Karlos Santamaria eta haren idazlanak

 

La alienación publicitaria

 

El Diario Vasco, 1967-11-05

 

      La cuestión puede parecer banal a primera vista, pero no lo es en realidad. A veces, incidentes pequeños de la vida ciudadana nos remiten, como quien no quiere la cosa, a las causas profundas de nuestros males.

      Me estoy refiriendo ahora a ese pleito que ha surgido en Francia al ser autorizada por el Gobierno la publicidad comercial en la televisión.

      Los anuncios de la televisión constituyen indudablemente uno de los grandes suplicios que tiene que padecer el hombre moderno, es decir, el hombre moderno que ve la televisión. Pero esto sería lo de menos, porque la civilización técnica nos tiene ya acostumbrados a hacernos sufrir incomodidades que, además, nos presenta y ofrece como «adelantos».

      Pasemos también por alto el fondo de intereses crematísticos concretos que se agita en este pleito.

      La cosa va más allá y nos lleva a examinar ese problema de base que alguien —concretamente el Sr. Paolo Fornari— llamaba recientemente «la alienación publicitaria en la sociedad del bienestar».

      Según la ley francesa el «Office Radio-Télévision française» (O.R.T.F.) tiene como misión «satisfacer las necesidades de información, de cultura, de educación y de instrucción del público». Y un conocido jurista de aquel país se pregunta a este respecto: «La publicidad de las marcas, ¿puede entrar entre estas finalidades? ¿Informa? ¿Cultiva? ¿Educa? ¿Distrae?».

      Alguno dirá: «Hombre, si no cultiva, ni educa, ni distrae, por lo menos informa. Nos ayuda a saber lo que nos conviene o nos interesa comprar».

      He aquí un modelo de afirmación ingenua, una muestra ejemplar de «alienación publicitaria». La publicidad, ¿contribuye acaso a que el público pueda adquirir los mejores productos? La guerra publicitaria, ¿arroja alguna luz sobre la calidad real de los artículos y la mayor o menor conveniencia de adquirirlos?

      Mucho se han criticado los gastos de armamento de los Estados. En encíclicas y documentos de todas clases esos gastos han sido condenados mil veces, como un despilfarro inútil y que grava extraordinariamente las economías de los pueblos. Pero, ¿se ha pensado alguna vez en lo que nos cuesta a todos la guerra publicitaria?

      Porque está claro que el que paga la publicidad es el consumidor. No es un servicio, sino una molestia, lo que nos vemos obligados a pagar. Los precios de los artículos vienen seguramente gravados en un diez, un treinta y, ¿quién sabe?, hasta un cincuenta por ciento en algunos casos, por causa de los gastos publicitarios.

      Se me dirá que de la publicidad vive mucha gente. Pero esto no es un argumento, porque también de los armamentos vive mucha gente y esto no obsta para que los mismos Papas los condenen como intolerable despilfarro.

      Vistas las cosas desde el punto de vista del bienestar colectivo, o del bien común, el encarecimiento de los artículos por causa de los gastos exagerados de publicidad no puede ser aceptado. Los poderes públicos debieran intervenir. Pero, ¿no es esto pedir peras al olmo?

      Por desgracia la gente no suele darse cuenta de este problema porque todos vivimos sumergidos en una «sociedad de consumo», una sociedad que consume arbitrariamente lo que no necesita, porque se lo impone una producción libertaria y una publicidad desaforada al servicio de ésta.

      Las «Asociaciones católicas de trabajadores italianos» se reunieron precisamente hace poco tiempo para discutir el tema «la sociedad del bienestar y la condición obrera».

      En esta reunión la publicidad fue duramente atacada. «La artificiosa diferenciación de los productos y la creación de nuevas necesidades —se dijo— son consideradas como indispensables para el consumo masivo. A través de la constante y agresiva acción propagandística y, más aún, a través de la penetrante e insidiosa acción de la técnica publicitaria que entra en el subconsciente, se tiende a condicionar las reacciones psíquicas humanas y a adecuar su mentalidad y costumbres a un mismo «standard» o modelo de conducta masificando así a todos los hombres». «La presión de los actuales detentadores del poder económico no se ejerce ya sobre los trabajadores, sino sobre los consumidores. El trabajador, ahora como consumidor, es nueva víctima de explotación sin capacidad de defensa, pues la publicidad domina su voluntad y condiciona sus deseos».

      Como conclusión, las asociaciones católicas de trabajadores italianos se afirmaron en la idea de que es necesario el tránsito de una «sociedad de consumo» a una «sociedad de trabajo».

      —¿Pero esto es el socialismo? —dirá alguno—. Tal vez. Un socialismo «al que acaso lleguemos demasiado tarde», apunta el P. Llanos en un reciente y luminosos artículo suyo.

      Porque, como en el mismo se explica claramente, hay muchas gentes que opinan que ya no hay quien nos arranque de los males del capitalismo y de la sociedad de consumo.

      La opinión de estos pesimistas está maravillosamente descrita por el P. Llanos y no me resisto al deseo de copiar sus propias líneas, ya que vienen aquí como anillo al dedo, en esto de la «sociedad del bienestar».

      Â«Una sociedad, afirman los pesimistas, que lleva treinta años sometida al dominio total del capitalismo, bajo el cual ha alcanzado un cierto, positivo y discreto mejoramiento en el nivel de vida, es una sociedad drogada e impotente para escapar de su situación. El mejoramiento económico, el mayor calibre de las migas que caen del sistema injusto paraliza las energías de un país en camino hacia la justicia y la dignidad. Llegamos tarde, capitalismo gana, porque capitalismo envenena y ya sabemos cuántas veces el hombre ha sido capaz de vender su dignidad por un plato de lentejas. También las sociedades venden su alma al demonio».

      Así hablan los pesimistas, según el P. Llanos. Pero no se apuren ustedes. El P. Llanos lo sabe tan bien como yo: los pesimistas nunca tienen razón. Gracias a Dios, nuestra sociedad no está aún endemoniada del todo.

 

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