Carlos Santamaría y su obra escrita

 

La cama de hierro

 

El Diario Vasco, 1967-05-28

 

      No creo en modo alguno que el verdadero espíritu religioso pueda ser defendido y desarrollado por medio de preceptos y sanciones legales. Pienso, al contrario, que se puede hacer mucho daño a la religión tratando de imponerla, directa o indirectamente, a través de las leyes.

      Que la legislación establezca, por ejemplo, la obligatoriedad de que todas las enseñanzas que se den en la Universidad tengan carácter católico, me parece algo muy peligroso para la mentalidad religiosa de los jóvenes.

      La experiencia realizada durante estos últimos años en este dominio y los pésimos resultados obtenidos deberían haber enseñado algo más a los legisladores.

      Es de suponer que quienes propugnan la confesionalidad obligatoria de la enseñanza superior lo hagan movidos por su amor a la religión; pero no parecen bien orientados sobre el modo eficaz de presentar ésta en el dominio cultural.

      El único principio que debe regir en el conjunto de la Universidad, con igual validez para los creyentes que para los incrédulos, es el del respeto a la verdad y la libre y leal investigación de la misma. Si tal principio se aplica honrada y eficazmente deberá bastar para garantizar un fundamento moral a la educación de los jóvenes.

      El respeto a la verdad, el amor a la verdad, la busca de la verdad. Todas las demás barreras que quieran imponerse en la enseñanza universitaria no sólo será inútiles, sino perjudiciales.

      Esto no impediría que pudiesen existir, en el seno de la propia Universidad, cátedras o institutos netamente confesionales, destinados a presentar la visión religiosa del mundo y de todos los problemas del hombre.

      Uno tiene la impresión de que hemos llegado a unos tiempos en que los hombres que verdaderamente aman la religión desean evitar a toda costa que ésta pueda convertirse en un motivo de coacción o de tortura para nadie.

      Ahora bien, si se establece como principio fundamental que todas las enseñanzas universitarias se ajusten a la doctrina y a la moral de la Iglesia, creo que esta simple afirmación constituirá una causa de tortura moral para muchos profesores y alumnos que no deseen someterse a semejante norma impositiva.

      Que un expediente administrativo contra un catedrático pueda legalmente fundarse en el hecho de que sus enseñanzas no se acomodan al pensamiento de la Iglesia sobre este o aquel punto, me parece una reminiscencia inquisitorial impropia de nuestros tiempos. Y, por otra parte, ¿quién podría ser juez en un procedimiento de esa naturaleza?

      Montesquieu comparaba a los teólogos de su tiempo, aquellos famosos controversistas del jansenismo, con un tirano que tenía una cama de hierro con la que medía a todo el mundo. «Hacía cortar los pies a los que los tenían demasiado largos y se los mandaba estirar a los que los tenían demasiado cortos». «Pero estos teólogos —añade Montesquieu en su pensamiento número 1.319— van más lejos que eso, porque para atormentar más, tan pronto estiran la cama como la acortan».

      La pretensión del Concilio de convertir el hecho religioso en un acto eminentemente libre, la más libre de todas las posturas humanas, parece ahora contradicha por gentes, y no precisamente teólogos, que se empeñan en acortar la cama de hierro para suplicio de los verdaderos creyentes.

 

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