Karlos Santamaria eta haren idazlanak

 

La gran muralla china

 

El Diario Vasco, 1959-05-17

 

      Desde que al celeste Tsin-Chi-Hoang-Ti, emperador de la China en el año 247 antes de la era cristiana, se le ocurrió la idea genial de construir la famosa Gran Muralla, de 600 leguas de longitud, para proteger a sus honrados súbditos contra las invasiones mongólicas, otros muchos príncipes, reyes y emperadores volvieron, en el transcurso de los tiempos, a poner en práctica la misma táctica defensiva.

      Evidentemente no existía todavía en aquella lejanísima época nada parecido a los satélites artificiales ni a los proyectiles dirigidos, ni siquiera a estos variados y etéreos vehículos sobre los cuales caminan hoy, con paso inverosímilmente rápido, las noticias y las ideas de todas clases.

      Eran, además, unos tiempos de gran sabiduría en los que los hombres tenían pocas ideas que comunicarse, fuera de aquellas que misteriosamente van pasando de padres a hijos y de generación en generación, ideas, por otra parte, muy simples, con arreglo a las cuales el respeto a los ancianos y a las viejas tradiciones debe jugar el papel principal, si no el exclusivo, en la vida social y familiar.

      En cuanto a las noticias, los pordioseros trashumantes bastábanse para llevarlas de boca en boca, adornados sus relatos con mil y una invenciones propias que les daban un carácter épico y sumamente atrayente para aquellos honrados y felices ciudadanos.

      No obstante, la Historia nos muestra que, a pesar de lo pobre de los medios utilizados por los invasores, las enormes murallas fueron, tarde o temprano, atravesadas por los bárbaros contra los cuales se habían alzado. La misma suerte que cupo al muro del Diablo, construido por los romanos en la frontera del Rhin, la hemos visto correr nosotros mismos, muchos siglos más tarde, a la línea Maginot, de triste recordación. Ni siquiera a los descendientes del propio Tsin-Chi-Hoang-Ti les sirvió la famosa muralla para gran cosa, pues los mongoles se filtraron a través de ella y se adueñaron del trono de los emperadores celestes, reemplazando en sus palacios a estos viejos y decadentes varones cuyas genealogías se perdían en la noche de los tiempos.

      Si esto ocurrió en aquellos felicísimos y sabios siglos, ¿qué no habrá de suceder hoy con todos los telones de acero y las certinas de bambú, sean de la clase que sean?

      Por herméticas e infranqueables que parezcan estas murallas, no son capaces de contener la circulación de las ideas y es evidente que son las ideas las que mueven a los hombres con fuerza irrefrenable y hacen el papel de las trompetas de Jericó.

      Al hombre de hoy, como al de todos los tiempos, le molestan terriblemente las barreras, y hay algo muy misterioso dentro de él que le empuja a saltárselas todas a la torera. Levantando ante él, y alrededor de él, murallas chinas, se le enciende más y más su ansia de libertad y el deseo de franquearlas, quién sabe si hacia lo desconocido. Ignorar esto —sea cual sea el campo en que semejante ignorancia se dé— es desconocer una clavija esencialísima de la paradójica naturaleza humana.

 

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