Papel crítico 64

Zama / Roma

Estela Schindel*

Europa-Universität Viadrina (Alemania)

Zama

Género: Drama

Dirección: Lucrecia Martel

Nacionalidad: Argentina / Brasil

Producción: Bananeira Films / Rei Cine

Duración: 115 minutos

Año: 2017

Roma

Género: Drama

Dirección: Alfonso Cuarón

Nacionalidad: México / EE.UU.

Producción: Participant Media / Esperanto Filmoj

Duración: 135 minutos

Año: 2018

¿Cuándo y dónde termina la colonia? ¿Cómo se continúa y realiza en el presente y de qué modos nos habita y constituye aún? ¿El término «postcolonial» alude en verdad a la superación o a la persistencia de esa situación? ¿Es lo colonial pretérito o se re-actualiza permanentemente? Y si lo hace ¿qué cambia y qué subsiste de ese pasado? Las dos películas que se discuten aquí ofrecen variaciones sobre la respuesta a estas preguntas o, mejor dicho, modos cautivantes de reformularlas y relanzarlas en el presente.

Son dos obras que, a primera vista, parecerían no tener mucho en común. No más allá, al menos, de haberse filmado en América Latina por realizadores de ese continente, ambos consagrados internacionalmente y de haber sido ambas celebradas por la crítica entre las mejores películas estrenadas internacionalmente en 2018. Más aún, parecerían ser filmes radicalmente opuestos y hasta divergentes desde todo punto de vista. Zama, el cuarto largometraje de la argentina Lucrecia Martel, es una construcción del mundo colonial sudamericano en el siglo xviii en la perspectiva de un funcionario atrapado en un paraje remoto y olvidado por la administración de la metrópolis. Alfonso Cuarón, el director de Roma, es un realizador mexicano instalado en la industria hollywoodense y responsable de éxitos de alcance masivo (Harry Potter, Gravity) que aquí se vuelca a una reconstrucción de su infancia a través de la figura de la empleada doméstica de la familia, protagonista y heroína de la historia. Zama transcurre en un villorrio junto a un río y en zonas agrestes; en Roma la trama tiene lugar mayormente en Ciudad de México en la década de 1970, un anclaje urbano que se destaca ya en el nombre del filme (Roma es un barrio de esa ciudad). Ambas películas cuentan, además, con personajes protagónicos de carácter y función dramática prácticamente antitéticas. En Zama un varón blanco perteneciente a la clase de los colonizadores se ve sometido a una espera que lo lleva lentamente al abismo; incapaz de ayudarse a sí mismo, deviene un oscuro antihéroe. En Roma una mujer de la etnia mixteca, para quien la dominación colonial se continúa en el empleo doméstico en un hogar burgués, se presenta como el único elemento aglutinante y estable en un contexto de descomposición familiar, social y política, ante el cual se erigirá como fuente de fortaleza moral.

Hasta allí, tramas y situaciones no solo divergentes sino, incluso, simétricamente opuestas. En lo que hace a su contexto de realización y a sus elecciones artísticas las dos obras tampoco podrían ser más distintas: Zama, rodada en color, vive en gran parte de los climas y de la creación visual y sonora de un contexto opresivo y amenazante; Roma, filmada en blanco y negro, conmueve desde la precisión estética con que se compone cada toma y se coreografía cada secuencia. Por lo demás, Zama es la adaptación de una novela (del mismo nombre, escrita por Antonio Di Benedetto) mientras que Roma es un guion original de inspiración autobiográfica. Cuarón buscó obsesivamente el verosímil: filmó en la calle de su infancia, en escenarios originales, y reconstruyó el mundo urbano mexicano de los setenta en cada detalle de escenografía y vestuario. Martel, como un programa, decidió en cambio desprenderse de toda marca de época y cuidó especialmente que no hubiera elementos reconocibles propios de las producciones historicistas, como la iluminación a vela. Para su creación (y no recreación) del universo colonial dijo haber trabajado como lo haría para realizar una obra de ciencia ficción: completando con la imaginación los aspectos desconocidos del pasado, al modo en que se lo haría para una proyección futurista. Su propuesta es componer el pasado con el mismo nivel de imaginación y libertad con que se imaginaría el futuro, puesto que tampoco a él tenemos acceso: de las microresistencias, los silencios, los gestos y detalles no suele quedar resto en los archivos y legados.

