Carlos Santamaría y su obra escrita

 

Hermanos gemelos

 

El Diario Vasco, 1966-11-13

 

      Creo que empieza a hacerse posible un diálogo sincero entre creyentes y ateos. Una de las condiciones más importantes para ello es que desaparezcan las presiones sociológicas inquisitoriales que hasta ahora habían deformado, en uno u otro sentido, el fenómeno de la creencia o de la «increencia» religiosa.

      Aunque la Inquisición hace tiempo que desapareció —con harto sentimiento de algunos— a título de institución pública, dotada de temibles poderes, la misma ha persistido y persiste como fenómeno social.

      Existen inquisiciones sociológicas de signos opuestos. Todo depende del país o del medio social en que uno se encuentre sumergido. Así, por ejemplo, mientras en Rusia o en China no parece nada fácil ni cómoda la postura del creyente —permítasenos el eufemismo— conviene que veamos con claridad la otra cara de la moneda.

      Démonos cuenta de lo difícil que debe resultar el ser ateo —y sobre todo el proceder como ateo— en una sociedad como la nuestra. O bien se oculta la actitud interior de incredulidad, o hay que cargar con un gran número de inconvenientes, desde el punto de vista de la vida social.

      El inclinarse, más o menos gregariamente, al fenómeno de la «creencia colectiva», tiene poco que ver con la auténtica fe religiosa, la cual es un hecho personalísimo y profundo.

      Tampoco el ateísmo puede jactarse de sus victorias sobre la «superstición», cuando las mismas se deben a la coacción del aparato social y son realizadas por medio de los innumerables medios técnicos de presión colectiva de que actualmente dispone la sociedad, como ocurre en los países marxistas.

      Ahora bien, por debajo de todas esas coacciones, luchas ideológicas y convencionalismos de todas clases, que hacen de la creencia y de la incredulidad actitudes miméticas sin valor alguno humano, está el problema del hombre concreto.

      Este es el tema supremo de la conversación entre el ateo y el creyente. Es decir, entre los que pensamos que todo está en manos de una Conciencia y de una inteligencia suprema, Dios, incomprensible para nosotros, pero que nos comprende y nos ama, y los que suponen que somos conducidos de la nada a la nada por un sistema complicadísimo de fuerzas y energías, absolutamente inhumano, funcionando en un inmenso «puchero» llamado mundo.

      Ahora bien, como ocurre con los diálogos de los enamorados, toda intervención extraña en aquella conversación entre el ateo y el creyente —en la que debe ventilarse el tema más sensacional e importante que pueda existir para hombre alguno— dificulta extraordinariamente el desarrollo natural del diálogo.

      Mientras el hecho de declararse ateo o creyente pueda tener repercusiones sociales, y ser considerado como un gesto de rebeldía o de sumisión a normas y sistemas de creencias sociológicas, el ateo y el creyente no podrán realizar con libertad su trascendental diálogo.

      El Concilio, y antes que el Concilio el Papa Juan XXIII, ha proclamado el «derecho del hombre a buscar la verdad». Esto presupone unas estructuras sociales en las que el hecho religioso se produzca con gran espontaneidad y naturalidad, sin torsiones ni deformaciones de ningún género.

      Semejante transformación es evidentemente muy difícil de lograr y quizás no se logre jamás; pero cuanto más hagamos por aproximarnos a una situación de ese género, más nos acercaremos a la doble y mutua purificación de que están necesitadas tanto la creencia como la incredulidad religiosas.

      En una atmósfera así, el ateo y el creyente quizás se sintiesen muy cerca el uno del otro hasta el punto de llegar a mirarse como hermanos gemelos. Hermanos gemelos en el ansia común de inmortalidad y de absolutez y en el supremo sufrimiento de tener que vivir vida consciente y efímera.

 

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