Carlos Santamaría y su obra escrita

 

El misterio patriótico

 

Documentos, 8 zk., 1951

 

      El tema del patriotismo es tan intrincado y difícil que no puede ser abordado sin adoptar antes una serie de cuidadosas disposiciones como lo hace por ejemplo el explorador que pretende aventurarse en una espesa jungla. Es un tema raigal y casi sagrado que todo hombre cultivado debería abordar concretamente al margen de los lugares comunes, en una especie de serena introspección.

      Hablar a la ligera de este tema apelando a la habitual fraseología más o menos insincera, sería la mejor demostración de que la realidad profunda, enorme, misteriosa, que para cada hombre constituye su patria, pasaba aquí desapercibida.

      La patria es en efecto una realidad que se oculta a los que están poseídos del demonio de la geometría. Una realidad demasiado informe y que por otra parte se adentra demasiado en mi mismo para que yo pueda captarla por un método de pura razón sin correr el peligro, en el que tantos han caído, de declarar a la patria inexistente o de confundirla con cualquier otra realidad más formal —tal como por ejemplo el Estado, la nación o la raza— y por tanto más fácilmente aprehensible a mi intelecto.

      La patria es como la verdad religiosa, algo que debe ser indagado piadosamente y con todo el ser, es decir, con el corazón tanto o más que con el cerebro, en actitud expectante y reverencial, despiertos los sentidos y la imaginación para no perder ni por un momento el contacto con las raíces sensitivas de esa realidad.

      Por eso los poetas se han ocupado de ella más que los filósofos, sin que esto quiera decir que la patria sea algo puramente imaginativo y perteneciente a la órbita del ensueño, sino que el conocimiento poético fundado en una especie de connaturalidad entre el hombre y su mundo, se presta mejor que el discurso conceptual a este género de investigaciones.

      Se trata de explorar y de ahondar más que de definir y de deducir. Hay una presencia de la Patria en nosotros, una presencia pública y una presencia íntima en el ser de cada hombre —como hay una presencia de Dios en el mundo y en cada alma— y es preciso discernirla sin desvitalizarla, es decir, sin que desparezca esa especie de embrujo vital que la acompaña, porque de otro modo el patriotismo dejaría de ser virtud impulsiva de héroes y de santos para convertirse en un producto pulverizado de eficacia política y administrativa más o menos discutible.

      Debemos, pues, adoptar un método adecuado para que esa presencia nos sea revelada, tanto en nosotros como fuera de nosotros mismos sin intentar traducirla en ningún momento a unos términos formales demasiado estrictos. Si procediendo de esta manera el asunto del patriotismo permanece, hasta cierto punto, en la obscuridad, no hay que preocuparse demasiado de ello, pues sin duda alguna las falsas claridades son siempre poco deseables y menos aún en un tema como el nuestro de carácter esencialmente religioso, es decir, concerniente a nuestra misteriosa religación en el mundo.

      Un rápido sondeo en el océano de mis recuerdos y de mis experiencias interiores me muestra que yo no soy ese ser solitario, sin posibilidad de comunicación y absolutamente desamparado ante el abismo de su destino, que han descrito muchos escritores después de Kierkegaard. Tal como mi vida y la vida de otras personas se me presenta, me veo precisado a afirmar que el hombre no es un ser lanzado, arrojado despiadadamente, sino al contrario blandamente depositado en el mundo: un ser acompañado, asistido, rodeado, en permanente comunión con otros seres.

      Me encuentro protegido de las inclemencias de un universo extraño por ciertas «membranas protectoras», entre las cuales se cuentan sin duda, la familia y la patria misma. Tejidos interpuestos entre ese mundo y yo bajo los cuales hay un «chez moi» acariciador y amistoso. Mi desamparo y mi soledad no son pues absolutos.

      Frente a la visión desesperante del hombre angustiado el cristianismo genuino nos muestra al hombre encarnado, miembro de una familia, ciudadano de una patria terrenal, uncido a ella por lazos y afectos misteriosos y cálidamente vitales.