En ambos casos, aunque por razones distintas, se ha escrito y dicho mucho sobre las condiciones de producción. Zama, la cuarta película de ficción realizada por Martel, se filmó entre sus varios años de esfuerzos —finalmente fallidos— por llevar al cine la canónica historieta argentina El Eternauta y un cáncer que contrajo en plena posproducción. Quienes trabajaron con ella, por otra parte, declararon que filmar con Martel en condiciones ambientales extremas resultó una experiencia casi mística y destacaron su pasión y compromiso intransigentes tanto como su calidez. Confirmando que el proceso de producción deviene a menudo, él mismo, el hecho artístico, esa entrega quedó plasmada en el documental Años Luz de Manuel Abramovich, un filme que recoge el rodaje (no el making off), y el libro-bitácora El mono en el remolino, de la escritora Selva Almada, donde ambos autores, que acompañaron la filmación, testimonian sobre el proceso creativo conjurado por Martel. La de Alfonso Cuarón, por su parte, es una película que algún día podrá considerarse bisagra en la historia del arte y la industria cinematográficas, o de la escisión definitiva entre ambas. Roma fue adquirida para su distribución por la plataforma de contenidos audiovisuales Netflix, que impuso duras limitaciones a su exhibición en salas, en una impiadosa avanzada sobre el cine entendido como acontecimiento que tiene lugar en un ámbito especializado y ritualizado de proyección. Banida de Cannes por esa misma razón (el principal festival del mundo le ha declarado abiertamente la guerra a Netflix), fue estrenada en Venecia, donde obtuvo el premio mayor (luego del León de Oro recibiría también el Oscar a producción en lengua no inglesa). El hecho de que esa compañía apoye un proyecto audiovisual tan portentoso como Roma, que amerita y requiere valorarse en una sala y con pantalla y sistema de sonido adecuados, para luego apostar a su distribución privada a fin de ser consumida en pantallas hogareñas, es una paradoja amarga y desconcertante que replantea los términos de realización del cine futuro.

En las antípodas desde casi cualquier punto de vista —artístico, dramatúrgico, de producción—, sin embargo, es posible leer estas películas desde una perspectiva que las atraviesa y las aúna, y no solo por lo que implican como toma de posición estética y política desde América Latina. Ambas obras ponen claro que en el continente hay mucho para decir y que no es preciso mirar hacia el norte ni a ningún otro lado para enunciarlo; al contrario, lo que hay para decir ha de buscarse en su interior, en su historia profunda, en la infancia. Más allá de las geopolíticas de producción y circulación internacional de imágenes, sin embargo, ambas convergen en el modo en que representan y plantean la relación colonial. Son lecturas que actualizan y relanzan las preguntas por la linealidad de la historia en América Latina y los modos en que se mantiene o se transmuta la dominación. Antes que como antitéticas, entonces, aquí se propone leerlas como propuestas complementarias para pensar las continuidades, derivas, transformaciones y persistencia de la colonialidad.

Zama: La banalidad colonial

En un rincón perdido del Virreinato del Río de la Plata a fines del siglo xviii, un funcionario de la corona española espera su traslado a una ciudad. Ante esta situación de partida se esperaría de Zama una reconstrucción de época que, de acuerdo con la representación de la colonia seguida en el cine mainstream y cercana a la de los manuales escolares, disponga europeos y nativos como polos dicotómicos de un universo binario. Tal la propuesta visual realizada mayormente por la industria cinematográfica para referir la colonia en el extremo sur de América. Los roles y características, como en un western, están definidos y acotados, las normas y guiños que hacen a las convenciones historicistas son las pautadas y esperables.

