Karlos Santamaria eta haren idazlanak

 

El problema del mal

 

El Diario Vasco, 1960-10-30

 

      Infinitos son los nombres del mal: dolor, envejecimiento, enfermedad, muerte, preocupación, sospecha, odio, traición, injusticia, tiranía, homicidio, guerra, paz incierta, guerra fría, inseguridad del mañana, ignorancia, error, oscuridad, cansancio, abatimiento, angustia, inquietud, degradación, envilecimiento, sensualidad, pecado.

      Es cierto que, a veces, sumidos como estamos en la «cotidianidad», llegamos a olvidarnos de esta enorme batalla, y que este singular olvido nos brinda cierta tranquilidad que, en verdad, no va a ninguna parte. Pero, al mismo tiempo, este olvida, esta incolora aceptación del mal, ¿no es también un mal, quizás el peor de los males y el mayor de todos ellos? «El hecho de estar así —dice Heidegger— en comunión, aparentemente tranquila y confiada, con el mundo, es un modo de miseria del ser humano, y no lo contrario».

      El problema del mal se plantea al hombre de hoy con una urgencia y una lucidez extraordinarias. La sensibilidad humana para el acontecer histórico es hoy enormemente más grande que en cualquier época pretérita.

      Los medios técnicos de comunicación contribuyen, en efecto, a que las conmociones más lejanas se reflejen inmediatamente en nuestras vidas. Nada de lo que ocurre en el mundo nos es ajeno.

      Así, por ejemplo, la miseria de la Humanidad. Según se nos dice, los dos tercios de la Humanidad están formados por hombres que no saben leer ni escribir, padecen enfermedades endémicas, viven en miserables chozas o agujeros, en un terrible estado de degeneración física y moral.

      Ante el conocimiento de estos hechos, algo se revela dentro de nosotros. No nos queda más remedio que perder la tranquilidad o refugiarnos en un odioso y hermético egoísmo, a la manera literal.

      Las dos grandes guerras del siglo, sin par en la historia del género humano, han mostrado también la enorme capacidad de injusticia, de sadismo y de criminalidad que el hombre civilizado lleva dentro de sí, y, al mismo tiempo, la inestabilidad, la inseguridad de nuestro vivir.

      La amenaza de una nueva conflagración, de una universal catástrofe que diese al traste con todos nuestros conceptos tradicionales, nos coloca en una situación parecida a la de los hombres latinos del siglo V —la época agustiniana— viendo derrumbarse ante sus ojos la enorme estructura del imperio romano, que había aguantado durante siglos, hasta el punto de llegar a parecer eterna e imperecedera.

      Por eso las gentes se plantean hoy por todas partes, cada cual conforme a su propia cultura o incultura, el problema del mal. ¿A qué conduce todo esto? ¿Por qué las cosas son así y no de otra manera más justa, más lógica y aceptable?

      Conducido por la diestra experiencia de Régis Jolivet, repaso estos días los abundantes pasajes de San Agustín, consagrados al planteamiento y solución parcial de este problema o misterio del mal.

      Pero la mentalidad del hombre moderno no se detiene en la contemplación, exige acción. Contra el mal en sus formas infinitas, dentro y fuera de sí mismo, el hombre, eterno Prometeo, ha de luchar empujado siempre por cierta especie de impulso divino.

 

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