asedio y de la hospitalidad

Insubordinate Corpses. Towards an Ethics of Siege and Hospitality1

Carolina Meloni González

Facultad de Ciencias Sociales y de la Comunicación, Universidad Europea de Madrid (España)

Palabras clave

Dictadura argentina

Pozo de Vargas

Espectro

Desaparecido

Violencia

RESUMEN: A la luz de las excavaciones realizadas en el pozo de Vargas, inhumación clandestina utilizada durante la última dictadura militar argentina en la provincia de Tucumán, abordamos en este artículo la posibilidad de cierta agencia política encarnada en la figura del aparecido. Retomando el concepto de «espectro» elaborado por Jacques Derrida, hacemos un recorrido por dos tipos de muertes: una de ellas, entendida como alteridad radical, impuesta por la dictadura como parte del dispositivo de terror; y otra muerte, materializada en los restos de aparecidos, que supone un requerimiento de justicia. Las identificaciones y recuperaciones de personas desaparecidas, expulsadas por la dictadura de la comunidad política y sometidas a un exilio postmortem, nos van a permitir analizar sus efectos políticos en el campo social. El aparecido, cual espectro irruptivo e intempestivo, retorna y sale a la luz trayendo consigo el testimonio del crimen cometido y una exigencia de justicia. Tal es la propuesta ético-política que encontramos en el llamado efecto fantasmal como lógica del asedio y de la hospitalidad.

Keywords

Argentinian dictatorship

Vargas’ well

Spectrum

Disappeared

Violence

ABSTRACT: This article explores the politicization of the figure of the disappeared during the last decade of the Argentinean military dictatorship, through the analysis of the diggings carried out in the Vargas’ well, used as a clandestine burial site in the province of Tucumán. The concept of «spectrum», developed by Jacques Derrida, is used to understand two types of death: the first type, understood as radical otherness, and imposed by a dictatorship as part of a terror device; and the other death materialized in the corpses that demand justice. The identification and recovery of the disappeared, expelled by the political community at the time of the dictatorship —subdued to a postmortem exile— will enable us to analyze their political effects in society. The ‘appeared’, as the irruptive and untimely spectrum, come back bringing both the testimony of the crime committed and a requirement for justice. Hence the ethic-political proposal found in the so-called siege and hospitality phantom effect.

 

 

Correspondencia a / Correspondence to: Carolina Meloni González. Facultad de Ciencias Sociales y de la Comunicación, Universidad Europea de Madrid. C­alle Tajo, s/n. Villaviciosa de Odón, Madrid – carolina.meloni@universidadeuropea.es – http://orcid.org/0000-0002-3600-5298.

Cómo citar / How to cite: Meloni González, Carolina (2019). «Cadáveres insumisos: hacia una ética del asedio y de la hospitalidad»; Papeles del CEIC, vol. 2019/1, papel 205, -308. (http://dx.doi.org/10.1387/pceic.19512).

Recibido: marzo, 2018; aceptado: septiembre, 2018.

ISSN 1695-6494 / © 2019 UPV/EHU

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«de modo que es así como regresan los muertos.»

W.G. Sebald (2006)

1. Exordio. El retornado, fragmento de una epístola
post-mortem2

Mi querido tío,

Llevo ya unos días buscando las palabras, las ideas y pensamientos para poder realizar un humilde homenaje a tu memoria. Y debo confesar que me resulta tan difícil dar forma a tantos sentimientos, a tanta tristeza, a este dolor casi infinito. Escribir esta suerte de obituario diferido, en suspenso durante 38 años, es tarea harto complicada. Dirigirme por primera vez a vos, a la materialidad de tu cuerpo o, en todo caso, a lo que de él queda es uno de los trances más duros de mi vida. Recibimos la noticia de tu aparición hace unos días, a miles de kilómetros de distancia. Nos enviaron, incluso, la fotografía de lo encontrado. Parte de tu mandíbula. El paladar. Tus pequeños dientes que aún conservan sus amalgamas. Y poco más… Un pequeño fragmento de tu cuerpo ha emergido hace unos días desde el horror, trayendo consigo los restos de la pesadilla. En la fotografía forense pudimos comprobar con pavor la rotura de uno de tus dientes frontales, imagen de lo que debiste pasar, de la violencia a la que esa pequeña mandíbula tuvo que enfrentarse.

Nos ha bastado ese insignificante fragmento de tu cuerpo para recuperarte. Y en un acto cuasi metafísico por nuestra parte, hemos dado consistencia a todo tu cuerpo, hemos sacado a la luz tu identidad robada, arrebatada por el terror. En definitiva, como dicen algunos filósofos, el duelo consiste en eso, en ontologizar el resto, por nimio que sea, en darle presencia y entidad, en localizar e identificar, sacar a la luz cualquier despojo que conserve la huella de aquel al que amamos. Un pie, un fémur, parte de una dentadura, una nariz, unas manos atadas. El trabajo del duelo solo puede tener lugar en el preciso momento en que ese pequeño resto se hace visible, significante y reconocible para el que sufrió la terrible pérdida.

Y es que el duelo como tal nos ha sido negado a las víctimas. Aquellos hombres infames no solo llevaron a cabo la más ignominiosa de las tareas, la aniquilación y destrucción de miles de argentinos. Parte del trabajo destructivo tenía como finalidad la negación del duelo. «No habrá aquí ningún duelo posible», sentenció Creonte ante la terquedad de Antígona por enterrar a su hermano. El tirano ejerce toda su violencia incapacitando al vivo a ejercer la responsabilidad infinita que nos reclama el muerto. Nos condenaron a un duelo infinito, diferido en la eternidad y nunca resuelto. Nos obligaron a morar en la melancolía, en el desierto de la incertidumbre, en el vacío de la soledad más extrema.

Ellos crearon la figura infame del desaparecido: cuerpos vacíos, cadáveres disueltos en la inmensidad del agua y la tierra, en la infinitud del tiempo. Fuiste durante casi 40 años pura nuda vida carente de todo valor ontológico y político. Arrojado como un mero trozo de carne, te desvaneciste en la humedad de la tierra, en la profundidad de ese abyecto pozo. Te arrebataron la vida y la existencia, te suspendieron en una detención ad infinitum, incluso después de muerto. Te convirtieron en una especie de oquedad, un agujero negro por el que la vida y la muerte se esfumaron.

Como una gran boca bulímica, incapaz de digerir lo que lleva en su vientre, el Pozo de Vargas no ha parado de vomitar trozos de cuerpos y fragmentos de huesos. Los muertos regresan a la vida, asediando la memoria colectiva e impidiendo que la sociedad argentina termine de digerir los años del terror político y del genocidio ideológico. Como fantasmas, asedian la memoria, retornan una y otra vez para frecuentar, visitar, espantar. Y, en su emerger, como todo fantasma, traen consigo todo aquello que se quiso borrar, reprimir, aniquilar.

Tu pequeña y bella mandíbula trajo consigo todo esto. La memoria del horror y la necesidad de iniciar y terminar ese negado duelo. Asimismo, trae una nueva figura política, una figura de la resistencia y de justicia. Han bastado un puñado de dientes para transformarte en un aparecido, una nueva entidad que nos permitirá enfrentarnos a la infamia de otra manera.

Como Antígona con Polinices, quisiera retornarte a la tierra, una tierra noble, perfumada de hierbas y lluvias, cálida y maternal. Quisiera devolverte el sosiego y la paz, una paz eterna y llena de luz, que haga desaparecer de cada centímetro de tus míseros huesos la iniquidad y vileza de la que fueron testigos.

Madrid, 13 de mayo de 2014

2. A modo de introducción: la villa, el pozo y el tren

En el límite entre las ciudades de San Miguel de Tucumán y Tafí Viejo, ambas pertenecientes a la norteña provincia argentina de Tucumán, se encuentra situada la conocida «Finca de Vargas». Esta finca privada, utilizada para el cultivo de la caña de azúcar y de algunos cítricos, guarda en su interior un pozo de agua de gran profundidad. La finalidad de dicho pozo, construido a finales del siglo xix por una empresa inglesa, no fue otra que la de abastecer de agua a los ferrocarriles argentinos, cuyas vías apenas se separan unos pocos metros de su brocal. Rodeada de villas miseria, esta finca y su pozo poseen una localización casi privilegiada. A pocos kilómetros de la capital de la provincia, situada en una encrucijada entre varios conocidos Ingenios azucareros de la zona y de los Talleres Ferroviarios de Tafí Viejo, la finca fue un claro símbolo de la modernización del país frente la pobreza extrema de esa Argentina agraria y latifundista. Contemplando la finca de Vargas aún podemos apreciar las huellas de la miseria que paradójicamente trajeron consigo la industria del azúcar y el tren a esta pequeña y castigada provincia (ver fotografía 1). Pero, además de sus imbricadas relaciones con los procesos económicos, políticos y sociales de la industrialización y pauperización de la Argentina profunda, la finca de Vargas y su obscuro pozo se han convertido en uno de los referentes más siniestros del terror político.

