Karlos Santamaria eta haren idazlanak

 

Necesidad de organización supranacional con medios adecuados. Mediante ellos podría imponer la justicia y la paz

 

Ya, 1956-11-16

 

      En el séptimo «arrondisement» de la capital francesa, contiguo casi a la modesta residencia del cardenal de París, se encuentra el Secretariado de Pax Christi, al que mis deberes me llevan con frecuencia.

      Contra lo que la mayoría de las gentes creen, París no es Pigalle o, al menos, no es sólo Pigalle. No es la ciudad de la diversión y del vicio, atrayente cebo para los turistas del placer, que muchos se imaginan, sino también un gran centro de vida intelectual y religiosa, que ha prestado y presta a la iglesia universal servicios altamente apreciados.

      Los actuales acontecimientos no podían menos de tener repercusiones en la dirección de este movimiento, modesto, pero lleno de entusiasmo: muchos se dirigen a ella pidiendo que se realicen actos adecuados a la gravedad del momento y que se apliquen, en el terreno de la acción, el enorme dolor y la inquietud justiciera que laten en las últimas dramáticas palabras de Pío XII.

      Es evidente que la actitud de los católicos y sus movimientos en el plano intelectual y político de los países libres pueden pesar enormemente en el desarrollo de los acontecimientos, porque en todo el mundo occidental la Iglesia goza de un prestigio y una autoridad moral muy superiores a los que tenía en el siglo pasado.

      Hay que evitar, sobre todo, que los hombres de buena voluntad puedan ser arrastrados por la desconfianza y el espíritu de violencia.

      Una injusticia no justifica nunca otra injusticia. Un atropello no corrige a otro atropello.

      Si las personas honradas pierden la serenidad, no sólo su acción en favor de los oprimidos será menos eficaz y, a la larga, catastrófica para todos, sino que podría llegar a resultar tan odiosa como lo es ahora la de los bárbaros adversarios de la justicia. «Basta ya —decía el Papa en su mensaje del día 10— de represiones ilegales y brutales».

      El único camino abierto es, pues, el de la acción jurídica internacional. ¿Quiere esto decir que, una vez más, las naciones —«la unión compacta de las naciones sinceramente amantes de la paz y de la libertad»— se abstendrán de intervenir de un modo efectivo frente a un acto de agresión brutal como el que acaba de producirse en Hungría?

      La conclusión es justamente la contraria: hay que reforzar la organización de las Naciones Unidas, liberándola del derecho al veto que la ahoga y dotarla de una fuerza regular de policía internacional con gran prestigio moral y facultades supranacionales que pueda interponerse siempre que sea necesario entre agresores y agredidos e imponer el cumplimiento de los fallos de justicia internacional.

      En suma, ha llegado el momento de que la violencia sea eliminada del plano jurídico internacional, como lo fue de la esfera de las relaciones privadas y sociales al implantarse los procedimientos judiciales. Ha de darse al concepto de soberanía una interpretación adecuada para que en un futuro próximo ningún Estado pueda «tomarse la justicia por su mano» sin que recaigan sobre él graves consecuencias materiales. Aquella organización no será perfecta —ya lo sabemos—, como no lo es la justicia interna de las naciones, pero constituirá un paso gigantesco hacia la verdadera paz, obra de la justicia verdadera.

      La opinión está preparada para ello: nadie lamenta la existencia de la O.N.U., sino, al contrario, la debilidad e insuficiencia de esta organización, que debe ser restablecida sobre bases aún más sólidas y efectivas.

      Es indudable que la agresión rusa contra el indefenso pueblo húngaro ha llenado de indignación a la mayoría de los hombres, sean cuales sean las ideologías políticas y filosóficas de cada uno.

      Hasta Sartre, en su artículo del «Exprés» —profusamente anunciado—, se ha rasgado las vestiduras, aunque podríamos preguntarnos si tiene derecho a hacerlo de acuerdo con sus módulos de pensamiento. No parece, en efecto, que la moral sartriana pueda ofrecer base suficiente para el escándalo ni para la indignación. Incluso ante las mayores atrocidades.

 

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