Karlos Santamaria eta haren idazlanak

 

Marx, el filósofo

 

El Diario Vasco, 1983-04-03

 

      Los marxista no suelen ver con buenos ojos el hecho de que se aplique al materialismo dialéctico la denominación de «filosofía» y a Marx la de «filósofo».

      Louis Althusser por el contrario no tiene inconveniente en emplear esta terminología a condición de dar a la palabra «filosofía» un sentido adecuado: «la filosofía es, en última instancia, lucha de clases en la teoría». Y para justificar esta definición aduce una frase de Engels: «Hay tres formas de lucha de clases, la forma económica, la forma política y la forma teórica». Pues bien, esta tercera forma concentrada de lucha de clases es lo que Althusser llama «filosofía» «la lucha de clases proletaria necesita no sólo una ciencia —el materialismo histórico— sino también una filosofía» y «esta filosofía marxista —añade— es el materialismo dialéctico, prolongación de la lucha de clases en la teoría».

      Sin necesidad de darle este vuelco al lenguaje ordinario se puede admitir la hipótesis de que, cuando se haya cerrado el actual proceso histórico en el que el marxismo es plenamente beligerante, Marx pasará a la historia clásica de la filosofía a la altura de un Kant o un Hegel, —aunque justamente en dirección opuesta a la de éstos— como inventor de un nuevo materialismo: un materialismo activo, mucho más potente sin duda que el de los antiguos Leucipo, Demócrito y Epicuro o los de los modernos Helmholtz, Haeckel y Mach.

      El hecho de que Marx haya sido básicamente un revolucionario no impide que se le pueda tener por filósofo. También Sócrates, el abuelo si no el padre de la filosofía moderna, fue un revolucionario de la sociedad en que vivía. Por eso le mataron. Como Hitler o cualquier otro líder contra-revolucionario hubiese matado a Marx de haberlo tenido a tiro.

      Pero en Marx la figura del filósofo se funde en una sola y misma cosa con la del revolucionario. Da lo mismo decir que fue un revolucionario filósofo que un filósofo revolucionario. El caso es que pretendió activar la acción revolucionaria por medio de una filosofía activa revolucionaria.

      Los filósofos idealistas habían hecho de la especulación filosófica un quehacer introspectivo y esterilizante sin consecuencia alguna para el verdadero vivir humano. Cuando Marx dice en la undécima tesis sobre Feuerbach que «los filósofos no han hecho más que interpretar el mundo de diferentes maneras, (pero que) lo que importa es transformarlo» se refiere sobre todo a los jóvenes hegelianos, que se las daban de revolucionarios pero que, en realidad, no revolucionaban absolutamente nada más que sus propias cabezas. pero, por encima de ellos, Marx apuntaba mucho más lejos. Trataba de poner en marcha una filosofía actuante y operante que se identificaba con el quehacer revolucionario.

      En Marx se trata pues de un nuevo modo de filosofía. Nuevo por dos razones. Primero porque no se limita a conocer y tratar de explicar la realidad, sino que quiere transformarla. Y, en segundo lugar, porque este proyecto filosófico se traduce en una «praxis» que es, o pretende ser al mismo tiempo conocimiento y acción. Marx fue pues un verdadero filósofo aunque lo fuese de un modo nuevo e inédito con relación al de los filósofos del pasado.

      Ahora bien, decir que Marx fue un verdadero filósofo no equivale a afirmar que fuese un filósofo verdadero.

      Durante los últimos años he dedicado muchos miles de hora a estudiar las obras de Marx. He espigado en ellas multitud de «ideas filosóficas» —«sit venia verbo»— importantes para el conocimiento de la vida y del mundo. Pero he llegado también a la convicción personal de que el materialismo dialéctico es la más potente máquina que se haya montado jamás contra la creencia religiosa. Pienso que en este sentido el marxismo ha sido altamente perjudicial para el porvenir moral y espiritual de la humanidad.

      Un siglo después de la muerte de Marx los cristianos estaríamos quizás en condiciones de analizar a fondo el valor de su obra. Pero tendríamos que hacerlo con absoluto rigor y respeto y con el pleno convencimiento de la necesidad de adoptar caminos nuevos para nuestro propio modo de vivir el cristianismo.

 

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