Karlos Santamaria eta haren idazlanak

 

Tiempo y Pascua

 

El Diario Vasco, 1956-04-01

 

      Â«Aspectos» no pretende estar fuera del tiempo: no es una divagación intemporal que quiera escapar del «aquí» y del «ahora».

      El tiempo es un aspecto fundamental de las cosas. No sólo nuestro espíritu necesita verlas todas bajo ese ángulo, sino que, además, el tiempo es «algo» que —de alguna manera— está también en las cosas.

      Kant niega esta segunda cualidad al tiempo. Para él el tiempo no existe en las cosas, no es una propiedad «cosística», sino una condición necesaria de nuestra percepción de la realidad: un «punto de vista», aunque esencial a nuestra naturaleza.

      Hasta 1905 la física operaba con una famosa variable «t» —el tiempo— a la que nadie tenía nada que objetar. Se atribuía a esa variable un valor universal y se suponía tácitamente que el mundo funciona de acuerdo con un reloj absoluto y único. Einstein contradijo esa absolutez. Formuló la hipótesis de que había tantos tiempos como cuerpos o sistemas en movimiento, y que cada cosa tiene «su» tiempo de la misma manera que tiene «su» espacio. La idea de una simultaneidad de valor universal se desvanecía, pues, automáticamente.

      Nuestro «estar en el tiempo» plantea un enorme problema, acerca del cual los filósofos tienen poco de cierto que decirnos. Que el tiempo tenga o no existencia objetiva, poco importa. Lo importante es que «pesa». Uno sabe, en efecto, que envejece, que las personas mueren, los objetos amados cambian o desaparecen, los seres pasan y se destruyen bajo el imperio de una ley fatal.

      La consideración del tiempo nos coloca de lleno ante el misterio de la trascendencia. El tiempo sin la eternidad es pura monotonía y desesperación.

      Â«Para el desesperado el tiempo no transcurre», dice Gabriel Marcel. Esta sensación de absoluta y desesperante monotonía se percibe, por ejemplo, en «La náusea», de Sartre. «La náusea» es la obra de la desesperanza total, consciente, plenamente consciente, sin salida, la desesperanza auténticamente desesperada. Sartre es un hombre que afirma que su existencia es injustificable y su vida una fantasmagoría.

      Pero «Aspectos» cree en la Pascua y en la realidad de la Pascua, y la Pascua es la fiesta de la esperanza. A cada Pascua una nueva paletada de alegre confianza y de verdad, invisible, mas no por eso menos real, contribuye a hacer fermentar de nuevo la pasta humana.

      Creer que Cristo ha resucitado no consiste en aceptar silogísticamente que se haya producido un hecho extraño, absolutamente desacostumbrado y —en la perspectiva positivista— absurdo. La creencia implica una actitud radicalmente nueva, un planteamiento nuevo de todo. Creer no es un acto meramente natural. Ir a Cristo no es estrictamente ir, sino, más bien, ser llevado.

      Todo aquel que busca a Cristo, o desea al menos buscarle, puede confiar en que en su deseo hay algo de divino. el «no me buscarías si no me hubieras ya encontrado», de Pascal, encierra una profunda y alentadora verdad.

      Los cristianos creemos que la vida tiene un sentido porque creemos que Cristo ha resucitado. «Si Cristo no resucitó, vana es nuestra fe» y vana nuestra esperanza.

      Si Cristo no ha resucitado, nosotros tampoco resucitaremos y «nuestras conciencias individuales» volverán a la absoluta inconciencia de que salieron». El género humano no será, pues, «otra cosa que una fatídica procesión de fantasmas que va de la nada a la nada».

      Don Miguel de Unamuno sabía, al menos, decir las cosas.

      Pero Pascua es la alegría. La alegría de una esperanza que no nace de la reflexión, ni del raciocinio, ni menos aún del sentimiento o del deseo, sino, sobre todo, de la sublime y divina inspiración del Espíritu.

 

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