Karlos Santamaria eta haren idazlanak

 

Los enemigos de la fe

 

El Diario Vasco, 1968-03-03

 

      Este es el año de la Fe, a lo largo del cual muchos pensadores cristianos de la más alta valía intelectual dedicarán su esfuerzo y su atención a este gran problema de hoy. Asunto de mucha trascendencia, porque, contra lo que pudiera creerse, la fe no es únicamente un problema de Iglesia, sino uno de los temas radicales de nuestro tiempo.

      El «creer o no creer» es el «to be or not to be» de la vida interior.

      Bonhoeffer, uno de los teólogos de la «muerte de Dios», dice que el hombre moderno avanza hacia una época enteramente a-religiosa. El Dios «tapa-agujeros», el Dios «explicación de lo inexplicable» —dice Bonhoeffer—, «no existe ya, los hombres no lo necesitan».

      Pero esa terrible afirmación —aunque en realidad quizás no sea tan terrible como parece— no desmiente el hecho de que el Dios misterioso, el «Deus absconditus», el Dios genuinamente trascendente, es hoy, más que en ningún otro tiempo, una necesidad vital del ente humano.

      Fenómeno curioso el que está ocurriendo ahora. El tema de Dios parece interesar más a los ateos que a los hombres que a sí mismos se declaran creyentes.

      Y yo me pregunto, ¿no será quizás porque muchos de estos viven sumergidos en un superficial y mundano conformismo, que sólo la muerte se encargará de desbancar?

      Hay algo claro en todo esto y es que la apologética de hace cuarenta años, contagiada de su adversario, el racionalismo decimonónico, no sólo no hace ya mella en nuestras mentes, sino que constituye un estorbo, una causa de escándalo para muchas inteligencias.

      Hay quienes piensan que los enemigos de la fe son los ateos y esos malvados marxistas «que tanta guerra nos hacen». Pero quizás no es así. Los mayores enemigos de la fe lo somos, en la mayor parte de los casos, los creyentes, por causa de nuestras conductas y ciertos apologistas, en razón precisamente de sus trasnochadas teorías.

      La fe no es asunto de explicaciones. Como dice San Juan de la Cruz «la comunicación de Dios en el espíritu se hace ordinariamente en gran tiniebla del alma» de manera que «más se trata de no entender que de entender». La fe es ajena a todo sentido. Vacía y oscurece el espíritu de toda inteligencia natural y así dispone al alma para unirse con Dios».

      Para entrar en el terreno de la fe suele hacer falta primero una mutación copernicana que Dios produce, de un modo o de otro, en la actitud interior del hombre. Percatarnos, de pronto, de que vivimos inmersos en el misterio, de que nuestra vida personal es también un puro misterio, así como la muerte, nuestra muerte y la muerte de todo lo que nos rodea. Sólo así, dentro de esa universal extrañeza que nace en nosotros, puede quizás surgir y fecundarse una fe viva.

      Por desgracia, muchos de los especialistas de temas religiosos —o de los que debieran serlo— plantean estas cuestiones a un nivel tan específicamente vulgar, que espantan de la religión a todo aquel que pretenda aproximarse a ella desde las fronteras del escepticismo, mucho más cercano a nosotros de lo que se supone. Y así estos señores más que favorecer la fe, la perjudican.

      Citaremos un solo ejemplo (lo anecdótico tiene también su importancia).

      En una preciosa revista bilingüe, escrita en vasco y castellano, que puntualmente recibo todos los meses, he visto esta temporada algunos artículos de determinado autor, cuyo nombre no hace falta mencionar. Últimamente se citaba en uno de ellos un caso real o imaginario de un recién nacido que había muerto sin ser bautizado porque a su padre se le había olvidado la fórmula del bautismo —si es que alguna vez había llegado a saberla— en el momento de aplicar a la incipiente criatura lo que se suele llamar el agua de socorro. El párroco, bien al tanto, sin duda, de sus cánones, se había negado a celebrar el Oficio parvo en sufragio del pequeño. Ahora bien —esto es lo que interesa— el autor del artículo se queda tan tranquilo sacando como moraleja que hay que bautizar pronto a los niños y mentando la famosa y desacreditada teoría de que acaso Dios enviara un ángel a bautizar al niño, como si el Todopoderoso tuviese que pasar por estos trámites oficinescos y la salvación fuese una especie de juego de prestidigitación.

      Nadie puede imaginarse el daño que hacen estas presentaciones tan simplistas ni la nube de objeciones que pueden levantar y levantan en cualquier espíritu agudo. La explicación formalista, legalista y quiromántica de la doctrina de los sacramentos ha causado estragos en la conciencia de mucha gente y, a lo que parece, aún seguirá causándolos si este mal no se remedia.

      Â¿De qué sirven los esfuerzos del Concilio para crear una mentalidad nueva en los cristianos si aún se siguen enseñando estas cosas?

      Año de la fe, sí. Pero no pensemos tanto en los ateos y en sus supuestas o reales propagandas religiosas. Fijémonos más en nuestras innumerables formas supersticiosas de pensar y de hablar de Dios.

 

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