Se aprecia en la imagen, al fondo de la misma, el techo que cubre y protege en la actualidad al pozo de Vargas.

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Fotografía realizadas por Juan Pablo Sánchez Noli3.

Fotografía 1

La finca de Vargas, la villa miseria y el tren

A mediados del año 2001, un grupo de familiares de detenidos-desaparecidos de la última dictadura militar, con el apoyo de arqueólogos y peritos pertenecientes a la Universidad Nacional de Tucumán, comenzaron a trabajar en la causa «Pozo de Vargas»4. Los vecinos de las villas colindantes al pozo llevaban años advirtiendo de la presencia de un lugar en el que supuestamente se habían arrojado los cuerpos de los desaparecidos. Durante los años del terror político, por las noches, la villa se quedaba sin luces, y con los apagones y silencios se iniciaba el desfile fantasmal de camiones cargados con extraños bultos. Se decía que tiraban cuerpos de subversivos al pozo. Incluso, se escuchaban voces, a veces gritos, y en ocasiones disparos. Por las mañanas, los restos de sangre, pisadas de botas, cal y hasta algunos enseres quedaban a la vista de los atemorizados vecinos. Aquello que la noche traía consigo dejaba sin pudor sus obscenos rastros visibles a la luz del día, a la vista de todos. Nadie se tomaba la molestia de ocultar la ignominia. Los vecinos tuvieron que acostumbrarse a convivir con el horror, con la muerte y hasta con el hedor que exudaba el pozo desde sus entrañas. El miedo, los silencios y cuchicheos formaban una viscosa red de rumores en torno a esta improvisada fosa y a los cuerpos que se arrojaban a ella. Cuerpos sin nombre, cadáveres sin rostro, muertes anónimas y sin identificar…

Años después, ya finalizada la dictadura, fue ese mismo miedo, inoculado a fuerza de apagones y despliegues militares, lo que complicó el hallazgo de la boca del pozo. Durante años, tras la cuidadosa tarea de encubrimiento realizada por los militares, el pozo permaneció oculto bajo toneladas de cemento, materiales de obra y bolsas de fertilizantes. Las excavaciones en la finca comenzaron en mayo de 2002, pero no fue hasta el año 2004 cuando se empezaron a extraer los primeros restos óseos humanos. Desde entonces, las complejas tareas de excavación realizadas en el pozo no han cesado en sacar a la luz, de manera meticulosa, fragmentos humanos, trozos de tela, vestidos, camisas y zapatos aún intactos. Un total de 107 personas han sido, a fecha de julio de 2018, identificadas. De las profundidades de su vientre, ha ido emergiendo lentamente una masa anónima de cuerpos, fragmentos, cráneos, dientes, dedos y huesos, mezclada con alambres, proyectiles y pesticidas para las plagas del limón. Estos huesos insumisos, rebeldes y subversivos no han dejado de brotar de su interior, aun cuando fueron meticulosamente sepultados bajo 30 metros de cemento, material de obra y hormigón.

El 13 de mayo de 2014, la familia de Hernán E. González, desaparecido en la ciudad de San Miguel de Tucumán en septiembre de 1976, fue notificada por el Equipo Argentino de Antropología Forense del hallazgo de los restos del joven en el pozo de Vargas. A la luz de esta notificación, abordaremos en este artículo la posibilidad de cierta agencia política que tiene lugar en la aparición. ¿Qué tipo de figura política emerge con el aparecido? ¿Acaso es posible politizar, reinscribir en el espacio público, ontologizar un mero resto, un pequeño fragmento que ha sido recuperado del horror? ¿Qué tipos de vida, en el sentido de vida política, adquieren tras casi cuarenta años de desaparición aquellos cadáveres borrados, desaparecidos, expropiados, que se empeñan en salir a la luz? ¿Qué exigencias ético-políticas traen consigo estos huesos retornados, estos espectros que un día llaman a nuestra puerta bajo una notificación? Quizás, como la voz del personaje de Poe, Valdemar, suspendido ad infinitum entre la vida y la muerte, el aparecido vuelve, irrumpe, para recordarnos que está muerto y, que más allá de la vida, la muerte también adquiere una dimensión política cuyo reclamo de justicia no podemos obviar. El aparecido retorna, desde la infamia y el olvido, desde su éxodo postmortem, resistiendo y oponiendo resistencia, invistiendo con ello el espacio público y provocando en este una serie de consecuencias ineludibles.

Este texto se sitúa en una doble encrucijada. La primera de ellas tiene que ver con la condición de familiar y víctima del terrorismo de Estado de la propia autora. Es evidente que bajo esta herida que me atraviesa resulta cuando menos imposible presentar aquí una investigación neutra u objetiva. Partiendo de la certeza o al menos de la convicción de que ninguna investigación lo es, el análisis tanto del par desaparición-aparición como de los dispositivos de terror utilizados por la dictadura se realiza desde esta perspectiva biográfica. La impronta que supone formar parte de una familia en la que muchos de sus miembros han sufrido encierro, desaparición, exilio o muerte está siempre presente en mis escritos, a pesar de adquirir los mismos un formato más académico. Asumo, por tanto, la contaminación de mi escritura por el asedio de esas sombras o espectros que un día llamaron a nuestra puerta diseminando el horror y la iniquidad más infame. Propongo, por otro lado, una reflexión sobre el duelo y el retorno de los muertos desde este emplazamiento biográfico y desde una postura política-filosófica concreta. La segunda encrucijada «metodológica» con la que se encontrará el lector tiene que ver con esto último, puesto que las herramientas académicas para llevar a cabo esta investigación proceden de determinados autores situados en el marco de la filosofía como disciplina. Autores como Jacques Derrida, Judith Butler, Giorgio Agamben, George Didi-Huberman o el propio Freud formarán el marco conceptual del que nos vamos a servir. No es tampoco una selección aleatoria o inocente, dado que en todos ellos encontramos una profunda reflexión sobre el duelo, la violencia o la vulnerabilidad que nos expone a las modalidades más siniestras del poder. De este modo, vida, autobiografía, escritura y filosofía se entrelazan y retroalimentan. No hay filosofía que no sea una autobiografía, podríamos decir adoptando una cadencia derridiana. Y no hay autobiografía que pueda permanecer ajena, indiferente o aséptica a los requerimientos de un posicionamiento filosófico-político.

En este sentido, retomaremos el concepto de «espectro» elaborado por Jacques Derrida, como concepto político, filosófico y biográfico. En un primer acercamiento, haremos un recorrido desde la idea de un tipo de muerte, entendida como alteridad radical, impuesta por la dictadura como dispositivo del terror, hasta la aparición de otro tipo de muerte que deviene política y trae consigo una exigencia de justicia. La violencia política ejercida durante la dictadura militar en Argentina supuso toda una reinscripción de la muerte a través de una serie de thánato-estrategias del poder, suerte de necropoder basado en la normalización de la vulnerabilidad, el asesinato y muerte del otro (Mbembe, 2011). Dicha reinscripción de la muerte tuvo su máximo exponente en la figura del «desaparecido», figura indecidible del ni vivo/ni muerto, ausencia y vacío en torno al cual tuvo que reconstruirse toda la sociedad argentina. Los relatos en torno a estos cuerpos sin nombre y sin identificación, cuya presencia se hizo casi cotidiana en muchos rincones del país, han originado distintas narrativas sociales en torno a la muerte anónima y radicalmente otra, a una muerte fantasmal y aterrorizante, expulsada del espacio público. Sin embargo, las identificaciones y recuperaciones de muchos de estos cuerpos nos obligan a analizar sus efectos ético-políticos en el campo social de la justicia.

