Carlos Santamaría y su obra escrita

 

«Ye-Ye» y «Folklore»

 

El Diario Vasco, 1966-02-20

 

      No me consta —ya que esta palabra no figura en el diccionario de la lengua castellana— el significado de la palabra «folklore».

      Sí debo decir, sin embargo, que el citado vocablo no me inspira ninguna simpatía. Hay en él algo de indefinible, que me obliga a ponerme en guardia cada vez que lo escucho o que lo leo; la sensación extraña de que alguien trata de darme un timo.

      Estos días se ha escrito precisamente acerca de la legitimidad o ilegitimidad de ciertas deformaciones del «folklore» vasco.

      Según parece, las danzas vascas no se bailan hoy como debieran bailarse. Se cometen en ellas desafueros incalificables, utilizándose instrumentos y ritmos inadecuados se adultera, «sin pudor alguno», la esencia misma de esos bailes. «Mixtificación y heterodoxia», llega a decir uno de mis colegas en la Prensa local.

      Toda esa crítica me parece perfecta: no tengo nada que objetar contra ella. Pero temo que insensiblemente se derive por ese camino a concepciones inmovilistas menos deseables.

      Corremos, en efecto, el peligro de terminar defendiendo lo pintoresco sin lo vital; el color sin la materia; lo accidental sin lo sustancial. La tradición sin la vida.

      El «folklore», si es algo, debe ser un fenómeno o conjunto de fenómenos vivos, emanación espontánea de la vida auténtica de un pueblo. Mantener la apariencia de vida en algo muerto, me parece un simulacro irreverente. Antes que esto, prefiero el olvido o la paz de los cementerios. Que cementerios son, y no otra cosa, los museos históricos donde se conservan los esqueletos de tantas existencias pretéritas de hombres y pueblos. (Pasan las caravanas de turistas sin reparar apenas en ellos. En el «Museo del Hombre» de París, se guarda el cráneo de Descartes al lado del de un chimpancé. ¿Qué nos dice esto acerca del espíritu de aquel gran espíritu?).

      Y algo semejante puede ocurrirles a algunos amigos de nuestro folklore, al defender un pintoresquismo puramente externo y turístico, como les ocurre también a esos liturgistas equivocados que pretenden mantener el gesto, sin preocuparse de la sustancia teológica que encarna.

      Lo que debe privar en esto es la vida. Y la vida es, ante todo, movimiento, mutación y novedad permanente.

      La vida de los pueblos, su modo propio de ser, la personalidad de cada uno de ellos, sus lenguas y tradiciones, son para mí algo muy importante. Algo por lo que vale la pena de luchar, porque en ello va implicada una gran parte de nuestra modesta y pequeña felicidad terrenal.

      Estoy, persuadido de que el hombre, todo hombre, necesita una tierra, con su limo y su sustancia y sus jugos fecundos. Privarle de ella, desarraigar al hombre, trasplantarle sin miramiento alguno, me parece un crimen contra la Humanidad.

      Pero esto no significa que al hombre haya que encerrarle, condenarle a repetirse, dentro de moldes fabricados por generaciones anteriores. Cada generación debe traer lo suyo, como nuevo.

      Así, cuando en nombre del folklore tradicional, del que nos viene del pasado, se trata de condenar el folklore vivo, el que está naciendo ahora, importado quizás de América —todo ha sido importado de alguna parte—, entre estruendo de guitarras electrónicas, creo que se comete un error. Porque sin fecundación no hay multiplicación de la especie.

      No veo por qué la entraña popular vasca vaya a ser incompatible con el ritmo «ye-ye».

      Al contrario, me felicito de que la vieja lengua de Aitor haya sido capaz de encontrar ahí un campo de expresión, porque esto significa que está aún viva y que en ella subsiste aquella capacidad de adaptación que algunos como Unamuno, había pretendido negarle definitivamente.

      Nuestros jóvenes no quieren saber nada de un «folklore» que huela a naftalina. Y en esto no hay más remedio que darles la razón.

 

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