Karlos Santamaria eta haren idazlanak

 

Ventriloquía

 

El Diario Vasco, 1957-03-24

 

      Acerca del diálogo conviene salir al paso de un error bastante común. Se trata de una concepción «ventrílocua» del diálogo con la que uno puede fácilmente engañarse a sí mismo o tratar de engañar a los demás.

      Admitir el diálogo es reconocer la existencia de fuentes de pensamiento exteriores a uno mismo, la posibilidad de equivocarse, de ser criticado y corregido por otros. La actitud dialogante es una actitud humilde, dispuesta siempre a escuchar y a aprender de los demás.

      El autócrata puede enseñar, disponer, imponer, pero no tiene por qué «dialogar», pues no reconoce, fuera de sí ningún principio de autoridad ni de verdad.

      Para que el diálogo entre la autoridad y el pueblo sea fecundo y auténtico, hace falta que haya no sólo una diversidad de voces, sino una pluralidad de pareceres e incluso cierta oposición de ideas y de mentalidades capaz de engendrar algo realmente nuevo y original.

      El fenómeno a que nos referimos, donde quiera se dé, consiste precisamente en lo contrario, en un monólogo que adopta la forma de diálogo, algo así como el que realiza el ventrílocuo a través de sus muñecos o el escritor por medio de sus personajes inventados, que le sirven para decir lo que él piensa.

      A veces, cuando la sociedad se nos hace insoportable, se nos ocurre inventarnos también un diálogo y empezamos a hablar solos cambiando la tonalidad de nuestra voz para hacernos la ilusión de que estamos conversando con otro.

      Las palabras que salen de mi boca al entrarse de nuevo en mí por la puerta del oído, me parecen ajenas y extrañas y me forjo la sensación de una inexistente novedad.

      Más de una vez se ha dado el caso del escritor que polemiza contra sí mismo, bajo diferentes seudónimos y desde diferentes columnas. El solo se ataca y se defiende, con enorme agilidad para los golpes que a sí propio se asesta, y a veces no sabe decidir cuál de sus dos facetas ha de salir triunfante.

      Lo que Unamuno reprochaba al Parlamento español, no era precisamente la diversidad de partidos, la excesiva proliferación de opiniones y de tendencias, sino más bien el hecho contrarío, es decir, ese fenómeno característico que pudiéramos llamar —estrujando el símil— «ventriloquía parlamentaria».

      Â«Un parlamento sólo es fecundo —decía el profesor de Salamanca— cuando luchan de veras entre sí los partidos que lo componen, y el nuestro es infecundo porque en él no hay semejante lucha, sino que todos se entienden entre bastidores y salen a las tablas a representar la ridícula comedia de la oposición. Hay que luchar, y luchar de veras, y buscar sobre la lucha, y merced a ella, la solidaridad que a los combatientes une. Se entienden mucho mejor las personas y los pueblos y están mas cerca de llegar a un cordial acuerdo cuando luchan leal y sinceramente entre sí».

      Hay mucho de verdad en esto. El monólogo, cuando se disfraza de diálogo, pretende ser hermafrodita, fecundarse a sí mismo, y como consecuencia de ello resulta estéril.

      Si buscamos el diálogo, si creemos que es útil y necesario para el bienestar común, no debemos caer jamás en el equívoco de la ventriloquía política.

 

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