Así, el resto que recupera su identidad ha transmutado esa alteridad radical, reclamando su restitución en el espacio público. Ese resto que vuelve, espectro o revenant5 que asedia a la comunidad política, produce necesariamente un efecto concreto de hospitalidad, tanto en las relaciones sociales como en el cuerpo social6. La aparición supone, como afirma Paco Ferrán­diz (2011), una «autopsia social» ante la irrupción imprevista de cuerpos o fragmentos que han pretendido olvidarse. Por ello, abordamos este efecto «asedio», así como los fantasmas que produce, en un doble sentido: en la primera parte del artículo, utilizamos el concepto de asedio para analizar aquellos dispositivos y tecnologías del terror ejercidos por la violencia política. El caso del pozo de Vargas nos sirve de referente y escenario para analizar estas geografías del terror que proliferaron durante la dictadura. En un segundo momento, nos centramos en el efecto asedio que tiene lugar tras la reaparición de los restos de algunos desaparecidos. Dicho asedio ha sido resignificado en la esfera pública gracias al trabajo de familiares y organismos de DD.HH. El aparecido abre la posibilidad de una propuesta ética. La última parte del texto gira en torno a esa posibilidad, dado que consideramos que ninguna ética ni ninguna política son posibles o pensables si no retomamos la exigencia de aquellos que están ausentes. En definitiva, se trata, como nos dice Derrida, de «aprender a vivir, por fin» (1995: 11), con los que no están, con aquellos a los que quisieron borrar y exterminar, con sus fantasmas, que irrumpen de manera constante para recordarnos la necesidad de una ética, basada en la memoria y en la justicia. Se trata de aprender a vivir, por fin, de metabolizar el fantasma, de atender a su requerimiento y de resignificarlo políticamente.

3. Geografías del terror: el caso de la finca de Vargas

«He aquí unos muertos cuyos huesos no blanqueará la lluvia, lápidas donde nunca ha resonado el golpe tormentoso de la piel del lagarto, inscripciones que nadie recorrerá encendiendo la luz de alguna lágrima; arena sin pisadas en todas las memorias.

Son los muertos sin flores.»

Olga Orozco (1952)

«La memoria es de tierra —nos dice Emilio Silva—, guarda voces enmudecidas por una terrible muerte, esconde el testimonio de los crímenes, el rostro impasible del asesino, la firmeza de las manos que aprietan el gatillo» (2011: 11). La memoria mora en las cunetas, en los parques y descampados, en los sótanos de modernos centros comerciales. Incluso en los desiertos. En los pozos de agua y los cañaverales. La memoria brota, emerge en cada rincón, en los distintos emplazamientos cotidianos que fueron utilizados por el terror: escuelas, comisarías, fábricas o destacamentos militares. Cuando finaliza la Avenida Francisco de Aguirre, ya casi en los lindes de la ciudad de San Miguel de Tucumán, el recorrido culmina en la finca de Vargas. La historia del pozo de Vargas se abre ante nosotros como lo real en su sentido más siniestramente lacaniano-zizekiano. No es, como afirma Ruy Zurita (perito de CAMIT y responsable de las excavaciones)7, ni una reconstrucción, ni una entelequia, ni una teorización sobre el concepto de desaparición. Bajar los 30 metros en el pequeño ascensor que nos conduce al final del agujero, bajarlos en una absoluta oscuridad, mientras la humedad, la presión ambiental, la falta de oxígeno de ese estrecho lugar y el desagradable olor que poco a poco comienza a envolvernos, nos enfrenta al horror en su sentido más pleno. Abajo nos espera un conglomerado de cuerpos troceados, «retaceados» y entrelazados, conglomerado que se mezcla con restos de ropa, barro, proyectiles de bala, cuerdas y demás inmundicias arrojadas para esconder el crimen cometido (ver fotografía 2). El pozo de Vargas es, literal y judicialmente, la escena de un crimen. No es, por lo tanto, el N/N, el «ausente-presente» a quien encontramos allí. Ni siquiera es la incógnita, sino la respuesta más atroz al destino de cientos de personas. Su húmedo interior alberga cuerpos, brazos, mandíbulas y fémures con nombre y apellido. Sindicalistas, estudiantes, políticos, militantes, algunos con sus zapatos aún puestos. No estamos, pues, ante lo indecible, lo irreal o lo irrepresentable de la desaparición, sino ante su hiperrealidad más obscena, cruel y descarnada. «Aquí están», nos dicen sus familiares. Allí, en un deíctico interpelativo-performativo que, por primera vez en décadas, los trae a la presencia. No es por tanto casual que el lema bajo el que se reconocen muchos de estos familiares, concretamente aquellos asociados en torno a FADETUC (Familiares de desaparecidos de Tucumán), sea «Pozo de Vargas: presencia de una herida». La tierra se abrió, y en su emerger trajo consigo todo el dolor que en su momento se quiso borrar, esconder, ocultar. El pozo de Vargas se erige como esa herida abierta, insondable e imposible de cerrar, paradigma extrapolable a todo el resto de Argentina.

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Fotografía realizada por Juan Pablo Sánchez Noli.

Fotografía 2

La boca del pozo de Vargas

La historia del pozo de Vargas es especialmente relevante por numerosas razones. En primer lugar, se trata de un lugar que representa y resume de manera contundente lo ocurrido en Argentina durante la última dictadura militar (1976-1983). Las operaciones de aniquilación y de terrorismo de Estado llevadas a cabo por la Junta Militar argentina fueron especialmente virulentas al noroeste del país, en la provincia de Tucumán, en la que se implantó durante los años 75 y 76 el llamado Operativo Independencia8. Dicho operativo militar tuvo como objetivos principales el secuestro, torturas, asesinato y eliminación de miles de tucumanos. A partir de febrero de 1975, esta pequeña provincia alejada de la urbe porteña fue escenario del laboratorio de pruebas más funesto antes de del golpe del 76. La ocupación militar de la provincia, los operativos de búsqueda y captura de personas, así como el cercamiento de ciudades y pueblos, fueron algunas de las metodologías del terror utilizadas por los militares para amedrentar y someter a la población tucumana. Los primeros Centros de Detención Clandestina9, así como las primeras desapariciones forzadas se produjeron en esta norteña provincia, caracterizada por su amplio historial en luchas obreras, sindicales y estudiantiles. Un claro exponente de este periodo represivo fue el pozo de Vargas, inhumación clandestina, cuya complejidad merece un profundo análisis10.

Resulta imprescindible acudir a las investigaciones realizadas, algunas de ellas publicadas por el colectivo de arqueólogos que trabaja en la finca de Vargas, para comprender los distintos procesos, tecnologías y dispositivos que conforman este lugar, único por su idiosincrasia en toda la Argentina. Para CAMIT, la finca de Vargas y su correspondiente pozo están atravesados al menos por seis líneas de fundamentación en la que van a confluir distintos mundos o realidades sociales: el mundo andino, el ferroviario, el azucarero, el genocida y el memorial (Ataliva et al., 2015: 192). En la cartografía socio-política de la provincia, esta particular fosa11 supone un enclave atravesado por múltiples factores políticos, económicos y sociales: se trata de un lugar especial, relacionado con la industria del ferrocarril que, junto con la caña de azúcar, fueron en la historia de la provincia de Tucumán sus dos pilares económicos fundamentales. Además, la finca de Vargas se relaciona también con la privatización y los procesos de industrialización de la Argentina; y, por último, se trata de un agujero negro en medio de una villa miseria (Villa Muñecas), destino final para sindicalistas, obreros, estudiantes y políticos. Es, por tanto, un tropo siniestro en el que se concentran numerosos agentes político-sociales de la propia Argentina: desde la explotación agro-industrial desmedida, la pauperización del interior y sus provincias, hasta las tecnologías represivas y genocidas que fueron implementadas durante dictadura.

