Carlos Santamaría y su obra escrita

 

Los «Beatles»

 

El Diario Vasco, 1965-06-20

 

      Â«Un hombre ha de saber hacer frente a la opinión, una mujer debe someterse a ella», decía, o más bien escribía, madame de Staël (idea que las gentes de hoy tal vez no compartamos enteramente).

      En el caso de Isabel de Inglaterra, como en el de cualquier otra reina que lo sea por derecho propio, este principio no encuentra fácil aplicación, porque el cetro, sobre todo un viejo e imperturbable cetro como el británico, ha de ser empuñado con energía y autoridad de varón y no consiente debilidades femeninas.

      Pero no debemos olvidar, por otra parte, que su graciosa majestad es reina constitucional y que, como tal, su primer deber es el de servir a la opinión, siendo su más fiel y autorizado intérprete.

      En esto, la realeza constitucional ha de ser más bien mujer, sometiéndose lealmente al sentir público y no tratando de desafiarlo.

      La disputa en torno a los «Beatles» plantea, pues, un problema de fondo. Que la reina tenga estas o aquellas personales preferencias musicales, en particular por la música de «twist», es cosa admisible y comprensible en una reina todavía relativamente joven, a la que el peso de la responsabilidad no parece haber hecho perder el sentido del humor. Pero hay que reconocer que, en buena doctrina constitucional, es cosa inadmisible que estas preferencias, puro «affaire privée» se traduzca en actitudes reales. Desde este punto de vista, los gustos musicales y artísticos de la reina no pueden ser otros que los del pueblo inglés. Y si al pueblo inglés le gusta el «twist», como si prefiere la ópera italiana, es cosa que habrá de ser probada a su tiempo y traducida en gestos oficiales de la corona.

      De la música dijo otro rey, Leopoldo II de Bélgica, que era «el más caro de los ruidos». También la constitución es un ruido caro, aunque necesaria en nuestra opinión, y por eso música y constitución deben ir de par.

      Pero lo más grave de este negocio es que no sólo ha tenido implicaciones políticas, sino que ha originado una profunda inquietud entre algunos honorables miembros de la Orden del Imperio Británico, hasta el punto de que se sientan impelidos a devolver, con gesto heroico, sus correspondientes medallas.

      Está claramente probado que las condecoraciones son consideradas, incluso por los países más igualitarios, como el régimen ruso, como un instrumento necesario para la paz pública y el estímulo de los ciudadanos. Aún existen las condecoraciones pontificas. Tal es el hambre de honores que hay en el mundo, que llegaría a resultar peligrosa si no pudiera ser saciada de algún modo. Esta es la razón de que una espesísima capa de bandas, cruces, insignias y condecoraciones de los más diversos orígenes y significados, cubra hoy la totalidad del planeta Tierra, tanto, que si se llegase a un justo y equitativo reparto, creo yo que no quedaría ciudadano del mundo sin su correspondiente encomienda.

      Lo que en este incidente salta a la vista es que algunos de los condecorados toman la cosa en serio, hasta el punto de considerar como intolerable la idea de que su honor pueda ser compartido con vulgares cantantes de la nueva ola.

      Esto nos proporciona una medida de la estupidez humana que da por buenos y razonablemente premiados los méritos propios y estima los ajenos como indignos de análogo reconocimiento. Al fin y al cabo la superioridad de los «Beatles» consiste en haber sabido inventar y ejecutar algo que entusiasma y enloquece a la juventud de hoy en todo el mundo, y esto es cosa que no pueden decir sin duda de sus propias hazañas los insignes carcamales devolucionarios.

      En el fondo todo ello es imbécil y por eso resulta tan actual. Ya lo dijo Hitler en «Mein Kampf»: «Si buscáis la simpatía de las masas debéis decirles las cosas más estúpidas que podáis».

      Pero Séneca: «Busquemos algo que no sea sólo bueno en apariencia, sino sólido y macizo por dentro».

      Y Gracián: «Infeliz es la eminencia que no se funda en la sustancia».

 

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