Carlos Santamaría y su obra escrita

 

El derecho a la autodeterminación

 

Deia, 1978-07-23

 

      Como todo el mundo sabe fue Lenin quien definió, con absoluta claridad, el derecho de autodeterminación de los pueblos constitutivos de un Estado, como «derecho a la secesión».

      Lo hizo en vísperas de la guerra del 14 en su famoso texto: «Sobre el derecho de las naciones a disponer de sí mismas», en el que se enfrentaba con las posiciones minimalista de Rosa Luxemburgo y otros.

      Pero, en cierto sentido, este mismo derecho es también defendible en el marco de una filosofía política de inspiración personalista o democristiana, como la que esgrimió Jacques Maritain contra el fascismo y el totalitarismo de los años 30.

      Â¿Qué significaría para nosotros el principio de la autodeterminación?

      Significaría, por de pronto, que estos pueblos que constituyen la España actual viven juntos no por la fuerza, sino por que así lo desean y lo necesitan, por múltiples razones; porque libremente quieren vivir y trabajar juntos, constituyendo una sociedad política sólida y estable. Como contrapartida, el principio de autodeterminación implica también la afirmación de que si algún día —por improbable que sea esta hipótesis— esa existencia en común se le hiciera auténticamente insufrible a alguno de esos pueblos, él mismo debería poder disponer de la libertad suficiente para separarse amigablemente de los demás, sin que mediara sangre, porque la unión y la libertad no son cosas que puedan imponerse a cañonazos.

      Ahora bien, este modo de plantear la cuestión implica la idea previa de que España no es un pueblo único ni uniforme, sino una comunidad de pueblos o —si se quiere— un «pueblo de pueblo», idea que algunos líderes políticos españoles no aceptan en estos momentos.

      Claro está que si no se admite esta pluralidad fundamental no cabe siquiera hablar de verdaderas autonomías en el sentido propio y profundo de esta palabra.

      A nuestro entender, la idea de autonomía pasa por la del reconocimiento de la «personalidad» de un pueblo. El «causa sui», —el ser causa de sus propios actos— es la nota esencia de la noción de personalidad, válida tanto para los pueblos como para los hombres individuales.

      Así, en un sistema autonómico, bien entendido, los pueblos deben aparecer como entes con capacidad para autodeterminarse, para autogobernarse, para «ser causa de sus propios actos» y no como «meras partes» del Estado, como afirman algunos de nuestros brillantes constitucionalistas.

      Llevadas las cosas a su extremo y razonando un poco lo absurdo, yo describiría la aplicación del principio de autodeterminación en la siguiente manera: Si algún día las cosas políticas fuesen tan mal que algún pueblo de los que constituyen el Estado español, actuando con plena conciencia y acuerdo de la gran mayoría moral de su propia gente, chocase con el Estado y se sintiese tiranizado por éste, sin posibilidad de vivir y desarrollarse dentro de él, sometido a un tratamiento de fuerza o de opresión, y siendo de esta manera irrealizable una mínima convivencia cívica, digna de este nombre, este pueblo tendría derecho —¿cómo no?— a obtener del Estado su liberación y a seguir su propio camino, porque la unidad del Estado no es un fin absoluto, un fin en sí, que deba ser impuesto por encima de todo a los pueblos y a las gentes.

      Se me dirá que las cosas no pueden llegar jamás a ese extremo y yo pienso de la misma manera. Esto significa únicamente que el principio del derecho de autodeterminación sólo tendría validez en situaciones límites, en situaciones absurdas, en las que nadie piensa hoy. Se ha de tener en cuenta, sin embargo, que una mala política, mantenida ciegamente durante muchos años, puede llevar a los pueblos a situaciones absurdas.

      El propio Lenin afirmaba que no se puede acusar a los partidarios de la libre determinación de estimular el separatismo ya que «esto sería tan hipócrita como acusar a los partidarios de la libertad del divorcio de buscar la destrucción de los lazos familiares». Al contrario de lo que esto supone —decía Lenin— nosotros buscamos una unión más profunda entre los pueblos que constituyen el Estado que la que viene impuesta por la fuerza de los métodos zaristas, porque la unión que nosotros proponemos se funda en la libertad y no en la amenaza.

      De cualquier manera, hay que reconocer que la mayor parte de la opinión española es decididamente opuesta a una idea de este género, en la que no quieren ver sino una pretensión independentista más o menos enmascarada. Más aún, pienso que dicha opinión ni siquiera está capacitada para aceptar o recibir con agrado una auténtica concepción federalista, la cual podría ser, a pesar de todo, la fórmula más racional y mejor adaptada a la realidad de nuestros pueblos.

      Por desgracia, parece que ni siquiera un regionalismo entendido en profundidad va a ser tampoco posible. No se quiere jugar a fondo la carta regionalista. Hay miedo al futuro, recelos, desconfianza. No se cree en aquello mismo que se proclama, ni siquiera en esa unidad española que con tanto celo se afirma. No se tiene verdadera fe en el futuro de España.

      Siguiendo la comparación de Lenin podríamos decir que a un matrimonio bien avenido poco le importa que se establezca una legislación que admita el divorcio. Por eso es un mal síntoma que la simple idea de autonomía, entendida a fondo, como «selbstbestimmung», haga temblar y conmoverse las esferas.

      En el fondo, la propuesta que se ha hecho de que se reconozca el derecho a la autodeterminación en la Constitución española —y que no tiene la más pequeña viabilidad— es poco más que un test psicológico que bien podría servir para desintoxicar el inconsciente colectivo de una gran parte de la sociedad española, sumergida todavía en la enajenación centralista.

 

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