Karlos Santamaria eta haren idazlanak

 

El poder de decidir

 

El Diario Vasco, 1959-09-06

 

      Las modernas «máquinas de pensar» han puesto de manifiesto que muchas de las operaciones del pensamiento lógico pueden ser organizadas mediante un sistema de combinaciones binarias. Es decir, que juicios, aparentemente muy complicados, se reducen a una sucesión de «sis» y «nos» que los «cerebros artificiales» reproducen mediante un gran número de circuitos electrónicos, abriéndose o cerrándose oportunamente.

      El número de decisiones que hay que adoptar para llegar a un resultado cualquiera se expresa por una unidad llamada «hartley». Para encontrar una carta en una baraja de 32 cartas se precisan, por ejemplo, unos cinco «hartleys», es decir, 5 cortes de la baraja. Buscar una palabra en un diccionario corriente representa unos 16 «hartleys», o sea, otras tantas decisiones (adelante-atrás). El cerebro humano puede realizar 10 «hartleys» por segundo. El oído, un millón de «hartleys» por segundo. El ojo humano, en su búsqueda del objetivo puntual, quinientos millones. En un segundo el ojo resuelve, pues, 500 millones de cuestiones como ésta: «¿Adelante o atrás? ¿A la derecha o a la izquierda?».

      El ejercicio del «poder de decidir» va acompañado, naturalmente, de un consumo de energía física que los biólogos han tratado de medir por procedimientos que no pueden ser referidos en este lugar.

      Si pasamos, por analogía, de este género de decisiones sensoriales a los actos de voluntad, que rigen nuestra conducta, deberemos hacer constar que éstos también van acompañados de una destrucción o degeneración de energía. Decidir, cansa terriblemente.

      Todo hombre con sentido de misión y de responsabilidad sabe hasta qué punto es enojoso y fatigante esto de tener que decir «sí o no» continuamente; optar, elegir, comprometerse, embarcarse en una o en otra dirección con todas sus consecuencias y en toda clase de asuntos.

      Cuando al llegar uno a su casa por la noche, con el sistema nervioso convertido en una guitarra desvencijada, su mujer le pregunta a uno si quiere los huevos fritos o en tortilla, se daría por satisfecho con que se hubiera implantado ya el menú único, científico y universal en que han solido pensar algunos utopistas más o menos desequilibrados. Cualquier cosa para no verse obligado a adoptar una decisión más.

      Un técnico, un jefe de empresa, un político, un dirigente de cualquier clase, se ve en la necesidad de adoptar decisiones irreversibles veinte o treinta veces al día.

      Llega un momento en que se estaría dispuesto a todo, con tal de no tener ya que resolver nada, en un sentido o en otro, de que ya no le quedase a uno delante más que un solo camino. Ser piedra que cae o planeta guiado por las leyes de la gravitación universal.

      A veces la libertad se nos presenta como un fatigoso quehacer y muchos preferirían renunciar a ella. Por doquier se encuentran hombres que opinan de esta manera, movidos por su enorme pereza o su gran fatiga vital. «Mejor sería vivir encadenados que libres; así no tendremos que pensar ni que decidir por nuestra cuenta».

      Suprimamos la libertad. «De esta manera todo irá perfectamente, como dijo un padre después de haber cortado la cabeza a su hijo porque era bizco» —añadiría sanchopancescamente Sam Weller, el escudero de Mr. Pickwick—. (La cita es de él).

      Pero esto sería como renunciar a ser hombre. La esencia del hombre es precisamente la de poder y tener que escoger a cada paso su propio rumbo. El poder de decidir.

 

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