Karlos Santamaria eta haren idazlanak

 

La conversación

 

El Diario Vasco, 1956-06-10

 

«Al conversar, vivimos en sociedad; al pensar, nos quedamos solos». Ortega y Gasset.

 

      Hay un arte, una filosofía y hasta una mística de la conversación.

      Los antiguos concedían a la conversación un lugar importante en la vida. Amplias y libres discusiones filosóficas, elevados e ingeniosos diálogos sobre temas del espíritu, eran la diversión preferida de aquellos hombres y la forma más adecuada para ellos de concebir la felicidad como la sobremesa sin fin de un eterno convivio. San Agustín, rodeado de sus amigos en aquellas largas tertulias campestres de Casiciaco, deliciosamente espirituales, es el más vivo ejemplo de esta manera de entender el valor de la conversación.

      Hoy la conversación se ha hecho casi imposible porque los nuestros son tiempos duros, de prisa y de acoso vital, de intolerancia y de falta de respeto a la opinión del prójimo.

      Los espíritus monologantes quieren imponer a los demás sus propias verdades y nada esperan del diálogo, ni se molestan en escuchar a nadie, porque tienen la pretensión de poseer respuestas y soluciones para todo, aun antes de enterarse de las cuestiones que se les plantean. Ni entienden ni oyen lo que se les pregunta o se les pide, sencillamente porque mientras se les habla están pensando en lo que van a contestar.

      En la vida, como en el estudio de las matemáticas, abundan aquellos que pretenden resolver los problemas sin haberse enterado siquiera de sus enunciados. Claro está que las soluciones prefabricadas no guardan ninguna relación con la realidad y no sirven, en general, para nada.

      Frente a la falsa seguridad de los «monologantes», que tiene mucho de soberbia y bastante de estupidez, la actitud «dialogante» es radicalmente humilde. Empieza por querer escuchar y reconoce la propia incompletitud y la necesidad de buscar la verdad o, al menos, algunos aspectos de ella, fuera de uno mismo. Admite la constante posibilidad de enriquecerse con una perspectiva ajena o distinta de la propia.

      Esta necesidad de conversación, de diálogo, tiene, incluso, como ya he dicho antes, una dimensión mística, porque existe una suprema «conversatio», que es el trato, la comunicación, la frecuentación y la intimidad del hombre con Dios.

      El diálogo con Dios se desborda y se extiende a las demás personas y a la naturaleza misma.

      Contra lo que se cree, el verdadero hombre religioso —aun el monje y el eremita— es siempre un genuino y perfecto «conversante». Esto no significa, en modo alguno, que sea un charlatán o un parlanchín, pues la charlatanería es el enemigo principal del auténtico diálogo. En su caridad desbordante, siente el místico la necesidad de dialogar con las cosas, y ahí tenemos a Francisco de Asís conversando con el hermano lobo y la hermana luna.

      El saber conversar en el sentido profundo de la expresión, es signo de grandeza de alma y de libertad de espíritu.

      En cambio, la mentalidad de secta, de partido, de clase o de tribu incapacita a muchos para dialogar, y este hermetismo ideológico es causa de muchos males en la vida social. Bienaventurados aquellos que aciertan a romper el molde de sus prejuicios y gozan de la libertad interior suficiente para enriquecerse y enriquecer a los demás en una genuina y sincera conversación.

 

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