Una de las sorpresas que ofrece Zama consiste en revolver los elementos de la América colonial, devolver la cualidad turbia a ese mundo y servirnos no la decantación limpia vista a través del cristal aséptico de la historia positivista, sino la consistencia sucia y espesa del revoltijo. Españoles, indios, criollos y afroamericanos comparten un mismo ambiente de sordidez quieta, de amenazas acechantes, de murmullos y rumores, de locura y delirio. Como en «El hambre», el cuento sobre el canibalismo que abre la serie de la Misteriosa Buenos Aires de Manuel Mujica Lainez, es posible palpar la desesperación del colonizador en un entorno hostil que lo enloquece y hambrea. Como en sus filmes anteriores (sobre todo La Ciénaga), Martel construye situaciones donde lo cotidiano es híbrido, turbio y desprolijo, donde lo principal se juega en los detalles. Lejos del mundo colonial binario que analizara Franz Fanon (1963), aquí no se marcan dos polos extremos en la relación de poder, sino que hay mezclas, inversiones jerárquicas, humillaciones recíprocas, burlas, grises. No es que no haya dominantes y dominados, sino que el interés no está puesto tanto en la fractura entre ambos como en el ambiente espeso que unos y otros comparten y en el que sobreviven a su modo.

La trampa de la empresa colonial es mostrada no en grandes gestas o catástrofes sino en microfísicas cotidianas, en pequeños gestos, en movimientos minúsculos, en ruidos y silencios difíciles de decodificar. Durante una conversación de salón entre blancos de peluca y trajes europeos, al fondo, un esclavo negro pulsa el mecanismo de una pantalla para dar aire que, al balancearse, emite un quejido, un leve chasquido del aparato. Ni el abanicado ni quien lo maneja reciben atención alguna de parte de quienes participan en la escena —hablan del embalaje de las copas recibidas por la dama del pueblo, de que el papel de diario que las envolvía tenía fecha más actual que la de los periódicos que llegan por barco al lugar—. El chirrido de la pantalla, sin embargo, replantea totalmente la escena y trae desde lo aparentemente mínimo y periférico la fuerza de una denuncia mayor: la de una desadecuación mayúscula, la de un esfuerzo por adaptar un entorno vivo y poderoso que no se deja domesticar. Zama vive de esos ruidos, de los comentarios burlones y las microresistencias de los que, sugiere Martel, también habría de componerse la cotidianeidad colonial.

En una de las escenas más celebradas de Zama el personaje central mantiene una audiencia con el gobernador para preguntar por su traslado y, mientras se oye su respuesta negativa, vemos una llama entrar lenta e impasible a escena. No hay comentarios, no hay mayor disrup­ción, la llama observa, se pasea, y sigue camino. Se trata de un cotidiano habitado por hibrideces, pero no al modo del realismo mágico o un folclore exotizado sino como resultado del imposible laboratorio colonial.

El extrañamiento es subrayado por el rol del diseño sonoro y de la música, que agrega un toque exoticista y de disyunción temporal. Son piezas musicales de Los Indios Tabajaras, un dúo brasileño de la década del cincuenta, en una elección que refuerza el gesto de construcción arbitraria y antojadiza del universo colonial que asume la realizadora. La indolencia y el calor fagocitan jerarquías y, sobre todo, revelan el trasfondo absurdo, casi risible, de la empresa colonial: la ilusión de gobernar un ambiente inaccesible e indómito, la violencia que circula y se transforma pero nunca se apaga. De hecho la amenaza está puesta en un forajido cuyas crueldades legendarias ya no se sabe si tienen su trasfondo en una persona real o si el relato conjura personas y temores que acechan a través de las décadas.

