Karlos Santamaria eta haren idazlanak

 

Domingo de Ramos

 

El Diario Vasco, 1960-04-10

 

      Poco a poco el reducido grupo que acompañaba a Jesús en su marcha sobre Jerusalén se había ido engrosando hasta convertirse en una multitud.

      Por los senderos marginales afluían los curiosos, bien abiertos los orientales ojos, a ver qué pasaba. Apuntando al Cristo, que en medio de la muchedumbre cabalgaba en un asnillo, preguntaban: «Quién es?».

      Y algunos se sumaban a la comitiva y otros no, según les venía en gana, como suele suceder en estos casos.

      Bajaban ya todos por el camino del monte, gozosos y entusiasmados, agitando palmas y entonando salmos davídicos, sin conocer, ciertamente, el significado exacto de lo que hacían, ni de lo que cantaban, pero movidos, sin duda, por la más alta inspiración.

      De pronto, cuando mayor era el ruido y la algazara, el cortejo se detuvo inesperadamente.

      Cesaron súbitamente los gritos y durante unos minutos sólo se escuchó un murmullo, un murmullo general de extrañeza, que luego se fue también apagando poco a poco.

      Lo que había ocurrido es que Jesús había descendido de su cabalgadura y separándose quizás un poco de sus acompañantes se había puesto a contemplar la cercana ciudad, la ciudad santa, que aparecía enfrente, a merced de los ojos de todos.

      Abstraído, silente, la mirada triste, no cesaba de contemplarla, sin pronunciar aún una sola palabra. Su silencio resultaba extraño, impresionante. Más impresionante sin duda que cualquier cosa que en aquel momento hubiera podido decirse.

      A la vista de su actitud, también la multitud callaba. Perpleja, quieta, desconcertada, ante el gesto de su profeta, de aquel profeta que se había buscado para su romería pascual y del que sólo vagamente intuía que era un gran profeta.

      Pero he aquí lo más notable del caso: Jesús lloraba. En el apogeo casi de aquella jornada triunfal, el Profeta lloraba.

      Sus lágrimas eran infinitamente varoniles. No había en ellas nada de femenil flaqueza, ni de despecho, ni de resentimiento, ni de ese protagonismo que suele haber en las lágrimas de los hombres cuando se placen, de modo masoquista, en sus propios fracasos.

      Verdaderamente debió resultar inexplicable para toda aquella gente lo que estaba ocurriendo: que Jesús se pusiera a llorar cuando su triunfo parecía mayor. ¿Cómo podía entenderse aquello? ¿Qué más podía desear el maestro? Ahora precisamente que las cosas iban perfectamente, como lo probaba aquella marcha que con tanto éxito se había organizado, ¿iba el Profeta a desanimarse? ¿Iba tal vez a abandonar su impresa mesiánica?

      Fue entonces cuando Jesús, alzando su voz, dirigida por encima de la muchedumbre hacía un horizonte infinito de hombres y mujeres de todas las naciones y de todos los tiempos, porque la Jerusalén terrestre la somos todos, pronunció aquellas famosas palabras de condenación cuajadas de resonancias bíblicas, contra la ciudad que no había acertado a comprender el mensaje de Paz que le había sido dirigido... «Te arrasarán y no dejarán en ti piedra sobre piedra en razón de no haber conocido tu tiempo».

      Luego que todo aquello pasó, calmada la emoción del momento, la comitiva emprendió de nuevo la marcha, y se entró por las puertas de la ciudad entre los vítores de la gente, perdiéndose al final entre las estrechas callejas que conducían al templo.

      Se olvida a menudo que las lágrimas de que hemos hablado forman también una parte importante, acaso la más importante, del Domingo de Ramos.

 

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