      Mi propia existencia se halla enredada, o, más bien, armónicamente entrelazada, en una especie de inflorescencia vital con la de un conjunto de seres, con los cuales comparto todo un pequeño mundo de intenciones y de posibilidades radicales. Más que una comunidad e bienes se trata de la inserción en un tronco común. Como las hojas de una planta no cuelgan aisladamente de sus pedúnculos solitarios, sino que están agrupadas en torno a tallos ramificados, así cada hombre no es tampoco un ser aislado. Hállase al contrario inscrito en una rama del árbol humano y participa profundamente de la existencia de otros hombres. Recibe la misma savia que ellos, a través de unos mismos y sutiles canales que sin duda contribuyen también a impregnarla un sabor particular y distinto. Caprichosos y, para nosotros, insignificantes matices, determinan particularismos que son la consecuencia de aquella múltiple diversidad.

      La patria es, por tanto, un medio procreador del que en parte se recibe el ser. Es desde luego un medio físico —aunque esto no parezca esencial— es decir, una tierra, un clima, una vegetación, una fauna. Pero además, y sobre todo, es un medio genuinamente humano, una umbela humana, de la que se recibe una mentalidad, una manera especial de ser, cierto estilo de reacciones y de fórmulas vitales. Si de pronto se me desproveyera de todo eso, de todo cuanto he recibido de ese complejo medio, evidentemente dejaría de ser yo mismo: me encontraría desencarnado, en un vergonzoso estado de desnudez metafísica.

      Esta comunión con un medio humano es la raíz de mi dependencia de la patria. Pendo —y por tanto me encuentro en dependencia— de ese medio procreador. Pero esta conexión no es ilimitadamente elástica, no puede ser extendida a toda la humanidad sin que quede desvirtuada. El patriotismo no pertenece ciertamente al orden de la caridad ni tampoco al del humanitarismo. Hay un límite traspuesto el cual muda de signo y se transforma incluso en una fuerza repulsiva hasta engendrar odios violentos.

      El extranjero es el hombre que contradice nuestro modo particular de ser, que siente y piensa de una manera diferente que nosotros. Ante el extraño se despiertan en mi sentimientos inconfesables, que una simple represión, propia del hombre civilizado, me permite dominar. Pero la presencia del extraño me sirve para poner mejor de relieve el lazo que me une con mis compatriotas.

      Amar al extranjero, al hombre exótico, al enemigo de mi patria, atenderle y tratarle bondadosamente, prestarle hospitalidad, y, si es necesario, cuidados, es sin duda alguna una virtud especialmente distinta y de un orden más elevado que el patriotismo. Era preciso que Cristo viniese a la tierra para que el concepto de prójimo tal cual se desprende de la parábola del samaritano, saliese de los estrechos límites en el que la antigüedad lo tenía encerrado para alcanzar una extensión universal. Pero en cualquier caso siempre debo más amor, un amor especial y más concretamente fundado, a mis padres que a mis conciudadanos y a éstos más que a los extraños o a los enemigos de la patria.

      El patriotismo se revela, pues, como el principio motor de una complicada mecánica, en la cual actúa un extenso campo de acciones y reacciones: y por esto Santo Tomás no nos habla sólo de los consanguíneos, sino también de los aliados.

      Mi religación a un medio humano que constituye como un principio de mí mismo, me convierte en deudor de ese medio. Trátase de una deuda de naturaleza singular en la que la cosa debida no es un objeto separado, sino que es yo mismo, un débito ontológico esencial y estrictamente impagable. En este caso lo que debo no es aquello que tengo, o que detento, sino esto que soy. El objeto de la deuda es aquí el sujeto mismo, el ser mismo del deudor y esto implica el carácter completamente aparte de esta deuda y las excepcionales exigencias que importa.

      Las valiosas distinciones introducidas por Gabriel Marcel entre ser y tener, entre misterio y problema, encuentran aquí una oportuna aplicación. Utilizando su terminología podríamos decir que el patriotismo reviste un carácter misterioso desde el momento en que el propio ser del hombre está inicialmente implicado en la realidad de la patria. Si el patriotismo, al igual que la justicia, se asienta, pues, en la existencia de una deuda, ésta no es, empero, una deuda ordinaria como la del que ha recibido algo en préstamo y debe restituirlo a su acreedor, ni siquiera una deuda legal, como la que exige la participación del ciudadano en las cargas comunes en virtud de los bienes y servicios recibidos de la colectividad, sino algo mucho más radical y profundo. Nace de aquí una sutilísima distinción que ya el propio Santo Tomás apuntaba y que hoy tiene, a mi juicio, mucha importancia.

