Karlos Santamaria eta haren idazlanak

 

Antisemitismo

 

El Diario Vasco, 1980-10-12

 

      El antisemitismo es un fenómeno muy complejo y profundo cuyas causas y orígenes verdaderos nadie ha podido poner enteramente en claro.

      Las enormes matanzas de judíos llevadas a cabo por los nazis en los años 41-45 constituyen uno de los episodios más negros y vergonzosos de la historia de la especie humana.

      Al término de la guerra algunos historiadores intentaron clarificar de un modo definitivo este tenebroso asunto. Pretendían con ello elevarlo de los bajos fondos del inconsciente colectivo al plano de la conciencia universal, para que nunca más pudiera repetirse. Se trataba de una especie de cura psicoanalítica. Pero la operación fracasó, en gran parte porque las nuevas generaciones prefirieron olvidarlo todo, interpretando que no era más que historia pasada.

      Ahora se ve, que el veneno, o los demonios, o quién sabe qué otras fuerzas ocultas, siguen operando para que el antisemitismo renazca.

      La culpabilidad del hitlerismo en el gran holocausto de los años cuarenta está hoy fuera de toda duda. Hitler condujo la persecución contra los judíos con absoluta frialdad y de un modo perfectamente calculado y, por decirlo así, científico. El nazismo necesitaba un chivo expiatorio para satisfacer el instinto de agresividad y la necrofilia de las masas.

      En plena guerra y refiriéndose a los judíos Hitler declaró: No los exterminaremos del todo porque si así lo hiciéramos tendríamos que volver a inventarlos de nuevo. Es importante poner siempre delante del pueblo a un enemigo visible, corpóreo y no simplemente abstracto».

      Sin embargo hay que decir también que Hitler no inventó el antisemitismo y que él se limitó a poner en juego, una vez más, uno de los más viejos y nefandos resortes de la Europa cristiana: el odio contra el «pueblo deicida».

      No fue Hitler el que inventó la estrella amarilla de Judá, ni los ghettos, ni los progroms, ni las expulsiones en masa, como, por ejemplo, la que realizaron en España los Reyes Católicos.

      Es cierto que el antisemitismo religioso encubría inconfesables motivos económicos, sociales, étnicos y políticos. Pero los dirigentes de la Iglesia tuvieron una gran responsabilidad, alimentando el mito del «castigo divino» contra el pueblo judío, en el que yo mismo recuerdo haber sido aleccionado, cuando niño, con horribles relatos.

      Hace falta llegar a los últimos papas, y especialmente a Pío XII, para que toda esta turbia tradición antisemita sea barrida, por lo menos teóricamente del ámbito eclesial.

      En cuanto a la campaña hitleriana, lo que más me asombra es ver la absoluta tranquilidad de conciencia y la naturalidad con que los burócratas alemanes llevaron a cabo el plan de exterminio. Esto se comprobó, por ejemplo, en el juicio contra Adolf Eichmann. Aquel hombre se sentía a sí mismo como un fiel y honrado cumplidor del deber. Nunca se le pasó por la cabeza la idea de que estaba cometiendo crímenes atroces. Matar judíos era para él un acto meritorio.

      Los hombres que operan la violencia sangrienta tienen siempre tras sí una teoría o una ciencia que les justifica plenamente.

      El año treinta y seis vimos cometer las mayores atrocidades en nombre de una «teología de la cruzada». Los nuevos violentos, que ahora parece que quieren anegarnos de nuevo en sangre, manejan en cambio una pretendida teoría o ciencia de la «guerra terrorista de liberación».

      Pero el horror a la sangre es, y seguirá siendo, un imperativo categórico de la conciencia humana.

 

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