Karlos Santamaria eta haren idazlanak

 

¿El vascuence a la escuela?

 

El Diario Vasco, 1967-01-08

 

      Los lectores de este periódico han podido conocer en estas mismas columnas la petición elevada recientemente por la Academia de la Lengua Vasca al Ministerio de Educación y Ciencia, en orden al cultivo y la enseñanza del «euskera» en los centros docentes del Estado.

      Quien examine detenidamente el contenido de este escrito podrá comprobar el carácter modesto y realista de las medidas que en el mismo se solicitan. Nada se pide en él que pueda tener un carácter impositivo o molesto, nada que exija gastos importantes o medidas legislativas de realización difícil.

      Ya que tantas veces se nos han regalado los oídos en declaraciones públicas con frases elogiosas hacia esta «lengua multisecular», «verdadero monumento nacional», «reliquia la más venerable de la antigüedad hispana», es de esperar que esta vez se logre alguna contribución práctica para su conservación efectiva en el mundo de los vivos.

      Nada sabemos del porvenir que le está reservado al vascuence, ni si se cumplirán o no los vaticinios de Unamuno que anunciaban para él una muerte cierta y próxima.

      El hecho es que aún vive y que estamos asistiendo incluso a un modesto renacimiento —muy modesto— de las letras vascas.

      Pero este renacimiento, o lo que sea, de nada servirá si la inmensa mayoría de los niños «euskaldunes» no reciben en la escuela una formación mínima para que puedan ser algo más que unos analfabetos en su propia lengua materna.

      No ignoro, claro está, que el problema tiene cierta trastienda o cierta dimensión política, siempre mal entendida a mi juicio y que el ciudadano español medio, falto de una formación adecuada y verdaderamente serena sobre el particular, reacciona mal ante la idea de la supervivencia de otras lenguas peninsulares que no sean el castellano. Ese trabajo de información es también un quehacer que debería ser acometido por todos los que, de un modo o de otro, tenemos una responsabilidad cultural en este asunto.

      Para mí, el planteamiento lógico del problema no puede ser más claro ni más simple. Por una parte, está el razonable deseo de muchos vascos de conservar su lengua familiar, de enseñarla a sus hijos y de proporcionar a éstos los medios docentes necesarios para que lleguen a leerla y escribirla con suficiente corrección.

      Este deseo no sólo es legítimo, sino que honra a los que lo profesan. Porque no hay verdadera cultura ni verdadero sentimiento patrio que no arranque del conocimiento y del amor de los propios valores naturales inmediatos, aquellos que cada uno tiene más cerca dentro de sí mismo. Lo demás no es sino «ideologismo» puro y hay que referirlo a uno cualquiera de esos «ismos» que tan atrozmente martillean al hombre de hoy.

      En segundo lugar, está el deber de los Estados de proteger al patrimonio cultural de cada pueblo y de aportar asimismo los medios necesarios para que los padres puedan realizar fines tan nobles y justos como el que acabamos de indicar.

      Con estas dos premisas la conclusión parece obligada.

      Claro está que todo tiene sus límites. Si lo que ahora se pide exigiera una legislación costosa, complicada, lesiva para otros ciudadanos menos interesados en esta clase de problemas, se comprendería que se dilatase algo la adopción de tales medidas.

      Pero no es ese el caso, según creemos. Dada la moderación de lo que se propone no encontramos en el repertorio de posibles excusas ninguna que pueda parecernos válida.

      Quizás esas medidas resulten también inútiles. Quizás la vieja lengua, como tantas otras cosas bellas y hermosas de este mundo, esté destinada a ser arrastrada por los vientos despiadados de la civilización técnica que padecemos. Esto, repito, no lo sabemos.

      Lo importante es tomar cuanto antes las medidas necesarias para intentar salvar al enfermo. No se le debe dejar morir, al menos sin esa elemental asistencia que la Academia de la Lengua Vasca reclama ahora del Poder público.

      Morir sistemáticamente privado de alimentación o de asistencia médica no es ya morir de «muerte natural».

      Esta clase de muertes merece otro calificativo menos eufemístico que no deseamos que nuestra posteridad pueda jamás ver aplicado a esta lengua tan entrañablemente querida por muchos de nosotros.

 

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