      La participación o comunicación de bienes que entre los miembros de una asociación existe, hace que cada uno de ellos sea, bajo este aspecto, deudor de la comunidad. El ciudadano es según esto deudor del Estado a causa de los servicios, y cuidados que de éste ha recibido y recibe, y de aquí nacen obligaciones de índole muy diversa, pero no distintas en esencia de las que ese mismo ciudadano puede tener respecto a otras asociaciones económicas, profesionales, culturales, a las que acaso pertenece. Quien rehúsa pagar los impuestos, o cumplir sus deberes cívicos infringe la justicia social, no satisface la deuda contraída con sus conciudadanos. Pero esta afirmación no alcanza todavía la esfera del patriotismo que por su naturaleza está situada en un ámbito más escondido y medular.

      Es evidente que hay una escala o jerarquía de profundidad entre las virtudes, la cual depende justamente del mayor o menor grado de penetración de cada una de ellas en nuestro ser. Otro tanto ocurre con las relaciones sociales, en las cuales comprometemos estratos más o menos hondos de nuestra personalidad. Existen relaciones epidérmicas, puramente superficiales, en las que apenas me siento comprometido y que carecen por completo de intimidad. Esas relaciones no pueden pues dar lugar fácilmente al ejercicio de virtudes profundas, ya que carecen de hondura suficiente para interesar de un modo directo y frecuente regiones más nucleares de mi interioridad.

      En este sentido puede decirse que el patriotismo por hallarse fundado en un tipo de relaciones más hondas, tiene también más hondura que la simple justicia social.

      Parece, pues, que a medida que la relación del hombre con el Estado se hace más exterior va acrecentándose la proporción de la justicia social y disminuye la dosis del auténtico patriotismo. Pagar religiosamente el impuesto de utilidades, es, sin duda alguna, un acto de justicia, pero en general el reflejo de este acto en mi vida interior será escaso y no conmoverá de un modo perceptible las raíces de mis afectos.

      Las virtudes profundas en las que nuestro ser se halle más decididamente implicado se aproximan más a la Caridad —si nos está permitido hablar así, pues la distancia sigue siendo infinita— y son, por tanto, más ennoblecedoras. Cabe por tanto decir, en términos generales, que el patriotismo dignifica más al hombre que la simple justicia social; pero ésta constituye, en todo caso, una exigencia previa, porque las virtudes más densas no pueden ser practicadas sin el concurso de las más livianas. Quién no ama al prójimo al que tiene delante, ¿cómo podrá amar a Dios a quien no ve? Así el hombre que no cumple sus deberes de justicia social, difícilmente podrá ser un buen patriota. Y quien no sea un buen patriota —en el sentido vital, religioso, hondamente afectivo que aquí pretendemos dar al término— encontrará en ese su egoísmo un obstáculo serio para poder amar a Dios.

      Una deuda radical da lugar a una exigencia de amor. Dios, los padres y la patria no sólo deben ser servidos, sino, sobre todo y en primer lugar, amados. De aquí que estas virtudes tengan un carácter auténticamente piadoso. El verdadero patriota no sólo cumple sus deberes cívicos, presta su contribución y su esfuerzo por la comunidad —con todo lo cual no hace sino satisfacer las exigencias de la justicia— sino que además rinde a la patria el obsequio por excelencia: la ama.

      La esencia del patriotismo está ligada, repetimos, a una realidad misteriosa que es, en suma, una relación de paternidad. Prescindiendo de ésta no hay patriotismo posible a menos que se pretenda presentar bajo ese término un conjunto de virtudes cívicas del orden de la justicia social tales como el acatamiento de la ley, el pago de los impuestos y contribuciones, la obediencia a la autoridad, etcétera. Pero estas virtudes sociales se dirigen más al Estado y al Poder que a la patria, están sujetas a fluctuaciones de tiempo y de lugar para cada hombre y pueden ser estrictamente codificadas. En tanto que el patriotismo es, a causa de su carácter misterioso, algo ciertamente incodificable.

