Carlos Santamaría y su obra escrita

 

El bien común

 

El Diario Vasco, 1957-01-20

 

      Actualmente se oye hablar mucho del «bien común», pero hay muy pocas personas que se preocupen de analizar el contenido de esta expresión. El bien común de una sociedad política, más que el conjunto de bienes de propiedad pública —caminos, puertos, escuelas...— es el sistema de costumbres, leyes e instituciones que permiten organizar la vida social al servicio de la persona humana. Más que una realidad física y tangible, es un clima de convivencia, de paz y armonía de voluntades, en el que la vida personal de cada uno encuentra la máxima expansión y la más amplia libertad para perfeccionarse.

      Cuando a los pueblos se les exigen sacrificios, se recurre a la idea de bien común, única que realmente puede justificarlos.

      Todas las doctrinas políticas se apoyan en el interés general y utilizan esta misma idea de bien común, introducida por Aristóteles como fundamento de la vida social, aunque presentándola en formas y bajo títulos diferentes. El progreso social, el bienestar del pueblo, la defensa de la civilización, la utilidad pública, han sido invocados por hombres de diferentes credos políticos, siempre que han querido razonar sus actos de gobierno.

      En realidad, el bien común debe ser el objeto primordial de la Ley. Cuando ésta se aparta de él, se convierte en tiranía y deja de ser verdadera Ley.

      El poder de unos hombres sobre otros sólo puede ser justificado en razón del bien común, y sólo concebido de esta manera tiene un sentido genuinamente moral.

      Ningún gobernante ha reconocido nunca que la ambición egoísta de poder fuese el móvil de su actividad: todos se han apoyado o han pretendido apoyarse, más o menos sinceramente, en el interés de la comunidad. Hasta los atropellos y los crímenes más odiosos se han solido llevar a cabo amparándose en pretendidas exigencias de la «razón de Estado», forma maquiavélica y sofisticada del bien común.

      Pero la moral cristiana no ha aceptado nunca la legitimidad de la razón de Estado cuando se la ha querido invocar contra los derechos de la persona y de las distintas comunidades naturales a las que el hombre pertenece.

      La noción de Bien común es algo tan fundamental y característico de la razón humana, cuando ésta se aplica a considerar el hecho social, que nadie, o casi nadie, se ha atrevido a negarla, aunque todos hayan pretendido acomodarla o ajustarla a sus propias ideas.

      Aun las doctrinas que parecen representar exclusivamente el interés o la utilidad de un grupo social frente a los demás, tratan de apoyarse en último extremo en la utilidad o el interés de todos. El totalitarismo racista, por ejemplo, que pretende imponer la superioridad y el predominio de una raza sobre las otras, se ampara en un conocido pasaje de Aristóteles, según el cual los pueblos superiores deben tutelar a los inferiores. La misma teoría marxista, que parece fundarse únicamente en la utilidad de una sola clase, afirma la posibilidad de una situación terminal en la que el interés general se identificaría con los intereses de todos los individuos y de todos los grupos sociales.

      Por encima de todos los equívocos, partidismos y discrepancias, el bien común, el bien del pueblo, fundamento del derecho y justificación del poder, debe ser, pues, respetado y amado como cosa casi sagrada. Nadie puede invocarlo en vano para defender sus propios intereses sin cometer un grave pecado contra la justicia social.

 

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