Nos centraremos en esta última caracterización, puesto que el pozo de Vargas es un claro ejemplo de las metodologías del terror utilizadas por el ejército argentino en esta provincia. Para CAMIT, el pozo se inscribe en el interior de un «paisaje genocida» (Ataliva et al., 2015: 195):

«Como el resto del país, en Tucumán el dispositivo desaparecedor requirió el involucramiento de una serie de actores y lugares para configurar una cartografía jalonada por espacios de reclusión clandestina como condición de posibilidad para sustentar las prácticas sociales genocidas, esto es, espacios cerrados y la experiencia concentracionaria como instancias esenciales para llevar a cabo el exterminio.» (Ataliva et al., 2015: 195)

En el caso de la finca de Vargas, esta cartografía diseñada y planificada sirvió no como dispositivo de encerramiento concentracionario, sino como lugar de inhumación y ocultación de cuerpos. Podríamos decir que el pozo es una tumba, un emplazamiento cuyo uso originario fue desplazado para ser reutilizado como repositorio de cuerpos12. Ahora bien, tanto el concepto mismo de inhumación como la propia idea de los cadáveres allí arrojados adquieren otra significación a través del propio terror. Como tal, el pozo no fue un emplazamiento mortuorio al uso. Ni siquiera poseía las características de otras inhumaciones clandestinas utilizadas por las fuerzas armadas, como las fosas comunes localizadas en cementerios civiles o en destacamentos militares. Incluso los muertos que allí se escondían fueron percibidos de una manera radicalmente diferente por los vecinos de la zona. Ni las tumbas eran tumbas en un sentido estricto del término, ni los muertos fueron muertos al uso. El grado de confusión en estas categorías y conceptos formaba parte de los propios límites difusos que la dictadura estableció entre la vida y la muerte, la presencia y la ausencia, lo cotidiano y lo extraordinario. La alteridad más radical invadió la percepción de los habitantes de la zona, trastocando con ello sus categorías espacio-temporales y los modos más básicos de reorganizar su existencia. En este sentido, afirman Vega Martínez y Bertotti:

«Esta realidad social dual: pozo de agua de acceso público – pozo tumba de inhumaciones clandestinas, trajo consecuencias altamente perturbadoras por los niveles de desestructuración en el mundo de la vida cotidiana y de la interacción social. Se sometió a los vecinos a una nueva y obligada realidad de normalidad – anormalidad y de visibilidad – invisibilidad del pozo de inhumaciones clandestinas, que necesariamente desembocaron en procesos colectivos de renegación y disociación social. Esta aporía —que obliga a la superposición de dos realidades— delata al crimen vigente que no encuentra las palabras para ser enunciado, las palabras que lo representen. Si el territorio aledaño al pozo, el vecindario de Villa Muñecas, se reviste de esta dualidad contrapuesta en la que la muerte que existe sencillamente no existe, porque nadie puede dar cuenta de esa existencia.» (2009: 3)

El juego de lo visible y lo invisible, del silencio y del horror fue alterando y distorsionando el principio de realidad de los vecinos, así como toda la vida cotidiana de este pauperizado barrio periférico (ibidem: 4). Este pozo-tumba, además de sus objetivos claramente ocultadores, adquirió una finalidad muy concreta: sirvió a los perpetradores como dispositivo de terror destinado a atemorizar a los habitantes de la zona. Se ha comprobado que toda la parafernalia y puesta en escena utilizada por los militares para arrojar los cuerpos de los detenidos-desaparecidos no fue sino un meditado teatro destinado a la expansión del terror entre los habitantes de las zonas vecinas al pozo (Ataliva et al., 2015: 96). El modus operandi fue siempre el mismo: cortes de luz en toda la villa circundante, entrada de camiones del ejército, disparos, incluso, algunos testigos relatan la presencia de detenidos vivos y asesinados in situ.

Utilizando las categorías de Ulrich Oslender, podríamos definir el pozo de Vargas y sus inmediaciones como un «lugar aterrorizado»13 (2008). Según este autor, las llamadas «geografías del terror» suponen toda una reorganización espacial de una zona concreta, reorganización destinada a amedrentar a las poblaciones locales utilizando el miedo como herramienta para inmovilizar y paralizar a través de la confusión y el desconcierto. Dicha reorganización se lleva a cabo, según el autor, a través de una serie de estrategias coordinadas, de las cuales destacamos las siguientes para aplicarlas al caso que aquí nos concierne: en primer lugar, se produce la creación de «paisajes del miedo», en los que el terror se materializa espacialmente en la vida cotidiana de los individuos. En el caso del pozo de Vargas, esta materialización tuvo lugar con la visibilización de distintos rastros y señales, como huellas de botas en cal, restos de sangre y balas, enseres de los desaparecidos esparcidos por la finca, camiones militares circundando la zona, etc. También se modifica la vida cotidiana a través de la restricción de la movilidad. Como ejemplo de ello, son los cortes de luz, la prohibición de salir de las casas, la sensación de confinamiento de la que hablan muchos vecinos o el cercamiento de la villa miseria. De este modo, afirma Oslender, «un sentido de inseguridad generalizado se extiende por el lugar y afecta las formas en que la gente se mueve en sus alrededores. El contexto de terror lleva así a una fragmentación del espacio y rompe dramáticamente la movilidad espacial cotidiana» (ibidem: s/p). Se produce, además, la transformación drástica del sentido del lugar. Un claro ejemplo de esta estrategia fue la utilización del pozo como lugar de arrojo de cuerpos, la modificación de la finca cañera en un espacio contaminado por la muerte y la normalización de la infamia. Por último, se da una desterritorialización que modifica la percepción acogedora del territorio. «El terror rompe con las formas existentes de territorialización. Las amenazas y masacres cometidas por los actores armados llevan a la pérdida de control territorial de las poblaciones locales» (ibidem: s/p)14.

En la línea de Oslender, Pamela Colombo realiza un análisis de la construcción social del espacio en aquellos lugares que han sido víctimas de la violencia estatal, concretamente en la provincia de Tucumán. Si bien Colombo no se detiene particularmente en caso del pozo de Vargas, muchas de sus tesis resultan extremadamente útiles a la hora de abordar y comprender la complejidad de este emplazamiento. Así, por ejemplo, la autora prefiere utilizar el concepto de «constelación» para analizar los espacios de secuestro, desaparición, tortura y muerte que funcionaron en la provincia, dado que se trata de espacios complejos, nunca lineales, en el que intervienen diversas variables y actores sociales (2017: 22). La finca de Vargas sería, por tanto, una constelación que incluye diversas y complejas realidades y prácticas sociales, así como tecnologías y dispositivos destinados a la restructuración radical de una comunidad concreta. Suerte de no-lugar o lugar desplazado, aterrado, investido por el horror, el pozo señala la herida, el trauma, grieta de casi cuarenta metros que no ha dejado de exudar memoria y dolor.

4. La cripta: habitar el vacío

«La observación directa del vacío es imposible (...). La única manera de acercarse a él es a través de las huellas que deja sobre la realidad plena.»

Gabriel Gatti (2006)

Según Julieta Lampasona, «los procesos de violencia social irrumpen en la cotidianeidad de la vida, produciendo quiebres en la estructura de sujeto, desarticulando su mundo de la interacción, aislando y quebrando los proyectos colectivos» (2010: 3). El grado de dislocación que producen determinados procesos y prácticas violentas supone no solo un desajuste radical entre las poblaciones y su entorno cotidiano, sino que además favorece la irrupción de lo traumático. De este modo, las colectividades terminan por reorganizarse y rearticularse alrededor de un núcleo fantasmático-traumático, de una herida tan intolerable como indigerible, la cual, en la mayoría de los casos, resulta casi imposible de saldar o redimir. Esa incapacidad de digerir, de asimilar, de introyectar semejante alteridad y catástrofe simbólico-material, es aquello que Janine Puget (2006) denomina «lo impensable». En los estados de amenaza y violencia continua, como sucede en el caso de dictaduras o regímenes totalitarios, se ponen en marcha procesos de aniquilación que afectan tanto a nivel social como a la integridad individual de los sujetos. De este modo, según Puget, se generan «espacios vacíos de significación» (ibidem: 37) que utilizan el miedo y el horror como herramientas de control y sometimiento social. La inseguridad y la continua amenaza son algunas de las metodologías usadas para generar todo tipo de ansiedades, desconcierto y pavor. Surge, de este modo, un tipo de «terror sin nombre», inefable, inaprensible, que acecha a lo cotidiano y cuya irrupción es imposible de predecir. Este terror indecible es «lo impensable», lo no tolerable. Lo impensable «es del orden del vacío, del desecho, del agujero, de la herida. Se refiere a ciertas percepciones que pueden despertar emociones intolerables y no encuentran traducciones en palabras» (ibidem: 53). Para Adriana Cavarero (2009), ese tipo de terror, generado por un tipo de violencia que adquiere formas inauditas, va más allá del terror tout court, por lo que la autora prefiere denominarlo «horrorismo»: pánico que produce una reacción fisiológica paralizante, terror sin objetivo que nos enfrenta cara a cara con lo espantoso y lo repugnante. El horrorismo es, para Cavarero, la forma que adquiere la violencia contemporánea sobre el inerme, atacando directamente la dignidad ontológica de la víctima, deshumanizándola y volviéndola absolutamente prescindible (ibidem: 17).

