Carlos Santamaría y su obra escrita

 

El lugar del prójimo

 

El Diario Vasco, 1958-07-27

 

      El hecho católico se da de un modo tan natural en nuestra sociedad o, al menos, en una parte importante de ella, que no se piensa siquiera que en otros lugares o para otros hombres el problema religioso pueda presentarse de un modo distinto o en unas condiciones diferentes que las nuestras.

      Aquí se recibe la religión católica del medio social juntamente con otros importantes componentes vitales y el hecho de ser católico —bueno o malo, pero católico en definitiva— le resulta a uno tan simple como el hecho de respirar. Esto tiene sus ventajas, pero puede tener también algunos inconvenientes. El primero de ellos es la irreflexión, el puro y simple conformismo, dispuesto a aceptar las creencias con la misma facilidad con que se aceptan otros muchos tópicos sociales.

      Esto no ocurre así en los países en que reina el pluralismo religioso, como en Alemania, Inglaterra, Holanda o Suiza, porque en ellos los católicos, en trato continuado con personas de otras creencias, se ven obligados a admirar la rectitud de conducta de muchas de ellas y a dialogar sobre temas de carácter religioso, cuando no a defenderse contra los ataques sobre el comportamiento de los católicos o sobre puntos concretos de doctrina o de historia eclesiástica. Todo esto exige conocer y estudiar su fe y las razones en que se apoya la actitud del creyente. Tarde o temprano, el católico llega allí a plantearse la gran cuestión: «Yo, ¿por qué soy católico?». Muchos se contestarán, claro está, con responder, sencillamente, «porque lo eran mis padres» o «porque es la religión que me ha tocado en suerte». Pero estos motivos son insuficientes e inadecuados, por lo cual los que piensen de esa manera no tardarán en perder su creencia y caer en el indiferentismo. Esto explica por qué los católicos de otros países sienten más que los españoles la necesidad de defender su fe mediante el cultivo personal y el perfeccionamiento de su cultura religiosa y se interesan por los problemas teológicos en mucha mayor medida que las personas piadosas de aquí. Contrasta aquella curiosidad con la indiferencia que en España se observa hacia este género de cuestiones.

      Tal indiferencia de fondo va unida, a menudo, a una lamentable incomprensión, a una injustificable intolerancia personal hacia los demás. Jaime Balmes, en su obra «El protestantismo comparado con el catolicismo», propone un ejemplo muy significativo a este respecto. Se trata de dos sacerdotes: «el uno que ha pasado su vida en el retiro rodeado de personas piadosas y no tratando sino con católicos»; el otro, que ha vivido en «diferentes países donde se hallan establecidas diversas religiones, y se ha visto precisado a conversar con hombres de distintas creencias, a vivir entre ellos y a sufrir el altar de una religión falsa levantado a poca distancia del de la religión verdadera». «Ambos —dice— mirarán como un don de Dios la fe que recibieron y conservan»`; pero su conducta será muy diferente, pues mientras el primero «se estremecerá, se indignará a las primeras palabras que oiga contra la fe o las ceremonias de la Iglesia», el segundo, «acostumbrado a ver contrariada su creencia, a discutir con hombres que la tenían diferente, se mantendrá sosegado y calmosos, entrando reposadamente en la cuestión si necesario fuese o esquivándola si así lo dictase la prudencia... Es que este último, con el trato, la experiencia, las contradicciones, ha llegado a poseer un conocimiento claro de la verdadera situación del mundo; se ha hecho cargo de la combinación de circunstancias que mantienen a muchos en el error; sabe, en cierto modo, colocarse en el lugar en que ellos se encuentran».

      Pues bien, ese «saber colocarse en el lugar del prójimo», ese «saber penetrar con el entendimiento en el espíritu de los demás», de que nos habla Balmes, debe cultivarlos muy esmeradamente en sus múltiples aspectos y facetas el católico español, precisamente porque ha de vivir, en general, en medios homogéneos, donde es raro el contacto y el diálogo normal con gentes de otras creencias y donde los automatismos colectivos pueden llegar a subsumir el hecho personal.

 

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