Carlos Santamaría y su obra escrita

 

Cerebro y Alma

 

El Diario Vasco, 1965-11-07

 

      El cerebro y la mano son los símbolos respectivos de dos tipos de actividad humana —trabajo intelectual y trabajo manual— que durante siglos habían sido considerados como cosas distintas y aún opuestas.

      Sin embargo, hoy se va viendo cada vez con mayor claridad que no existe un trabajo intelectual que no sea al mismo tiempo un trabajo físico y que, recíprocamente, tratándose del hombre, todo trabajo material, por servil que parezca, tiene inevitablemente cierta estructura inteligente y racional.

      El cerebro y la mano son dos órganos proporcionados, o más bien, las componentes de un par perfectamente articulado.

      Por medio de la mano, el hombre opera sobre la naturaleza y este conocimiento operativo, transformante, esencialmente distinto del conocimiento reflejo del animal, es lo típico del hombre. Bajo este aspecto, el marxismo tiene gran parte de razón: un conocimiento inerte y puramente idealístico carecería de rango auténticamente humano.

      El cerebro del hombre no se limita a trabajar con un número finito de combinaciones. Opera con sucesiones indefinidas de ellas y por esta razón se encuentra siempre abierto a realidades nuevas. No se halla como el animal reducido a la ley de la eterna repetición.

      El hombre es un animal capaz de construir útiles, de emplear estos mismos útiles en la fabricación de otros y de proseguir indefinidamente esta cadena creadora de nuevos útiles. ¿Por qué? «Porque su cerebro tiene una potencia indefinida para descomponer y recomponer la realidad», dice Bergson.

      En un sugestivo libro del doctor Chauchard, que acaba de ser traducido al castellano, —«La moral del cerebro»— su autor presenta el cerebro como «el más extraordinario aparato de dominio y espiritualización de la conducta». Por desgracia, dice, «no nos servimos de él mejor que si se tratase de un ganglio de insecto».

      Harían falta «consejeros de humanismo biológico, educadores del cerebro». Una «medicina para gentes normales» que nos enseñase a utilizar los recursos de nuestro propio mecanismo corpóreo-espiritual.

      El doctor Chauchard estima que las escuelas para «la enseñanza de la conducta humana» están todavía muy retrasadas. Que en nuestras universidades no se aprende esta técnica suprema y esencial, quizás porque los maestros mismos empiezan por ignorarla.

      Sin duda alguna, una de las características del «homo futurus» será la de haber aprendido a explotar a fondo los registros de aquel maravilloso instrumento.

      Utilizar sólo los niveles inferiores del cerebro es usar de un instrumento espiritual como si únicamente fuera un instrumento animal. Con la desventaja de que el hombre nunca puede animalizarse, lo bastante para adquirir una viabilidad, aunque sea decadente, porque carece del juego completo de instintos que constituye la base de los automatismos animales. Así, el hombre, al intentar animalizarse, no hace sino subanimalizarse.

      Aprender a manejar el cerebro para utilizarlo en toda su dimensión es, pues, hacerse más hombre.

      Claro está, que en esta cuestión nos lleva a un problema trascendente, el mismo de siempre. ¿Quién maneja el cerebro? ¿Es, acaso, el cerebro mismo?

      Semejante hipótesis carece, para mí, de sentido, porque entiendo que lo característico del hombre es tener conciencia del propio existir, palparse a sí mismo desde dentro. Constituye, pues, un quehacer absolutamente intransferible e irreductible a cualquier clase de mecanismo físico-biológico.

      En estas condiciones, nuestro cerebro pensante exige un alma.

      Chauchard viene a decir que «al materialista de hoy, que afirma la superioridad humana como una simple consecuencia de la superioridad cerebral» hay que responderle mostrándole esa enorme fuerza exigitiva con que el propio cerebro humano nos interroga al ser utilizado a pleno rendimiento.

 

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