Fueron numerosas las prácticas sociales genocidas utilizadas durante la última dictadura militar argentina para generar terror en la población (Feierstein, 2007). El ejemplo más patente de este «horrorismo», de esta angustia sin límite que se propagó por todo el país, fue la figura del «desaparecido». La desaparición es el paradigma del inerme por excelencia. También de la absoluta vulnerabilidad, aquella que conlleva la condena política de habitar ad infinitum en el vacío de la ausencia. «La representación mental del desaparecido —afirma Puget— es la herida abierta cuya cicatrización es difícil y deja marcas imborrables, la del vacío y la de la amputación» (2006: 55). Dicho vacío de significación se ha hecho ya célebre en la definición que nos propone Gatti del detenido-desaparecido como una «catástrofe social y lingüística» que irrumpe en el sentido de manera radicalmente disociativa y desestructuradora (2006: 27). El llamado «poder desaparecedor»15 supo de manera eficaz separar y resquebrajar los vínculos necesarios entre lenguaje, sentido y realidad social. Y, para ello, fueron distintos los dispositivos utilizados; entre algunos de ellos, podemos señalar: la utilización de espacios cotidianos convertidos en centros de tortura, detención y exterminio; la visibilización absoluta y transparente de la muerte y el horror; la persecución, acecho y vigilancia continua; la desaparición de personas en cualquier lugar y momento del día. De este modo, la catástrofe se hizo cotidiana y el horror inmanente. Junto con la micropolítica del miedo, estos dispositivos invadieron todo el campo de lo social, cual espesa niebla16 que fue difuminando y borrando tras su paso todos aquellos contornos y definiciones que otorgan seguridad y sosiego a una comunidad política.

La vida que se construye en torno a este vacío o catástrofe es, según el psicoanálisis, la vida suspendida en lo traumático. Es algo similar a un «espacio en blanco» o «agujero negro» (Dürr, 2017: 30), en el que los lazos sociales son engullidos por la maquinaria desaparecedora y sus prácticas genocidas. El trauma es un tipo de «espasmo» o conmoción que produce un exceso de significación, una colisión del sujeto con aquello que Lacan denominó «Lo Real» (2009). Dicho exceso, según Amos Goldberg: «que se crea en el trauma y que no se integra en ninguna estructura significativa, queda condenado a andar retornando como síntoma traumático, persiguiendo al sujeto de una forma compulsiva» (apud Dürr, 2017: 148). Para Laplanche y Pontalis, el trauma es una lesión, una herida en el conjunto del organismo resultante de una violencia extrema ejercida sobre el mismo (2007: 499-500). Herida que siempre retorna, de manera iterativa, cuasi fantasmática, haciendo prácticamente imposible su resolución. Golpe de violencia tan extrema que genera fuerzas disruptivas en el aparato psíquico, produciendo así huecos significativos, vacíos de significación. Pues el trauma va ligado necesariamente a la rememoración, al retorno repetitivo del recuerdo, del acontecimiento originario que ha dado lugar al suceso traumático. Y en ese retornar, acecha siempre la presencia fantasmática de aquello que se ha querido borrar, olvidar o reprimir.

Podríamos establecer cierto paralelismo entre esta figura psicoanalítica del trauma y sus efectos psico-sociales con la propia finca de Vargas. Por todas las características señaladas en la misma, la finca y su pozo se erigen como un «paisaje genocida», según CAMIT, pero también como un «paisaje traumático»17. Los trabajos de campo realizados por Mercedes Vega Martínez y María Carla Bertotti (2009) son fundamentales para comprender el alcance que tuvieron en la población civil los operativos de disciplinamiento y de terror realizados en la finca de Vargas y sus inmediaciones. El miedo, los silencios, la convivencia con la muerte y el horror quedan plasmados en las entrevistas realizadas por estas investigadoras a numerosos testigos y habitantes de Villa Muñecas. Asimismo, el distanciamiento con estos cuerpos extraños, con estas muertes otras o ajenas, hizo del pozo de Vargas un lugar investido por una alteridad radical, pero a la vez continuamente presente a través de los ruidos, olores y objetos esparcidos por la finca. En este sentido, afirma Bertotti:

«En Villa Muñecas, la materialidad de los muertos del pozo impactó sobre las representaciones sociales relativas a la vida y la muerte, que no pudieron/ pueden asistir, auxiliar al eslabonamiento entre esos cuerpos y los sujetos que fueron muertos —sujetos semejantes, atravesados por relaciones sociales, una historia— desplazando a esos muertos a una distancia social que los ubica en una posición de ajenidad radical. Esos muertos sin lazos que los liguen al mundo de los vivos, quedan escindidos y no provocan en los vecinos del barrio la puesta en marcha de las instituciones sociales que integran la muerte al desarrollo y continuidad de la vida social.» (2009: 7-8)

Las caravanas nocturnas traían consigo inciertos bultos, cuerpos anónimos, sin rostro ni identidad. La muerte de aquellos otros, los desaparecidos, los subversivos, estaba cargada de un halo de distancia simbólica necesaria para producir extranjería y alteridad. Las muertes del pozo de Vargas, en definitiva, llevan la desposesión más extrema inscrita en la piel misma del muerto. Se trata de una continuación del concepto agambeniano de nuda vida (1998) como esa vida despojada de todo valor político, carente, en definitiva, de todo valor y cuya excepción está en la base de toda comunidad política, pero en este caso extrapolada a la muerte. Más allá de la vida desnuda, encontraríamos la nuda muerte, aquella vida cuya ausencia de valor se refleja asimismo en su muerte y en la gestión que del cuerpo muerto hace la comunidad política de la que ha sido previamente expulsado. Dicha desnudez supone una precariedad ontológico-política que persigue al muerto, incluso, después de muerto. Pues como afirma Judith Butler (2006), la vida precaria, en definitiva, es aquella vida cuya precariedad continúa tras la muerte. La vida precaria, en el sentido político del término, será aquella que no merecerá vivirse y, por ende, mucho menos llorar u honrar su pérdida. La precariedad de una vida podrá medirse, por tanto, en su condición de «no duelable»18. La deshumanización y la vulnerabilidad operada por la violencia genocida se jugará tanto en los vivos como en los muertos.

Los cuerpos arrojados al pozo de Vargas fueron vividos como muertos «fuera de lugar», como afirma Colombo (2017), una muerte sin nombre que desestabiliza las fronteras entre lo vivo y lo muerto, lo real y lo imaginario, los emplazamientos que una comunidad delimita para cercar la muerte y alejarla de la vida cotidiana (Colombo, 2017: 170). Son cuerpos que han sufrido un necro-ostracismo, una condena política más allá de la muerte que los expulsa a un de exilio postmorten, en el que su condición de ciudadanos se borra y esfuma, junto con su identidad política. Para explicar esta especie de exilio que afecta al tratamiento de determinados cuerpos, Paco Ferrándiz utiliza el término de «subtierro» (2001), en relación a los miles de personas ejecutadas durante la Guerra Civil española y posteriormente por el régimen franquista que, hoy, continúan desaparecidas y amontonadas en distintas fosas comunes. «La condición del subtierro —afirma Ferrándiz—, por tanto, se referiría a un tipo de éxodo bajo tierra, cuyo origen histórico sería el mismo que el de los exiliados, desterrados o transterra­dos que tuvieron que abandonar España» (Ferrándiz, 2001, ibidem: 526).