      La patria no es un simple objeto que esté ahí, arrojado delante de mí, yacente ante mí mismo a merced de mi intelecto, sometido a mi examen, como una cosa que yo pudiese abordar y penetrar más o menos profundamente partiendo desde fuera de ella. Es algo en lo que no sólo estoy, sino que soy; algo que en cierto aspecto es yo mismo, pues me precede en el ser y me da el ser. No puedo desprenderme de ella como de algo accidental, desde el momento en que soy un ser encarnado, forma parte de mi propia sustancia.

      Yo soy portador de mi patria y como decía don Miguel de Unamuno, no es preciso que me lleve una porción de esta tierra para que la patria vaya conmigo allá donde yo vaya. Ella vive más en mí que lo que yo vivo en ella.

      Estas mismas afirmaciones puedo hacerlas sin duda respecto de todo aquel que sea para mi «principio de ser y de gobierno». Yo llevo en mí a mis padres y a todos los de mi sangre. En grado superlativo y eminente, esto se aplica a Dios, el Cual es más yo mismo que yo mismo.

      Por eso la patria no puede ser objetivada, escapa a todo intento que se haga en este sentido, por la misma razón que el sujeto del conocimiento no puede ser aprehendido como simple objeto del mismo.

      Pero lo que pertenece a mi interioridad escapa a los preceptos del legislador humano y no puede ser sometido más que a la ley moral y, en este sentido, el patriotismo, una vez separado cuidadosamente de la justicia social, es cosa irreductible a fórmulas jurídicas, a leyes y contratos legales y a convenciones internacionales. La ley positiva sólo le alcanza en sus manifestaciones públicas y exteriores.

      Las patrias no son propiamente enumerables sino atendiendo a su exteriorización en formas geográficas y jurisdiccionales. Pero esta exteriorización es más bien secundaria y resulta infinitamente pobre en relación con la realidad misma a la que trata de representar.

      Fijar las fronteras de la patria, coordinarla con realidades geográficas y políticas del mundo exterior, establecer como quien dice el campo de sus coordenadas materiales, puede equivaler a ignorar su naturaleza misteriosa.

      La unificación política del mundo, la constitución de gigantescos Estados e incluso la de un sólo Estado que abarcase la superficie toda de la tierra no impedirá la existencia de patrias, las cuales son, como vemos, una especie de prolongación óntica y absolutamente necesaria de la persona. Concebida la Patria como medio procreador resulta que cada hombre posee una patria y sólo una; pero la patria sólo se unifica en el alma de cada hombre, porque no es para él algo convencional, sino que está determinado por el desarrollo mismo de su vida.

      Para un aldeano de cultura rudimentaria, la patria estará encerrada en la aldea o el valle del que no ha salido jamás: su ámbito vital termina ahí, pero en ese reducido espacio adquiere una profundidad y un arraigo increíble, mientras que para un personaje universalmente conocido, que haya viajado desde su infancia por todo el mundo y tenga amigos en todos los continentes, el medio procreador deberá considerarse como algo muy extenso, aunque esta extensión no podrá menos de traer consigo una disminución de densidad. Lo que se gana en extensión se pierde, por tanto, en hondura. El patriotismo del burgués medioeval, de volumen mucho más reducido, suponía indiscutiblemente una religación mucho más profunda que la que hoy puede tener el ciudadano de los Estados Unidos de Norteamérica.

      En el mundo actual las relaciones entre los hombres se multiplican y se extienden más y más pero al mismo tiempo se «trivializan» hasta el extremo, y casi pudiéramos decir que se mecanizan completamente.    De esta manera la patria corre el peligro de esfumarse y para evitarlo ha de ser mucho más firmemente asentada en las conciencias: para que el patriotismo siga constituyendo una virtud propiamente dicha, específicamente distinta de la justicia social, hace falta que los hombres adquieran conciencia, mediante un esfuerzo personal, de su inserción o encarnación en un medio, aunque esto va resultando cada vez más difícil.

      A medida que crece la movilidad y los contactos humanos se hacen más exteriores e intrascendentes, a medida que aumenta el número de terceras personas y disminuye el de «tus» alrededor nuestro, la religación patriótica va desvaneciéndose y el patriotismo tiende a desaparecer. La patria nos va faltando y sin embargo, nos hallamos cada vez más necesitados de ella. Porque en todo caso nuestro ser exige esos afectos y estamos expuestos a perder el equilibrio si nos falta la realidad a la que debemos aplicarnos.

 

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