Carlos Santamaría y su obra escrita

 

Maccarthysmo

 

Pax Christi, 1957-05

 

      La muerte del senador McCarthy, ante cuya figura de luchador infatigable nos inclinamos con el respeto religioso que merecen los muertos, pone de actualidad un fenómeno casi olvidado pero que aún sigue existiendo tanto en América como fuera de ella, y que puede en cualquier momento hacer de nuevo explosión: el «maccarthysmo».

      Ignoramos si lo que se ha llamado el «maccarthysmo» refleja en realidad la posición concreta del señor McCarthy, pero lo cierto es que aquella palabra sirve hoy para designar una actitud política muy definida —por lo demás sumamente simplista y violenta— que lo supedita todo a la lucha contra el comunismo.

      El «maccarthysmo» ve marxistas solapados por todas partes, no vacila en acusar de cripto-comunistas o de comunistas blancos a los hombres más respetables. Con tal de descubrir a los espías no se para en escrúpulos, ni en procedimientos, ni tiene inconveniente en poner en tela de juicio la honradez de muchas personas, en provocar procesos escandalosos o en destruir vidas ajenas.

      La obsesión anticomunista puede conducir a posiciones enteramente anticristianas y radicalmente inmorales. El comunismo no es el mal absoluto. No todo lo que se haga contra él queda justificado «ipso facto».

      Aquella actitud obsesiva tiene además el enorme peligro de impedirnos ver otras realidades, no menos importantes y acaso más graves que el propio comunismo y que tal vez pasan inadvertidas para nosotros.

      No basta que un hombre sea enemigo del capitalismo y partidario de una reforma social profunda para que se le acuse de comunista.

      El capitalismo en la forma en que lo conocemos actualmente, —realización anónima y deshumanizada de una insaciable ambición de poder— no tiene nada de cristiano y nosotros no hemos de defenderlo confundiéndolo con el legítimo derecho de propiedad que salvaguarda la dignidad y la libertad de la persona humana.

      Aun suponiendo que no existiese el régimen soviético, los cristianos no dejaríamos de encontrarnos ante la necesidad de hacer una revolución social y económica de formidables dimensiones, una revolución sin par en la historia.

      Aunque todos «los pueblos» se hiciesen cristianos de la noche a la mañana, los problemas no estarían resueltos como no lo están en la sociedad española, pretendidamente católica.

      Más todavía: aunque esa innumerable legión de hombres y mujeres, que son nuestros ignorados conciudadanos del mundo actual, se hicieran «cristianos de verdad» y se pusieran, un buen día, a cumplir los mandatos de Cristo —con lo que se habría adelantado, sin duda, muchísimo— los problemas técnicos y políticos permanecerían planteados por que la posesión de la Fe no concede a nadie mágicos poderes suprahumanos ni aporta por sí misma soluciones que sólo por el esfuerzo y el trabajo personal del hombre pueden ser logradas.

      Huyamos pues —con humildad llena de Fe y de Esperanza— de la actitud simplista de los que aún sueñan con cruzadas y reconquistas.

      Ninguna de las dos hipótesis que hemos expuesto va a realizarse, por violentos que sean los medios que nosotros queramos aplicar.

      Pensemos en la gigantesca complejidad de ese mundo, que está ante nuestros ojos, tal como es realmente, y comprendamos que el papel del católico no consiste en atizar hogueras o en levantar horcas sino en algo mucho más humano y mucho más importante, en sumergirse en ese mundo y en buscar, dentro de él, paso a paso, mediante un esfuerzo tenaz, impregnado de amor sobrenatural, soluciones cristianas para una Humanidad formada por hombres de todas las razas y de todas las religiones. Una Humanidad que quizás en los siglos venideros vendrá a Cristo pero que hoy no lo conoce, porque encuentra demasiados obstáculos para ello en la actitud y el comportamiento de los propios cristianos.

 

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