Para Vega Martínez y Bertotti (2009), el pozo de Vargas, en tanto que necrolugar o lugar de producción de la muerte, trajo consigo una disolución y un quiebre de los sistemas de representación de la muerte misma (Vega Martínez y Bertotti, 2009: 3). Allí, la muerte se hizo ajena, se hizo otra, radicalmente otra. Los cuerpos eran tan extraños como innombrables e inefables. «Esas muertes constituyen unos muertos que, sin rituales, sin tumbas, sin cementerios y sin lazos que los liguen al mundo de los vivos, quedan escindidos, como muertos vagabundos en los silencios colectivos» (Vega Martínez y Bertotti, 2009ibidem: 3-4). Estos «muertos vagabundos», errantes, retornan una y otra vez en los relatos, narrativas y silencios. A modo de espectros, permanecen encriptados en la memoria. Pues el pozo de Vargas, como necrolugar, es asimismo una cripta. Recordemos que, para el psicoanálisis, cuando el muerto se anuda en nuestro interior, en aquellos duelos negados, diferidos y no elaborados, se produce un estado patológico que nos hace morar en el trauma y en la melancolía. Abraham y Torok dan a este estado un nombre extremadamente bello e inquietante: la cripta, «figura de la parálisis que mantendría el duelo en suspenso» (apud Avelar, 2000: 8). La cripta es un enclave, según Derrida (1976), de quiste o bolsillo envaginado en el interior del Yo que alberga esa imposibilidad de asimilar, de digerir por completo el objeto externo. La cripta, por tanto, en tanto que cuerpo extranjero invaginado en el interior del Yo, supone siempre un «efecto fantasma» (Derrida, 1976, ibidem: 42). Especie de habitáculo, de casa tomada o guarida fantasmal en el interior del Yo en la que se aloja el muerto.

A este estado de «suspensión», de una alteridad no apropiable que se enquista en el interior del sujeto, Mónica Cragnolini lo ha denominado «melancología» (2001), en una vuelta de tuerca de la melancolía freudiana, el pensamiento de la cripta y la «hantologie» derridiana (Cragnolini, 2001: 68). Freud (1993) define la melancolía como ese estado morboso o patológico que encierra al sujeto en la repetición compulsiva y lo instala directamente en el trauma. De este modo, el sujeto queda ligado infinitamente al objeto perdido, y se vuelve incapaz de salir del círculo enfermizo del recuerdo. La melancolía hace que nuestro mundo parezca desierto condenándonos a vivir en un duelo diferido, inconcluso, encallados en la tarea de reela­bo­rar la pérdida. Asimismo, la melancolía abre un espacio fantasmático donde el objeto perdido intenta reapropiarse de forma repetitivo-compulsiva sin éxito alguno. Es esta cualidad fantasmal de la melancolía la que Cragnolini resalta con su nuevo vocablo, pues la melancología señala ese estado en el que somos habitados, asediados, por una alteridad inapropiable, indigerible, que contamina nuestra mismidad y se encripta en lo más profundo de ella (Cragnolini, 2001: 67). Somos expropiados, parasitados por una alteridad radical, imposible de incorporar, de introyectar. El pensamiento de la cripta supone esa desapropiación, ese asedio de un otro fantasmático que nos contamina desde dentro. Y el habitante de esa cripta, de ese vacío o pozo abismal, nos dice Derrida (1976), es siempre una suerte de «muerto-viviente», de resto que retorna, una y otra vez, de arribante absoluto que resiste habitando y asediando nuestro espacio doméstico (Derrida, 1976: 31). Pero como vamos a ver el muerto que vuelve y reaparece abre en su superviviencia un espacio de hospitalidad.

5. La casa tomada19: ça revient

«Los muertos del pozo vuelven —porque nunca se fueron— y denuncian el crimen.»

María Carla Bertotti (2009)

«El desaparecido —afirma C. Dürr— es un fantasma, sin cualidad específica, ni vivo ni muerto, ni presente ni ausente» (Dürr, 2017: 35). La metáfora espectral invadió las prácticas sociales, los regímenes simbólicos y discursivos en la Argentina dictatorial, en la que miles de personas desaparecieron bajo el supuesto policial de «ausencia con sospecha de fallecimiento». Las ausencias se hicieron infinitas, se dilataron en el tiempo. Y el vacío fue creciendo y contaminando todos los espacios, en un proceso cada vez más complejo e imposible de metabolizar. El desaparecido es la oquedad, el agujero negro infinito, en donde la vida y la muerte se suspenden, esperando de alguna manera ser retornados al espacio público del que fueron expulsados. Allí donde el muerto se hizo cripta, donde el duelo fue negado, surge la mitología fantasmática, amparada en una política violenta del terror. Afirma, en este sentido, Lampasona:

«Esta figura novedosa del detenido-desaparecido, su emergencia y la violencia disruptiva que la hace posible, rompen nuestras estructuras cognitivas e imposibilita el lenguaje. Aquello que nos permitía pensar la vida social, los muertos y los vivos, las presencias y las ausencias en un tiempo y espacio determinados, se desvanece. En este proceso, el detenido-desaparecido se constituye como un nuevo estado del ser, en tanto que se constituye en un espacio irresoluble de ausencia / presencia, acecho permanente. La desaparición forzada inaugura, así, un sin-espacio y un sin-tiempo; el «desaparecido» supone un estado del ser que nunca se acaban» (Lampasona, 2013: 8)

Dos son los conceptos utilizados por Lampasona que aquí me interesan: por una parte, esa nueva ontología basada en cierta espectralidad del ser; por otra, la idea misma del acecho. A semejante ontología, Derrida la denomina «hantologie» (1995), que es en definitiva el modo de habitar que tienen los espectros. La palabra recoge toda la semántica del verbo francés «hanter», en el sentido de frecuentar, visitar, aparecerse; «hanté» significa literalmente encantado, asediado, por fantasmas; y «hantise», obsesión. Toda la carga semántica de estas palabras es recogida por Jacques Derrida en su obra Espectros de Marx donde se nos propone una ontología del asedio basada en el espectro como figura ético-política del otro radical. Pues, en definitiva, un espectro tiene una forma poco habitual de habitar, de ocupar un lugar, de acecharlo: entre la presencia y la ausencia, lo visible y lo invisible, lo tangible y lo imaginario. Entre el ser y no ser, la lógica de la espectralidad termina por desestructurar toda posible ontología, toda categorización del ser y sus cualidades, incluso toda epistemología o gnoseología:

«Es algo que, justamente, no se sabe, y no se sabe si precisamente es, si existe, si responde a algún nombre y corresponde a alguna esencia. No se sabe: no por ignorancia, sino porque ese no-objeto, ese presente no-presente, ese ser-ahí de un ausente o de un desaparecido no depende ya del saber ([…) ] No se sabe si está vivo o muerto. He aquí —o he de ahí, allí— algo innombrable o casi innombrable: algo, entre alguna cosa, esta cosa, this thing, esta cosa sin embargo y no otra cosa, esta cosa que nos mira viene a desafiar tanto la semántica como a la ontología.» (Derri­da, 1995: 20).

Ese algo que retorna, innombrable e inaprensible, supone, tal y como hemos visto, no solo una alteridad radical, sino también, como afirma Tello (2016), una alteridad liminar en referencia al umbral, a los límites entre la vida y la muerte, lo cotidiano y lo extraordinario, la exterioridad e interioridad (Tello, 2016: 36). El efecto fantasma se inserta, asimismo, en la lógica del asedio20, tanto en el sentido de lo amenazador en sí, como también de esa alteridad que irrumpe, esa remanencia de algo que retorna y reaparece interpelándonos de manera directa. Nachleben es la enigmática palabra, utilizada por Aby Warburg, y que ha sido traducida por «supervivencia», para describir ese retorno del pasado, cierta urgencia anacrónica, intempestiva, de un resto que se empeña en regresar una y otra vez (Didi-Huberman, 2009: 27). Los fantasmas o aparecidos traen consigo duelos insondables, dolores infinitos, reclamos de justicia. «El desaparecido —afirma Derrida— aparece siempre ahí, y su aparición dista de no ser nada. Dista de no hacer nada» (Derrida, 1995: 113).

Esta lógica espectral inaugura toda una lectura ético-política de la justicia, la memoria y la deuda. Ahora bien, en situaciones de violencia inaudita, como es el caso de Argentina, encontramos dos tipos distintos de «espectralidad». Partiendo de la definición derridiana del espectro como asedio, como ocupación ominosa de un oikos que ha sido perturbado y alterado, tendríamos en primer lugar el espectro-cripta que mora en el trauma, que nace de la herida. Se trata de un estado psicosocial y emocional inaugurado por el terror político. La figura del desaparecido, incluso de esa «muerte otra» y ajena que analizábamos a través de los cadáveres del pozo de Vargas, serían sus mayores exponentes. Giorgio Agamben denomina «larvas» (2011) a estos espectros culposos que habitan a la manera de un íncubo en el interior de las malas conciencias, escondiéndose en lo más profundo de nuestro dolor (Agamben, 2011: 54). Son espectros-melancológicos, retomando el término de Cragnolini (2001), incrustados en lo más profundo de una sociedad que ha sufrido un estado de amenaza y que mora en la pérdida y la ausencia.

