Carlos Santamaría y su obra escrita

 

Ni graznidos ni bofetadas

 

El Diario Vasco, 1966-01-30

 

      Cuando se haga la historia religiosa de nuestro tiempo, los investigadores no tendrán que esforzarse mucho para comprobar la diferencia de clima histórico entre los dos Concilios vaticanos, primero y segundo.

      Pese a su relativa proximidad cronológica, hay una enorme distancia entre estos dos acontecimientos.

      El Concilio Vaticano primero, transcurrió bajo la presión de un mundo cultural y políticamente hostil. El segundo, ha merecido, en cambio, la atención y el respeto de una gran parte de la opinión mundial.

      También el signo interno ha cambiado. El Concilio Vaticano primero fue, ante todo, una repulsa y una condenación sistemática al «modernismo», tanto en sus formas religioso-teológicas, como en su expresión política y cultural. En cambio, esta vez la Iglesia ha evitado las condenaciones y ha tratado de abrir sus ventanas, cuanto ha podido, a las corrientes del mundo moderno.

      Los cristianos van poco a poco habituándose a la idea —por otra parte tan elemental— de que las personas de otras creencias, así como los marxistas, los materialistas y los agnósticos en materia religiosa, no son, necesariamente, gentes perversas, sin moral ni conciencia de ningún género, sino, en muchos casos, todo lo contrario.

      También al hombre religioso, aún visto desde su acera de enfrente, se le aprecia hoy más en todas partes. Ya no se le mira como un ser inculto, anacrónico y supersticioso, o, lo que es peor aún, como el aliado natural de las clases poseyentes.

      Por los dos lados la tensión ha disminuido pues, en este aspecto. La tolerancia y la consideración mutuas han crecido. El mundo de hoy está más dispuesto, y mejor dispuesto, para la conservación entre hombres de distintas creencias e ideologías.

      Me contaba un cardenal francés, un anciano que ha rebasado ya los ochenta años, que durante muchos años en Francia había sido la cosa más corriente del mundo para un sacerdote de aquel país, el tener que oír en plena calle el «cua, cua» evocador del graznido del cuervo, con el que se designaba a los curas católicos.

      —«Había que resignarse evangélicamente y bajar la cabeza —me decía este bondadoso prelado—. Pero hoy no ocurre eso. Nuestros curas jóvenes no han conocido esto».

      Viene a cuento, a este propósito un episodio acontecido hace ya bastantes años y del que fue actor, según parece, el gran vascólogo y lingüista don Resurrección María de Azcue, fundador de la Academia de la Lengua Vasca.

      Iba don Resurrección acompañado de un amigo, y por su puesto provisto de la solemne teja que entonces se estilaba conduciendo su corpulenta humanidad por el Boulevard de los Italianos, cuando alguien a su lado lanzó el consabido «cua, cua».

      Oírlo el vizcaíno, volverse contra su agresor y sacudirle un par de bofetadas monumentónicas que dieron en tierra con el desdichado, fue todo uno. No hubo réplica, naturalmente, porque las evidentes disposiciones físicas de don Resurrección no dejaban lugar a duda sobre el resultado final de la pelea.

      Desde luego, el proceder del gran hombre no fue demasiado evangélico. Mucho más indicado hubiese resultado, sin duda el bajar la cabeza humildemente y seguir andando, pero ¿quién le iba entonces a un cura vizcaíno con semejantes monsergas?

      De cualquier modo parece que ha pasado el tiempo en que las cuestiones religiosas se planteaban a bofetada limpia.

      Por el momento, la nueva norma de convivencia parece ser ésta: ni graznidos, ni bofetadas.

 

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