Karlos Santamaria eta haren idazlanak

 

La droga y el «ello»

 

El Diario Vasco, 1980-08-03

 

      El que ingiere o se inyecta droga lo hace en busca de placeres edénicos o para escapar.

      Â¿Para escapar de qué? ¿Y a dónde?

      La vida como goce no es ningún descubrimiento moderno. Hace más de dos mil años que Arístipo de Cirene enseñaba ya esta doctrina: «Has de vivir por instantes. Nunca sacrificarás un momento a otro pasado, o a otros posteriores. Son buenos los actos que proporcionan placer en el momento de su ejecución. Son malos los que causan dolor».

      Â¿La droga proporciona placer inmediato? ¡La droga es buena! Con ella el olvido, la evasión, el deleite paradisíaco.

      En términos freudianos el empleo de la droga respondería básicamente al deseo de reconducirse uno mismo del «yo» al «ello». Y este es precisamente el escape a que antes aludíamos.

      Sabido es —pero conviene recordarlo aquí— que el «ello» es para Freud el aparato psíquico más elemental y primario del ser del hombre y —en cierto sentido— el más profundo. El «ello» funciona de acuerdo con una única regla: la ley del mínimo esfuerzo; lo que Freud llama el principio de placer.

      El «ello» es el reino del goce inmediato, en el que cada aspiración persigue su fin directamente, sin relación con ninguna otra. Por eso el «ello» es disperso e incoherente.

      Por el contrario, el «yo» es, según el propio Freud, «una notable organización que tiende a la unidad y a la síntesis».

      Ahora bien, bajo la presión de la gran educadora que es la necesidad, el «yo» no tarda en descubrir que el principio de placer funciona catastróficamente mal en gran número de casos, y que conviene reemplazarlo por otro, que Freud llama el principio de la realidad.

      De acuerdo con este nuevo principio, el «yo», así educado, se vuelve «razonable»; llega a la conclusión de que hay que renunciar a la satisfacción inmediata del deseo, diferir el placer, soportar ciertos sufrimientos y prescindir, en general, de determinadas formas de placer.

      Estamos ya aquí en otro terreno. Puede decirse que hemos pasado de Arístipo a Epicuro; de la teoría del placer inmediato a la del placer sofisticado. Debemos convenir, en efecto, en que las reglas de Epicuro se parecen mucho al «principio de realidad» de Freud.

      Arístipo decía: «busca siempre el placer». Epicuro en cambio, mil veces más cauteloso y calculador: «huye del placer que va seguido de un dolor mayor; busca el dolor que va seguido de un placer mayor», etcétera.

      Enfrentados con la actual cuestión de la droga, ¿qué dirían estos dos hombres? Indudablemente, Arístipo se mostraría favorable a la droga. Epicuro, en cambio, mucho más reticente.

      Pero es evidente que nuestros jóvenes drogadictos están muy lejos de profesar el epicureismo, doctrina de viejos burgueses gotosos.

      Privados de toda regla moral, por elemental y utilitaria que sea, esos jóvenes se defienden mal contra los vientos de la sociedad consumista, para la cual la droga es un buen producto, un producto que se vende bien.

      Y no faltan —¡oh manes de Epicuro!— quienes consideran la drogancia como una válvula de escape, o un derivativo de la politización, que convendría fomentar en la sociedad vasca: «Un drogadicto más: un terrorista menos».

      Sobre esta bárbara postura y sobre su contexto social y político habría también que volver a hablar alguna vez.

 

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