Un segundo tipo de espectralidad surgiría de esta nueva figura política encarnada en la aparición. Se trataría de ese espectro irruptivo, intempestivo, de ese resto que sale a la luz trayendo consigo el testimonio del crimen y un reclamo de justicia. Pues el fantasma, como afirman Katzer y de Oto (2013), siempre reclama, exige, testimonia, denuncia una mala muerte, una muerte deslocalizada. Para Tello, «los fantasmas no solo se manifiestan y espantan, también movilizan, advierten, orientan y expresan conflictos morales» (Tello, 2016: 37). Los restos escupidos por las fosas comunes, por los pozos infames, por las cunetas olvidadas, aparecen, retornan, llaman a nuestra puerta. Esos restos de una totalidad destruida, emergen reclamando, exigiendo precisamente su reconstrucción y restitución al espacio público. Son restos que suponen un devenir tumba de la fosa y un devenir muerto de aquel cuya condición política le fue negada. Asimismo, los restos traen consigo una nueva figura política, una figura de la resistencia y de la justicia. Basta un puñado de huesos para transformar la nuda vida en un aparecido, una nueva entidad que nos exige abordar la infamia desde categorías diferentes. Estaríamos, entonces, ante un espectro-supervivencia, algo así como un Nachleben-espectro que en cierto modo recupera, a través de la restitución al espacio público, esa vida política que le fue negada. El espectro irrumpe y en su irrupción, resiste y retorna, trastocando y desajustando tanto la metafísica de la presencia, como toda lógica clásica y hegemónica de la agencia política. Los dos tipos de espectralidad que estamos esbozando se corresponderían a dos lógicas del asedio diferentes: por una parte, tendríamos el asedio entendido como estado de amenaza total y de violencia prolongada (Puget, 2006: 36), esto es, como metodología del terror; por otro, el asedio como nueva ontología política inaugurada por la figura del aparecido: un nuevo tipo de êthos, de hospitalidad, esto es, en definitiva de ser-en-común capaz de acoger, de forma incondicional, al otro que retorna, al arribante absoluto que llama a nuestra puerta.

6. A modo de conclusión: ¿puede hablar el muerto?

«No hay hospitalidad sin que esté en juego la espectralidad.»

Jacques Derrida (1995)

Los trabajos de recuperación e identificación de restos, llevados a cabo por los distintos equipos de investigación de arqueólogos y antropólogos argentinos, han supuesto una modificación radical del espacio público, así como también de las políticas en derechos humanos. Los escupidos del pozo de Vargas traen consigo restos, memorias resistentes que han sido resignificadas y reapropiadas política y éticamente, tanto por familiares, víctimas como por la sociedad civil. Y esta resignificación del resto, así como su consecuente reincorporación al universo de la identidad, la comunidad y el espacio público, supone una exigencia ético-política inexcusable. Es ahí, nos dice Derrida (1995), donde se abre la posibilidad de la hospitalidad, donde la singularidad irreductible del otro, incluso del otro muerto, anónimo y extraño, nos llama y reclama. ¿Acaso puede hablar el muerto? ¿Qué tipo de testimonio nos ofrece su voz? ¿Qué reclamos trae esta inquietante llamada, una llamada que manda sin ordenar, que pide, desde la lejanía, la memoria y la distancia? ¿Qué vida política pueden asumir, se pregunta Ferrándiz (2011), estos subterrados, estos restos olvidados, estos «artefactos averiados» (Ferrándiz, 2011: 530)? Para Ferrándiz, una autopsia social se pone en marcha a la luz de la aparición de estos restos insumisos, los cuales adquieren, de alguna manera, una vida política. Se trataría de una vida de ultratumba, una vida más allá de la fosa (ibidem: 534), en el sentido de restitución al concepto de vida política de la cual estos cuerpos fueron expulsados. El propio Ferrándiz señala hasta cinco posibles vidas: asociativa, política, mediática, judicial, científica y emocional (ibidem: 535). Los aparecidos generan y producen determinadas relaciones sociales, tienen efectos reales en el campo social y en la vida individual de sus familiares, activan debates políticos en torno a la memoria, a la justicia, evidencian, en calidad de testigos, de pruebas de un crimen, siendo un testimonio real de la ignominia cometida. El aparecido habla, resuena, provoca resonancias en toda la sociedad, en las memorias colectivas y en las individuales. El espectro habla, pero su voz corresponde ya a otra espacio-temporalidad. Al igual que el eco de Valdemar, retumba en el orden de la promesa, la deuda y la justicia. Retomo aquí el acertado concepto de «resonancia», utilizado tanto por Tello como por Bertotti y Vega Martínez en el sentido de «eco o reverberancia», es decir, literalmente «qué sonidos —imágenes, representaciones— produce la desaparición forzada que replica, repercute en otros sonidos produciendo nuevos ruidos sociales» (2009: 9). He ahí, posiblemente, la agencia política de estas espectrales vidas. Agencia que no puede ya situarse ni definirse dentro de los parámetros hegemónicos del pensamiento político.

La resonancia de los desaparecidos argentinos se inserta en esa lógica de la visitación que caracteriza al espectro. Se trata de una venida inanticipable, imprevisible, de esa alteridad absoluta que nos reclama hospitalidad incondicional: esto es, reclama lugar, tópos político, oikos (Katzer, 2013: 122). Y, en ese reclamo o llamada, hay cierta restitución de una ética de la acogida en un acto de reparación, de memoria y de justicia. La voz del muerto resuena, nos increpa desde las fronteras de la pólis. El muerto nos requiere, como Polinices, expulsado de los límites de la comunidad y convertido en mera carroña para buitres. El muerto clama a Antígona la celebración de los rituales funerarios, rituales suspendidos por el tirano Creonte. Ante ese cuerpo vulnerado y mancillado, ante esos restos fraternos, Antígona se levanta y responde. Puesto que hay que «responder del muerto, responder al muerto» (ibidem: 125). Y es en esa respuesta donde reside el principio de una justicia incondicional. Un muerto que nos habla de memorias y herencias, del pasado y del porvenir, de una justicia tan imposible como infinita. Se trata de devolverles la palabra, y con ello el acceso a esa comunidad político-lingüística y funeraria de la que fueron expulsados. Tal es la exigencia ético-política que nos acomete.

Aprender a vivir con los fantasmas, nos dice Derrida (1995), con esos otros que ya no están, pero que asedian y acechan nuestras actuales comunidades políticas. Puesto que nada más justo hay que esta «fantasmagoría», que cierta espectropolítica o genealogía de los fantasmas para acoger y dar cabida a todas aquellas vidas vulneradas, silenciadas y borradas por la violencia política. «Hay que hablar del fantasma, incluso al fantasma y con él, desde el momento en que ninguna ética, ninguna política, revolucionaria o no, parece posible, ni pensable, ni justa, si no reconoce como su principio el respeto por esos otros que no son ya…» (ibidem: 12-13). Decía Kierkegaard que el acto de amor más desinteresado y fiel es la memoria de los muertos. Y es posible que el muerto y su fantasma no reclamen nada, no exijan nada, más que esa fidelidad infinita que reside en el no olvido y en la evocación. Tal es la escena ética que se nos presenta, de forma inconmensurable, como escena originaria, desde la cual retomar la cuestión del poder, lo político y la comunidad.

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1 Este trabajo ha sido realizado en el marco del proyecto de investigación «Industrias de la memoria: identidad, democracia y relatos en los espacios de memoria de Argentina, Chile, Paraguay y Uruguay» (Referencia: HAR2015-68468-R), financiado por el Ministerio de Economía, Industria y Competitividad, dentro del Programa Estatal de Investigación, Desarrollo e Innovación orientada a los retos de la sociedad. Proyectos de I+D+I.

2 Obituario de la autora a su tío materno, Hernán Eugenio González, escrito tras la aparición de sus restos en el pozo de Vargas y publicado en el diario tucumano La Gaceta, el 14 de mayo de 2014.