La desesperación del protagonista del filme, Diego de Zama, pone en primer plano no sólo el lado oscuro sino también la banalidad cotidiana de la dominación colonial. Olvidado de las autoridades y del mundo, se revela su rol como insignificante engranaje en la burocracia de la metrópolis. Atrapado entre los estatus de españoles y criollos, pero sobre todo en la insondable lógica de una máquina administrativa anónima e inaccesible, queda abandonado en el núcleo de esa contradicción.

En La ciudad letrada Angel Rama (1984) estableció el rol de las élites alfabetizadas como impulsoras de la modernidad colonial en el sur de América. Escribientes, funcionarios, letrados, personajes como Zama, tuvieron a cargo la implementación de una idea abstracta, diseñada en el papel, a un contexto concreto concebido como tabula rasa pero que se revela descarnadamente real. Pues hay una paradoja inherente a esta ambición: el contexto impondrá las condiciones y el proyecto racional colonizador nunca llegará a realizarse, siempre será acechado por el insondable local. Jose Luis Romero (2001) mostró el rol del artefacto urbano en ese proceso, y contrastó el desarrollo heterónomo de las ciudades con su desarrollo autónomo, es decir, la tensión entre un mundo rural reacio a los afanes civilizatorios y un mundo urbano que no reconoce esa irreductibilidad. Esa ajenidad nunca fue superada y signa a las sociedades latinoamericanas hasta hoy. Rita Segato (2018) se ha referido a cómo el aparato estatal de las élites criollas no hizo sino continuar esa noción de la gestión, por lo cual la clase dominante «nunca dejó de mantener una relación de exterioridad» con lo administrado, una relación colonial. Zama invita a pensar en los modos en que esa exterioridad persiste y perdura, aunque mutante, en la época actual. La denuncia de que comandos de terratenientes brasileños están persiguiendo y torturando indígenas con métodos análogos a los que muestra el filme, tanto como el anuncio de que el siguiente largometraje de Martel será un documental sobre la represión a comunidades mapuches, son informaciones que, aunque externas a Zama, refuerzan esta lectura y le dan contexto a su recreación barroca, violenta y antojadiza de la relación colonial.

En sus entrevistas e intervenciones públicas Lucrecia Martel criticó más de una vez la hegemonía del formato mainstream y de las narrativas lineales en el medio audiovisual. Habló también sobre su reticencia a consumir series, un formato que homogeniza brutalmente los hábitos de consumo audiovisual. Son, dijo, «la dictadura del guion». Zama es también un manifiesto y un documento artístico contra esa tiranía. Las imágenes y sonidos que fluyen y llevan adelante el filme no lo hacen por el afán de cumplir con un mecanismo de relojería argumental, como lo dicta la ciencia de Hollywood, sino que se realizan de algún modo en sí mismos, desestabilizando la expectativa de desarrollo lineal e intensificando la experiencia cinematográfica en sí. Porque hay más en la crítica de Martel al conservadurismo narrativo repuesto por las series y a la tendencia regresiva que implica el «hiperguion». La hegemonía del relato lineal no es otra que la de una concepción de la temporalidad como línea progresiva hacia adelante tal como la definiera la modernidad occidental, y es a su vez otro artefacto letal traído en el equipaje del colonizador, una metafísica desestructurante de la cosmovisión aborigen.1

El argumento, una espera absurda que se extiende, es poderoso en su síntesis y las reseñas lo remiten a Beckett o Kafka. Efectivamente, hay la angustia de quien aguarda y se esperanza y hay la insondabilidad de los caminos de la burocracia y la autoridad. En Zama la trama, sin embargo, es secundaria. No es su desarrollo lento lo que anima el filme sino el despliegue de una atmósfera, de un clima de sopor, de un hastío. Si hay un protagonista éste no será tanto Zama como personaje central, ni tampoco la historia, el argumento en tanto hilo a seguir. El verdadero protagonista, igual que en La Ciénaga, es la atmósfera irrespirable de agobio provincial; el calor, los insectos, el racismo institucionalizado, el aburrimiento, la violencia latente, el rumor, que parecen todos sentirse como una capa pegajosa en la piel. La maestría con que Martel crea ese clima la distancia definitivamente de toda reproducción de época historicista: aunque impregnadas de un aire opresivo y turbio, las escenas respiran, están vivas, laten. Podrían estar sucediendo hoy y de algún modo lo están.

