Karlos Santamaria eta haren idazlanak

 

Soberanías

 

El Diario Vasco, 1957-02-17

 

      La guerra es un mal para los cuerpos y para las almas. Hay que tratar de evitarla por todos los medios compatibles con la justicia.

      En la situación actual, el recurso a la guerra no se justifica por cuestiones de prestigio nacional, ni siquiera por la defensa de derechos que, aunque legítimos, no compensan el riesgo de hacer estallar un incendio mundial con todas sus tremendas consecuencias espirituales materiales.

      Nadie puede afirmar que las guerras sean un mal necesario.

      Del mismo modo que en el orden de las relaciones interpersonales se establecieron hace tiempo tribunales y procedimientos jurídicos para sancionar los crímenes y dirimir los conflictos —de suerte que en la situación actual ya no es legítimo vengar la sangre familiar, como en el Antiguo Testamento, o tomarse la justicia por su mano—, el desarrollo de la técnica y de los medios de comunicación entre los pueblos, hace sumamente necesaria la pronta institución de un mecanismo efectivo de seguridad y justicia internacional.

      No se debe denigrar a los que con buena voluntad y partiendo de supuestos ideológicos y religiosos muy distantes, trabajan en común a fin de establecer las bases de la organización jurídica supranacional.

      Hace años decía ya el famoso hombre de Estado austriaco Mons. Seipel, refiriéndose a la extinguida Sociedad de Naciones, precursora de la actual Organización de las Naciones Unidas: «Hay católicos pequeños que siguen desconfiando de la Liga de las Naciones, porque los que la crearon no son de su campo y nunca han unido sus ideas con las de Dios. Los católicos en general y la misma Iglesia Católica no piensan del mismo modo. Con tal de que se haga el bien o de que se intente hacerlo, Dios no pierde nada, aunque los que hacen el bien no piensen en El. Pero nosotros pensamos en El, creemos que nada se hace sin que Dios lo quiera y por ello admiramos su grandeza, al ver que realiza sus planes por medio de esos mismos que no creen en El».

      El mayor obstáculo que hoy se opone a la realización de esta organización pacífica es una concepción desaforada de la soberanía estatal, expresión de egoísmos colectivos que no son menos condenables que los egoísmos individuales.

      Concebida la soberanía del Estado como una razonable autonomía para la realización de los fines propios, es perfectamente compatible con el bien común internacional. En caso de conflicto, el bien común deberá primar sobre el bien particular de un Estado o de un grupo de Estados. El problema del Canal de Suez, por ejemplo, sólo puede ser planteado correctamente desde este punto de vista.

      Pero mirada aquella soberanía como un poder «absoluto», es decir, «desligado» de todo vínculo con los demás Estados y de toda dependencia respecto de cualquier voluntad o ley moral superior, dicho concepto resulta altamente perturbador.

      No tiene, pues, nada de extraño que estos últimos años se hayan concentrado las críticas contra el concepto de soberanía o, más bien, contra esta interpretación abusiva del mismo a que el proceso positivista del derecho nos ha llevado.

      Los exaltados y falsos patriotismos van cayendo en descrédito en las sociedades civilizadas. Ha llegado quizás la hora de que, impelidos por la necesidad y el peligro de nuevas guerras mundiales, los pueblos tengan que someterse a una disciplina jurídica común.

 

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