Karlos Santamaria eta haren idazlanak

 

Misas ultrarrápidas

 

El Diario Vasco, 1958-11-16

 

      En el mes de septiembre último se celebró en el Seminario de San Sebastián una Asamblea Pastoral litúrgica a la que tuve el gusto de referirme en uno de mis «Aspectos», de los que el tema religioso no suele estar ausente.

      Manifestábase entonces la esperanza de que aquella importante reunión nos sacara del letargo litúrgico en el que, si nuestros sentidos no nos engañan, parece que yacemos. Debo confesar que mi desilusión ha sido grande al ver que van pasando los meses sin que nos sea dado observar ninguna diferencia. Noto que las deficiencias tantas veces señaladas en la organización del culto —en su vitalidad externa, en su autenticidad, en su esteticidad— no sólo persiste, sino que hasta en algunos casos se acentúan.

      El desdichado cristiano que en este país sienta el deseo de gozar de la liturgia católica, de su profundidad teológica, de su riqueza estética —goce moderado, austero, en todo contrario al vano derramarse de los sentidos, recogimiento a la par que mutua edificación y comunicación de bienes—, difícilmente encontrará manera de satisfacer tan legítima aspiración.

      Uno se admira de que esto pueda seguir así habiendo tanta y tan buena gente que siente la gravedad del problema.

      Seguimos asistiendo con pena a esas misas dominicales ultra-rápidas en las que el púlpito combate a menudo contra el altar, y en las que se consuma ese «tour de force» consistente en intentar escuchar al predicador —o, tal vez, en no escucharle para poder recogerse—, cumplir con el precepto, defenderse de los embates de las corrientes humanas, intentar enterarse algo de lo que está pasando allí echándole una ojeadita al misal, depositar el demandado óbolo... y todo ello en el bonito tiempo record de 23 a 26 minutos. He asistido a la misa en varios países civilizados del Occidente europeo y en ninguno he visto cosa parecida. Esto explica el escándalo que nuestras misas dominicales causan frecuentemente a nuestros hermanos católicos de otros pueblos.

      El hombre de hoy es muy sensible: tiene una sensibilidad muy cultivada, o por lo menos muy baqueteada, por medios técnicos de gran penetración. Es muy exigente en muchos puntos y sus exigencias son, en bastantes aspectos, justas y dignas de ser tenidas en cuenta. Resultaría peligroso que no fueran comprendidas por los dirigentes eclesiásticos. No tiene nada de extraño —aunque sí pueda tenerlo de doloroso y de injusto— que se aleje de la Iglesia, quizás sin apenas darse cuenta de ello, que se encuentre cada vez más distante del templo, cuando lo que se le ofrece en éste, al menos externamente, no tenga atractivo para él ni represente ninguna clase de respuesta a sus inquietudes.

      Hay que pensar en las terribles consecuencias que habrá tenido y que seguirá teniendo la decadencia y el abandono litúrgico de los últimos tiempos. La crisis del siglo XIX sigue pesando aún muy fuertemente sobre nosotros y es llegada la hora de sacudírsela enfrentándose con los problemas reales que el mundo de hoy plantea a nuestra actitud religiosa. La liturgia comunitaria, comprendida y vivida, ha sido el camino del retorno para bastantes hombres separados de la Iglesia y que se habían formado —¿cómo no?— una idea falsa y lamentable de ella.

      Al menos en el aspecto que comentamos ¡sería tan fácil que esto empezase a cambiar!

 

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