Roma: Fulgor y persistencia de lo colonial

En la maravillosa apertura de Roma, durante los títulos, vemos la trama geométrica de baldosas de un patio que va cubriéndose de a poco por oleadas de agua, y luego jabón, sobre el que se reflejará en algún momento un avión cruzando el cielo. De a poco comprendemos que esa superficie que la protagonista baldea a diario es también una pantalla donde se proyecta el drama doméstico familiar. La estetización majestuosa del suelo de damero del patio anticipa la operación que realiza Roma y define su programa: amplificar la presencia y resonancia del personaje de Cleo, la empleada doméstica de la familia, y erigirle un homenaje cinematográfico a su figura. La película está basada en la persona real de Liboria Gutiérrez, que trabajaba en la casa de Cuarón cuando él era chico y a quien pone en el centro de su reconstrucción autobiográfica. Íntima y épica a la vez, Roma reúne recuerdos de infancia del director con episodios políticos de la época a lo largo de un año durante el cual el padre abandona a su familia y Cleo sufre sus propias experiencias de muerte y desengaño.

Como se anticipa ya en la secuencia de los títulos sobre el damero, Cuarón extrae belleza de cada cuadro y lleva el blanco y negro a una celebración de lo que puede el arte cinematográfico. A cargo él mismo del guion, la dirección de fotografía y la edición, el realizador mexicano combinó el cuidado personal de su obra con condiciones de producción de dimensiones inusuales para América Latina. Una casa similar a la de su infancia, en su propia calle, se reformó con paredes y techos móviles para adaptarse a las necesidades de iluminación (la propia casa de la familia, del otro lado de la calle, se descartó por un problema de luz), calles enteras de Ciudad de México se clausuraron para facilitar el rodaje, una cantidad enorme de extras participaron de las escenas de exteriores. La coordinación y coreografiado de esas secuencias son de una maestría y belleza sorprendentes: el paneo que sigue a los niños de la familia rumbo al cine por calles atestadas de gente, la travesía suburbana de Cleo en busca del hombre que la enamoró y engañó (donde vemos, como un dato lateral junto al barro, el disparo circense de un hombre bala) y las escenas pobladas de personas en el hospital (Cuarón pone en escena una sala de parto donde tienen lugar tres nacimientos a la vez) son tan magistrales en su manejo paralelo del detalle y de la gran escala que evocan el afán del arte mexicano mural: la ambición de plasmar una realidad tan grande que precisa un formato mayúsculo para hacerla caber. En una de las secuencias más celebradas, Roma recrea la represión y asesinato de manifestantes conocida como masacre de Corpus Christi, ocurrida en 1971, que se reconstruye con precisión historicista mientras hace confluir los hechos de la historia macro con el pequeño drama personal, la gran acción con el sufrimiento silencioso de una mujer pobre que vivió la ilusión y la traición.

Quizás también debido a estos despliegues de músculo la película fue celebrada por la crítica en forma casi unánime. Slavoj Žižek (2019), sn embargo, le dedicó a Roma un elogio envenenado al llamarla un «clásico instantáneo», antes de alertar que la película es celebrada por razones equivocadas y que los críticos que la elogian la han leído mal, puesto que la heroína nunca logra salirse de la relación de explotación.

