Carlos Santamaría y su obra escrita

 

Cosmopolitismo frente a nacionalismo

 

El Diario Vasco, 1987-09-11

 

      Un destacado intelectual vasco publicó, recientemente, en estas misma columnas, un artículo titulado «La decadencia de la cultura», con el cual estaría yo un tanto en desacuerdo.

      La tesis del artículo en cuestión podría, quizás, resumirse en los siguientes términos: el abandono del cosmopolitismo ilustrado, y la consiguiente aparición de los nacionalismos en los siglos XIX y XX, supuso una gran regresión histórica y la prueba más inmediata de ello la tenemos, precisamente, en la trayectoria de nuestro propio pueblo. A partir de entonces, equivoca éste su camino cultural. En lugar de dejarse conducir por «una élite laica, tolerante, culta y pragmática, volcada al fomento de las artes y de las ciencias», como la que hubiesen inspirado el conde de Peñaflorida y los Amigos del País, el pueblo vasco «se obsesionó por su propia cultura, por sus leyendas, por su etnografía, por su historia, por su lengua». Cayó así en el nacionalismo, es decir, en un ensimismamiento empobrecedor del que estaríamos pagando ahora las consecuencias.

      A mi modo de ver las cosas —y hablando en términos generales—, la oposición entre la idea de universalismo, por una parte, y las de aldeanismos o provincialismos, por la otra, constituye un argumento demasiado fácil contra el nacionalismo; un tópico sobre el que habría mucho que discutir.

      Â«En estos tiempos» —se nos dice frecuentemente— «en los que gracias a los progresos de las técnicas de comunicación el mundo avanza hacia la unidad, es absolutamente ridículo que ustedes pretendan erigir una cultura propia y defender sus particularidades como si Euskadi fuese el ombligo del mundo».

      Sin embargo, los que así se expresan parecen tener una idea bastante pobre sobre lo que el verdadero cosmopolitismo es o pueda llegar a ser en un mundo como el actual.

      Ortega y Gasset nos previene contra un cosmopolitismo abstracto y engañoso, «que nace previa anulación de las peculiaridades nacionales». El genuino cosmopolitismo, afirma, «en vez de suponer un abandono de los genios y destinos étnicos, significa su reconocimiento y confrontación». «Se nutre, no de la exclusión de las diferencias nacionales, sino al revés, del entusiasmo hacia ellas».

      Desde que Ortega escribió tales palabras las cosas han avanzado mucho en este sentido. El derecho a la diferencia de las etnias, aún las más pequeñas, aparece como una exigencia vital frente a la masificación y el gigantismo de los estados.

      En realidad, el desarrollo imparable de las técnicas hace posible un doble movimiento de progreso en la humanidad: progreso en extensión y progreso en profundización.

      Por una parte, convierte la unidad mundial de la cultura en una meta efectivamente realizable.

      Pero, al mismo tiempo, hace surgir una corriente de interés hacia lo particular, lo concreto, lo local, lo individual. El hombre de hoy dispone de muchos más medios para realizar su personalidad, para ser él mismo, para cultivar su propio mundo.

      Esto hace que se sienta atraído por la cultura de su medio nacional o nativo —nación viene de nacer, pero se nace de muchas maneras—, y que trate de defender la identidad y permanencia de ésta frente a todo género de cosmopolitismo artificial.

      Se llega así al resultado aparentemente paradójico de que en un mundo tan gigantescamente unificado, los movimientos nacionalistas surgen por todas partes y cada vez con mayor fuerza.

      Se olvida frecuentemente que la cultura no sólo progresa por extensión, sino, ante todo y sobre todo, por ahondamiento. Así el etnólogo que trabaja en el conocimiento de los mitos, de las tradiciones y la cultura del hombre vasco, o el lingüista que se ocupa de su idioma, no son menos universales que los que cultivan temas de mayor extensión. El valor de una cultura no se mide por la superficie que cubre en kilómetros cuadrados, sino, de modo más cabal, por su hondura y por la autenticidad con que es vivida.

      Cuando alguien criticaba a Unamuno reprochándole que hablase tanto de sí mismo respondía él con buen sentido: «Lo siento, pero es el hombre que tengo más a mano». A los que nos echan a cara a los vascos que nos ocupemos demasiado de lo nuestro, tendríamos también que contestarles algo así: «Lo sentimos, amigos, pero este es el pueblo que tenemos más a mano».

      No es posible saltar de lo particular a lo universal sin pasar por lo concreto y singular que se tiene delante, o al lado, de uno mismo. Todo lo demás es pura abstracción.

      El hecho de que el hombre vasco hiciera, en un momento dado, el descubrimiento de sí mismo, no debe ser, pues, interpretado como un empobrecimiento cultural, sino como una vía válida de auténtico enriquecimiento.

      Es en este punto especialmente en el que yo no seguiría al comentado artículo de Juan Pablo Fusi.

      Sin dejar de reconocer —eso sí— que hay un aspecto criticable en todo nacionalismo cuando cambia de signo, pasando de positivo a negativo. En este defecto incurren, quizás, ciertos nacionalismos vascos de antes y de ahora. En lugar de cultivar, afirmar y defender lo propio de modo práctico y vital, se limitan a negar y odiar lo ajeno, lo de los otros pueblos. Pero hay un modo universal de vivir el nacionalismo y a este me atengo.

      Por lo demás, vaya usted a saber quién es aquí más y mejor cosmopolita, si los estatalistas o nosotros.

 

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