Karlos Santamaria eta haren idazlanak

 

La tortura

 

El Diario Vasco, 1981-02-15

 

      En diciembre pasado, cuando apenas acababa de ser aprobada por las Cortes españolas la desdichada «ley de suspensión de Derechos Fundamentales», publiqué un «Aspectos» en que trataba de denunciar las monstruosidades de esta práctica policial moderna de la tortura, incomprensiblemente más odiosa por varias razones, que la misma Inquisición de tiempos pretéritos.

      Para que no se me pudiera tachar de imprudente, citaba yo el testimonio del general Massu, el cual confesó, al final de la guerra de Argelia, que los franceses habían utilizado ampliamente la tortura en el curso de aquel conflicto. Me hubiese bastado echar mano de los informes anuales de Amnistía Internacional que desde sus comienzos tengo cuidadosamente coleccionados, para poder presentar otros muchos testimonios al respecto.

      Con aquella ley los legisladores del Estado, creyendo sin duda hacer un servicio a la pacificación de Euskadi, procedieron ciegamente. Al mismo tiempo que el agua de la bañera arrojaron al niño de los Derechos del Hombre, es decir, que se cargaron alegremente el artículo 15 de la Constitución, fabricada por ellos mismos y el quinto de la Declaración Universal.

      Habiéndose negado en aquella ley el derecho del sospechoso a ser asistido tanto jurídica como medicalmente en todos los momentos de su detención, se planteaba la posibilidad efectiva de que una persona cualquiera fuera sometida a un tratamiento horrible, lejos de todo contacto con la sociedad y con las instituciones democráticas de defensa del individuo.

      Si «en ciertos secretos despachos y oscuras bodegas» —como decía hace ya treinta años mi amigo Jean Rolin— se puede torturar, es porque en estos procedimientos de excepción ocurre muchas veces que los agentes inferiores no están prácticamente obligados a dar cuenta a los jueces de lo que ocurre realmente en los interrogatorios, ni los propios jueces tienen la obligación de intervenir para controlar la actuación de los investigadores. Todo ocurre en el mayor de los secretos y el detenido queda inerme e indefenso ante un posible acto de brutalidad desatada o de sadismo manifiesto.

      Estamos todos conmovidos por el atroz suceso de la muerte de un detenido y una sospecha terrible pesa en estos momentos sobre nuestro espíritus. Independientemente de los delitos que hayan podido cometer los autores de este drama, la culpa la tiene la Ley, que —pese a las advertencias que en su momento se hicieron por algunos parlamentarios— no ofrece garantías. Es una Ley de secreto, una «Ley para hacer sospechar».

      En efecto, en la Ley se ha hecho todo lo necesario para crear lo que yo llamaría un «vacío de juridicidad», es decir, un espacio dentro del cual los investigadores pueden actuar con absoluta libertad de movimientos y —en su caso— con total impunidad.

      Resulta paradójico que las autoridades anuncien ahora que este asunto va a ser indagado y clarificado hasta el fondo, cuando en realidad la Ley estaba preparada de antemano para que semejante indagación y clarificación fuesen prácticamente imposibles.

      Â¿No se enterrará también este asunto como se han enterrado tantos, como se enterró el de Hendaya? ¿La razón de Estado y el secreto oficial no jugarán una vez más su nefando papel?

      Este es el temor que nos asalta en este momento a una gran parte de los habitantes del País Vasco.

      Yo, personalmente, tengo mucho miedo de que se cumpla una vez lo que me dijo hace años, en pleno franquismo, un joven «baserritar» de Oyarzun: «Gezurra zutik, egia belauniko. Hala da munduko martxa». (La mentira, de pie; la verdad, de rodillas. ¡Así es la marcha del mundo!).

 

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