El tema del servicio doméstico ha estado significativa y reiteradamente presente en producciones latinoamericanas de las últimas décadas, especialmente en las exhibiciones del circuito de festivales, y es sintomático y saludable que lo haga. La singular relación laboral que supone el servicio doméstico, especialmente en su variable «con cama adentro», es uno de los modos en que la dominación de raza y clase se mantiene de forma más intacta en América Latina; una relación de explotación pautada siempre a lo largo de la diferencia étnica y de género, pero privatizada, invisibilizada y naturalizada en las clases medias y altas de la región. Con Roma la reflexión sobre la empleada doméstica en el cine latinoamericano alcanza un nuevo nivel y recibe su homenaje definitivo. La coreografía de lavanderas fregando y tendiendo ropa que se extiende por sobre las terrazas de la ciudad, cerca del cielo, con las sábanas ondulando al sol como banderas, aparece como una capa etérea que limpia y redime de las suciedades y bajezas que ocurren a nivel de la calle. Como si la multitud de Cleos que garantizan la reproducción material del cotidiano fuera quien permite realmente que el mundo urbano burgués funcione; su motor secreto y silencioso. En la familia retratada por Cuarón, Cleo asume también funciones afectivas y de cuidado, de modo que los vínculos sinceros y la intermediación del dinero en la relación laboral se solapan hasta confundirse, sin que por eso las diferencias se disuelvan.

¿Cae la hiperestetización de Roma en una romantización del trabajo doméstico? ¿Hay realmente, como advirtiera Žižek, una continuación irreflexiva de ese solapamiento de cariño y servidumbre que no es más que ideología? Para el filósofo esloveno, la abnegación y entrega de Cleo a los caprichos de una familia de clase media alta que la ama y acepta sólo para mejor explotarla no debiera celebrarse sino desenmascararse. El filme, de ese modo, reproduciría o multiplicaría esa sutil sobreexplotación (aunque tal vez, sugiere, haya una promesa de empoderamiento en las palabras finales cuando Cleo avisa a su amiga que tiene «mucho para contar», acaso un indicio de que habrá una narración y con ella el surgimiento de una conciencia de clase).

En un texto canónico de la teoría postcolonial Chakravorty Spivak (1994), pone en el centro de la reflexión la conciencia de la mujer subalterna que, como Cleo, es pobre, negra y mujer. Spivak discute el rol de los intelectuales y denuncia la violencia de la representación del subal­terno que se supone a sí misma transparente. Vista en esa perspectiva, Roma no haría sino perpetuar esa operación y confirmar las críticas a lo que sería una mirada idealizada, des-materializada y finalmente conservadora de la mujer subalterna. La intención de Cuarón, sin embargo, no parece ser hablar por o en lugar de Cleo, como tampoco proponer un cine revuelta denunciando su explotación, sino contar su figura desde los ojos del niño que él fue. Su gesto, siguiendo la distinción que hace Spivak en base a Marx a partir de la polisemia de la representación, no es representar en el sentido de «hablar por» sino re-presentar en tanto poner en imágenes, dar presencia a una situación. Se percibe un fondo de sinceridad inobjetable en la posición del director: no hablar por la subalterna, sino decir un reconocimiento desde la primera persona que se asume como posición de enunciación. Al hacerlo, el propio universo blanco de clase media urbana profesional cae bajo el peso de su propia evidencia y deja al desnudo su descomposición. Como en Zama, en el filme de Cuarón asistimos al resquebrajamiento y la fragilidad de la figura del varón colonial-patriarcal. La entrada del padre de familia es encarnada metonímicamente por su Ford Galaxy ingresando al estrecho garaje de la casa: antes de ver al padre, y con mayor presencia y precisión, vemos los detalles cromados de su auto, la radio que emite suave música clásica, el cenicero lleno de colillas, las manos al volante. El hombre, el padre, «el doctor» —como lo nombra su esposa cuando le pide a Cleo que le sirva un té— resulta sin embargo un personaje desdibujado. En contraste con los símbolos de su poderío viril que anuncian ampulosamente su entrada en escena, termina revelándose como un miserable incapaz de comunicar el abandono de la familia a sus hijos. En el universo femenino que deja vacante la ausencia del padre, Cleo se refuerza en su papel de sostén irreductible pese a estar atravesando sus propias penurias personales.