3 Fotografías realizadas y cedidas para el uso en este artículo por Juan Pablo Sánchez Noli.

4 La complejidad de las tareas de excavación realizadas en el pozo de Vargas se ha visto reflejada también en los grupos de investigación que las han llevado a cabo a lo largo de estos 16 años. En sus inicios, dichas tareas tuvieron como responsable al grupo GIAAT (Grupo Interdisciplinario de Arqueología y Antropología de Tucumán), perteneciente a la Facultad de Ciencias Naturales de la Universidad Nacional de Tucumán. Actualmente, las tareas están dividas en dos fases: por una parte, las excavaciones y la recuperación de restos biológicos y materiales son realizadas por el grupo de arqueólogos y peritos perteneciente a la Facultad de Ciencias Naturales de la UNT, CAMIT (Colectivo Arqueología Memoria e Identidad de Tucumán). Por otra, las tareas de identificación, cotejo de ADN, así como de notificación a los familiares y custodia de los restos están en manos del EAAF (Equipo Argentino de Antropología Forense).

5 Utilizo aquí los conceptos derridianos, tanto de espectralidad como del que retorna: el revenant o aparecido, en ocasiones también llamado el «arribante», es para el autor argelino esa alteridad inapropiable y absoluta que irrumpe de manera intempestiva. En esa aparición, encontraremos el germen de una ética de la acogida y de la hospitalidad (Derrida, 1995: 194; 2001: 51).

6 Desarrollaremos más adelante estos «efectos de hospitalidad» o vínculos que se producen tras la aparición de personas desaparecidas. Como veremos, el propio Paco Ferrándiz señala hasta cinco posibles vidas o efectos en las relaciones sociales, que van desde la posibilidad de asociación, la militancia política, el requerimiento judicial o, incluso, el efecto emocional (2011: 535). En el caso argentino, muchos espacios de exhumación se han ido transformando gracias a los familiares en auténticos espacios de encuentro, rememoración, vínculo social o consuelo. En el predio del pozo de Vargas, por ejemplo, se han celebrado homenajes, recordatorios, vigilias, días del padre o de la madre, iniciativas propiciadas siempre por familiares, militantes, vecinos, amigos. Estaríamos quizás ante una de esas «comunidades de duelo» cuyo vínculo fundamental no es otro que la pérdida y la vulnerabilidad (Butler, 2010).

7 Véase «Pozo de Vargas: la masacre que quisieron ocultar», documental realizado por los periodistas José Inesta y Patricia Aguirre (Canal 10 de Tucumán).

8 Para una mayor profundización de este periodo de la historia argentina, remitimos a las obras de Emilio Crenzel (2001; 2010,), Santiago Garaño (2016) y Pamela Colombo (2011; 2013; 2017).

9 El primer CCD (Centro Clandestino de Detención) de Argentina fue la Escuela Diego de Rojas, conocida como la «Escuelita de Famaillá», que comenzó a funcionar en esta localidad de la provincia de Tucumán en 1975, con el Operativo Independencia. Por sus dependencias pasaron más de mil personas.

10 El caso del pozo de Vargas no es único en la provincia de Tucumán, especialmente castigada antes y durante la última dictadura. Los espacios de inhumación clandestina son numerosos y pocos son los que han podido ser trabajados por los distintos grupos de arqueólogos y antropólogos que operan en terreno tucumano. Son especialmente relevantes las fosas encontradas en el Arsenal Miguel de Azcuénaga, considerado el centro clandestino de detención y extermino más grande de toda la provincia. A pesar de esta «geografía del terror» y de la relevancia de muchas excavaciones, aquí nos centraremos exclusivamente en el pozo de Vargas, sin entrar a analizar otras fosas, lo cual excedería los objetivos de este trabajo.

11 Recalcamos, una vez más, que no se trata de una fosa en sentido estricto del término. El pozo de Vargas, como su nombre indica y como ya se ha señalado, es literalmente un antiguo pozo de agua, cuya finalidad no fue nunca la de albergar cuerpos humanos (como sí sucede con otras fosas que se han encontrado en el resto del país, fosas abiertas en Centros Clandestinos de Detención o en cementerios civiles). Sus características estructurales (profundidad, diámetro, humedad, etc.) han dificultado de manera especial la tarea de recuperación llevada a cabo por los arqueólogos, a la vez que han supuesto una causa añadida al deterioro considerable de los restos allí encontrados (es de destacar que no se han podido recuperar más que fragmentos. Ningún cuerpo ha podido reconstruirse en su totalidad).

12 Tal es la definición que Vega Martínez y Bertotti esbozan del pozo de Vargas: tumba, en el sentido de «construcción social». Para los vecinos de Villa Muñecas, tal fue la función que cumplió este emplazamiento durante la dictadura militar (Vega Martínez y Bertotti, 2009: 3).

13 Si el «hogar», como afirma Oslender, siguiendo a la autora feminista bell hooks, es ese espacio donde el individuo crece y se desarrolla en un marco hospitalario y acogedor de solidaridades y sociabilidades, el «lugar aterrorizado», por el contrario, es aquel hogar que ha devenido siniestro y que ha sido investido por los agentes causantes del terror. Resuena en la definición de Oslender la ya clásica caracterización freudiana de lo unheimlich, traducido como «lo siniestro»: aquello que siendo familiar ha devenido ominoso, espectral, y que ha convertido lo más propio e íntimo en un lugar inquietante y amenazante. De este modo, cualquier tipo de familiaridad se desvanece, y nuestra incorruptible identidad se ve asediada por un horror ininteligible. Analizaremos con mayor profundidad esta idea de «asedio del hogar» en el apartado 5 de este artículo en un momento posterior de este artículo.

14 El terror funciona, nos dice Julieta Lampasona, como un operador social que «reorganiza el mundo de la vida» (Lampasona, 2013: 4).

15 «El poder desaparecedor —afirma Lampasona— en esa modalidad ostensible y clandestina al mismo tiempo, va conformando una realidad siniestra que, desde el terror, fragmenta, paraliza y silencia» (2013: 6). Véase también Calveiro (2004).

16 Resuena aquí el famoso decreto hitleriano «Nacht und Nebel» («Noche y Niebla»), firmado en 1941, según el cual los prisioneros capturados en los países ocupados debían ser trasladados a los centros de exterminio en los que se «desvanecerían» en la oscuridad de la noche y la niebla.

17 Christian Dürr (2017), por ejemplo, utiliza la definición de Aleida Assman de «lugar traumático» para describir la ESMA (Escuela de Mecánica de la Armada, el centro clandestino de detención más importante que funcionó durante la dictadura argentina en la ciudad de Buenos Aires). Un lugar traumático sería aquel que está atravesado por la imposibilidad del relato debido a la historia inenarrable que se esconde en su interior. Por ello, se trata de un lugar imposible de resignificar, de adquirir un significado diferente para una comunidad política.

18 Utilizo aquí la acertada expresión de Gabriel Gatti, quien la utiliza para definir la condición de los detenido-desaparecidos: «la figura del detenido desaparecido, una figura no duelable pues ni muerto ni vivo, pues ni ausente» (2015: 8).

19 El nombre de este apartado hace referencia, como es evidente, a ese bello e inquietante cuento de Cortázar, de una casa que se ve poco a poco tomada e invadida por espectros que van apoderándose de cada rincón y de cada estancia. Pero, además, me gustaría mencionar el excelente trabajo de Pamela Colombo sobre el «espacio de la casa», invadido no solo por la catástrofe del secuestro y la desaparición de alguno o algunos de sus miembros, sino también como ese espacio de la intimidad del hogar que se ve asediado por lo espectral y lo ominoso tras una desaparición. «La casa se expande con la catástrofe —afirma Colombo— La desaparición deja allí una ausencia que nunca se resuelve, y frente a esa falta se altera también el vínculo con dicho espacio. La casa se vuelve muchas más cosas que una “simple casa”: pareciera volverse una especie de cenotafio, un monumento funerario vacío, para un cadáver que no está, que no se tiene, pero que se espera» (2017: 27). Es posible que esta espera infinita de esos muertos sin cuerpo ni identidad puedan servirnos para comprender el «efecto asedio» producido por la dictadura en todo el territorio argentino.

20 Respecto a este oikos asediado, nos dice Derrida: «es la palabra del asedio irreductible. Lo más familiar se torna lo más inquietante. El hogar económico o ecológico del oikos, lo próximo, lo familiar, lo doméstico, incluso lo nacional (heimlich), se da miedo a sí mismo. Se siente ocupado, en el propio secreto (Geheimnis) de su adentro, por lo más ajeno, lo lejano, lo amenazador» (1995: 163).