Karlos Santamaria eta haren idazlanak

 

Los intelectuales franceses van a estudiar las fuentes del pecado

 

Ya, 1956-11-07

 

    El placer, la pasión, la avaricia, el poder, el odio, la violencia...

    Tras el letargo veraniego, mediado ya el otoño y reanimada la vida académica y cultural parisiense, suele celebrarse en la capital francesa la gran semana de los intelectuales católicos, a la que, en alguna ocasión, he tenido la oportunidad de referirme en estas mismas columnas.

    Se trata de un conjunto de conferencias magistrales, pronunciadas ante un público muy numerosos, inteligente, inquieto como ninguno y ávido de problemas, que es un auténtico regalo para el orador o, al menos, para el orador que quiere dialogar con su público, lo cual dicho sea entre paréntesis, no suele ser frecuente. «Dialogar es interiorizar», dice Kierkegaard, y esto no es, naturalmente tan fácil como parece para un hombre que adopta una postura magisterial. Lo que Sócrates reprochaba a los sofistas era precisamente esto: «que sabían hablar, pero no dialogar, gran defecto de muchos espléndidos monologantes de nuestro tiempo.

    En la semana de los intelectuales católicos franceses no se dialoga tampoco demasiado, pero aquel público, con sus aplausos, sus gestos, sus «movimientos», prueba su gran sensibilidad y demuestra que está vivo y despierto, cosa que para un conferenciante tiene mucha importancia: saber que «su» público no está muerto ni dormido, que puede discutirle y que le discutirá si llega el caso, porque no se halla dispuesto a decir «amén» por anticipado.

    Los temas de estas conferencias —no hace falta decirlo— son siempre candentes, siempre de acuerdo con la vibración espiritual del momento. Un pensamiento teológico «à la page», dispuesto a acudir a la brecha para rellenar los huecos, donde nos duele el alma a los contemporáneos.

 

«El mundo moderno y el sentido del pecado»

 

    Este año, el tema de la semana será: «El mundo moderno y el sentido del pecado».

    Es un tema enorme, oceánico, a condición, naturalmente, de que se tenga la profundidad de espíritu suficiente para fondear.

    Fondear en medio del océano es sólo propio de espíritus geniales y aventureros: la mayoría de los mortales preferimos las calas, y a esto se debe, sin duda, que el tema del pecado sea raras veces convenientemente sondeado. Para la mayoría de la gente piadosa, como para la indevota, se reduce a un objeto más de la vulgar cotidianidad. Se va muchas veces al confesor —¿quien sabe? duro es decirlo— como se va al peluquero o al dentista.

    Y, sin embargo, el pecado y su misma simple posibilidad es capaz de alterar toda la lógica del universo y sigue siendo piedra de toque del pensamiento cristiano y piedra de escándalo del pensamiento pagano de todos los tiempos.

    Inútilmente se buscará en las culturas clásicas ni en los sistemas racionalistas nada semejante al pecado. Existirá el azar, el hado, el fatum, el destino; se admitirá si se quiere la presencia del mal, pero de un mal cósmico, impersonal, impuesto por la misma necesidad ineluctible con que se mueven las esferas de los astros.

    Lo que, a mi juicio, caracteriza el paganismo de muchos autores, presuntamente cristianos, es que el sentido bíblico de la culpa no encuentra cabida en su concepción ni en su estructura mental. Siento tener que decir que nuestro Ortega es uno de ellos: desearía tener alguna vez la ocasión de investigar el rastro de la noción de culpa en sus atrayentes escritos, pero temo que tal rastro no exista.

    Otro tanto se le echa en cara al padre Teilhard de Chardin en su visión evolucionista del Cosmos: el pecado no aparece por ninguna parte en su epopéyica concepción de la historia del mundo.

    Por el pecado, cada hombre tiene la posibilidad de alterar el orden, de introducir lo arbitrario y desordenado en la historia contra todo destino y toda providencia.

 

Misterio del mal

 

    El universo pagano era un mundo en el que la lógica, el orden, las leyes predeterminadas, regían con maravillosa armonía, y así el mal hacía acto de presencia, había forzosamente que atribuirlo también a esa misma ley profunda que gobierna todas las cosas.

    En cambio, el universo cristiano es proteico, confuso y en cierto sentido caótico: existe, sí, una ley un orden para todas las cosas creadas; pero el hombre puede, hasta cierto punto alterarlo; puede caprichosamente destruirlo y entonces se presentan los más inesperados, ilógicos y —por decirlo así— irracionales conflictos, que no pertenecen a la sustancia misma del plan divino. Misterio de la libertad humana. Misterio del pecado. Misterio del mal.

    Los intelectuales franceses estudiarán en su semana el problema desde muchos puntos de vista, empezando por relacionar el sentido del pecado con el sentido de Dios. Porque, hay en efecto, una misteriosa «sensibilidad» común para percibir estas realidades: quien no «sienta» a Dios, no «siente» tampoco el pecado.

    Estudiarán, asimismo, las tres grandes fuentes de pecado en el mundo de hoy: el placer y la pasión, la avaricia y el mundo del dinero, el poder, el odio y la violencia.

    Nunca podrá, sin embargo, agotarse el tema. El pecado es —ya lo hemos dicho— un enigma insoluble para el pensamiento filosófico estrictamente racional y un misterio para el pensamiento teológico. Nadie puede pensar en llegar hasta lo profundo de sus aguas.

 

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