Cuando al final de la película la cámara muestra nuevamente un cielo con fondo de nubes y el paso de un avión, ofrece un cierre simétrico a la apertura enfocada en el piso y el lavado de las baldosas. Quizás la mirada de Cleo se ha elevado, pero el paso indolente de los aviones en algunos momentos claves del filme permite múltiples asociaciones. Es promesa de movilidad, evocación de los sueños de otras vidas u otros horizontes, y quizás confirmación de la impasibilidad del progreso tecnológico que avanza en el plano aéreo mientras, en tierra, no dejan de continuarse y repetirse estructuras coloniales de servidumbre a través de la diferencia racial.

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Contraponer las figuras centrales de ambas películas entre sí puede resultar excesivamente polarizante: si el hombre blanco colonizador de Zama es dominado, humillado y vencido por su entorno, en Roma la mujer subalterna, indígena, colonizada, resiste y se sobrepone a todo y deviene la gran silenciosa —y silenciada— heroína, única roca de fortaleza física y moral. Más sugestivo es pensar qué hacen en cada caso sus directores con esas figuras: si Zama relativiza y deconstruye el poder colonial mostrando sus mecanismos menores y zonas olvidadas, sumergiéndonos en su atmósfera de descomposición, Roma realiza la operación opuesta; toma un personaje subalterno y hace de él un monumento límpido e irrefutable. El cotidiano doméstico emerge como escenario donde se juegan los grandes dramas, mientras el trasfondo histórico y político es un acompañamiento de fondo. En la figura de la mujer indígena pobre que se agiganta, Cuarón propone el simétrico complementario a la obra de Martel. Desde sus personajes antagónicos, con apuestas estéticas y abordajes divergentes, sin embargo, ambas obras convergen en su replanteamiento de la colonialidad como pretérito y cuestionan la pertinencia del «post» que suele asociarse al término «colonial». La temporalidad secuencial de la historia que supone una línea de desarrollo único es desbordada y puesta en cuestión, por la insubordinación caótica en un caso, y por la duración de la relación de servidumbre en el otro. En lenguaje cinematográfico fulgurante ponen en discusión las persistencias, continuidades, efectos duraderos y mutaciones de la relación fundamental que atraviesa también hoy a América Latina. Pueden también leerse, por eso, como potentes dispositivos culturales para la decolonización.

Referencias

Abramovich, M. (2017). Años Luz. REI Cine, El Deseo, Patagonik, Bananeira. Duración: 72 minutos.

Almada, S. (2018). El mono en el remolino. Notas del rodaje de Zama de Lucrecia Martel. Buenos Aires: Random House.

Chakravorty Spivak, G. (1994). Can the Subaltern Speak? En W. Patrick y L. Chrisman (Eds.). Colonial Discourse and Post-Colonial Theory (66-111). Nueva York: Columbia University Press.

Fanon, F. (1963). The Wretched of the Earth. Nueva York: Grove Press.

Rama, A. (1984). La ciudad letrada. Hanover, NH: Ediciones del Norte.

Romero, J.L. (2001). Latinoamérica: las ciudades y las ideas. Buenos Aires: Siglo XXI.

Segato, R. (2018). Se va a caer. Entrevista (V. Gago), Página/12, Buenos Aires, 28 Diciembre. Disponible en https://www.pagina12.com.ar/164761-se-va-a-caer

Žižek, S. (2019). Roma is being celebrated for all the wrong reasons. The Spectator, 14. Disponible en: https://blogs.spectator.co.uk/2019/01/roma-is-being-celebrated-for-all-the-wrong-reasons-writes-slavoj-Žižek/

1 «Confiar en la trama es confiar en una invención que es de una arbitrariedad enorme que es la línea de tiempo y creer que los hechos se organizan en causa consecuencia como si esa cosa realmente existiese». Declaraciones de Lucrecia Martel en una entrevista radial disponible en: https://www.youtube.com/watch?v=bLhiJLhl2sY (minuto 41).