Carlos Santamaría y su obra escrita

 

«Metafísica a Urcola»

 

El Diario Vasco, 1967-02-05

 

      Un amigo mío, muy famoso, barojiano en casi toda su extensión humana —que no es poca— y que todavía anda por ahí diciendo enormidades, aunque nunca se ha puesto a escribirlas —lo cual es una verdadera lástima— solía preguntar a menudo, y él mismo se contestaba:

      — «¿Qué es metafísica?».

      — «Metafísica es tocar a rancho con violín».

      Nunca he sabido lo que con esto quería decir mi amigo y confieso que tampoco he querido preguntárselo, porque a lo mejor lo echábamos todo a perder al tratar de interpretar el dicho. Cada vez que nos encontrábamos por esos mundos, «muy de pascuas a ramos», en un tren o en un cementerio, porque de todo ha habido, salen inevitablemente a relucir la metafísica, el rancho y el violín y siempre resulta que, sin haber tratado de nada, nos hallamos de acuerdo en todo.

      Yo no estoy seguro de que mi amigo sepa lo que es metafísica. Pero en resumidas cuentas ¿cuánto lo saben? Y a los poquísimos que lo saben, ¿de qué les sirve el saberlo? Sin tener la más remota idea de ello se van al otro mundo, con su tragedia a cuestas, la inmensa mayoría de los mortales. ¿Y quieren ustedes algo más metafísico que ese enigmático existir de las conciencias separadas de los cuerpos que las albergaron?

      Estos recuerdos intrascendentes han venido a distraerme en el momento en que me disponía a escribir sobre el reciente ensayo que un viejo luchador eibarrés, socialista de los tiempos heroicos, don Toribio Echevarría, acaba de publicar bajo el título de «Metafísica a Urcola».

      Aunque el título es altamente sugestivo, no se siente uno defraudado tras haber leído este ensayo. Es este uno de esos raros libros, en los que el lector se encuentra con un hombre además de encontrarse con un libro. Tras un largo periplo vital, materia más que sobrada para unas nuevas aventuras de Shanti Andía, Echevarría se pone a mirar el mundo, la vida, la historia, y se asoma también al precipicio interior de nuestra «nada» humana, que nunca es lo suficientemente «nada» para que nos deje descansar del todo. Su análisis es profundo, es claro y sobre todo es hondamente vivo y humano.

      A las claras se echa de ver que el que escribe estas páginas es un vasco de cepa y que además, como decimos, ha corrido mucho. En algunas cosas recuerda a Baroja y en otras a Unamuno, sea en el fondo, sea en el estilo, pero está muy lejos de los dos, porque su obra es personalísima.

      En la «metafísica» de Echevarría, como en la de Kant, hay una cisura entre el raciocinar y el hacer, entre la razón pura y la razón práctica. A un momento dado el autor se encuentra en la necesidad de interrumpir su expedición a través del universo mundo, para marcarse una línea de conducta inteligible. Aparece así de pronto el moralista, que lo es por partida triple, por vasco, por socialista y por hombre de alma —esto se ve— medularmente religiosa.

      Su moral es noble, es generosa, sin dejar de ser realista. Con gusto se la propondría yo a algunos de los jóvenes marxistas que hoy pululan. Pero a lo mejor no les parecería lo suficientemente científica.

      Además en ella hay incluso un hueco para algo que esos jóvenes tan científicos no suelen admitir. Hay un lugar para aquel dominio del existir «donde no cabe sino orar», según la propia expresión del autor.

      Quedan estas líneas sin rematar. El libro que comentamos merecería un análisis mucho más minucioso y concienzudo que este mío.

 

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