Karlos Santamaria eta haren idazlanak

 

Defensa de la autoridad

 

El Diario Vasco

 

      Se halla muy extendida la idea de que «autoridad» y «libertad» son dos esencias o principios contradictorios, destinados a enfrentarse casi fatalmente en la vida política de los pueblos. Para algunos, autoridad y libertad se interfieren y varían en razón inversa la una de la otra. Cuanto más autoridad, menos libertad; cuanto más libertad, menos autoridad.

      La conclusión es que para tener libertad hay que cercenar la autoridad y que para afirmar y reforzar esta conviene acabar con aquella y no dejar la más leve traza de libertad.

      Pero la libertad no excluye, en realidad, a la autoridad. Al contrario: la exige como una condición imprescindible para poder subsistir. Ãtem más: la verdadera autoridad, en una sociedad propiamente humana y digna del hombre, es creación y garantía de libertad.

      Lo que ocurre es que la idea de autoridad suele mezclarse frecuentemente con las de prepotencia y servidumbre, poder del hombre sobre el hombre o dominio de una voluntad fuerte sobre otra más débil. Surge así el «autoritarismo» que deforma la noción misma de autoridad.

      No es por ahí. Todos estos falsos aspectos de la autoridad, que más o menos subrepticiamente invaden nuestras mentes son auténticas calamidades doctrinales.

      La autoridad debe ser la primera en inclinarse ante la ley. Esta, si es justa, ha de fundarse, a su vez, en libertad de la persona, y el derecho de esta a una intervención real y electiva en la vida social.

      Libertad y autoridad sólo pueden tener asiento en el común respeto a la ley.

      He observado que el amor a la libertad suele ir acompañado, en algunos países, de un gran respeto, de un enorme respeto a la ley. En cambio se han dado y se dan situaciones históricas aparentemente autoritarias que lindan con la anarquía, porque, en ellas, la ley no resulta respetable al no ser expresión del sentir colectivo sino producto de una arbitrariedad más o menos inconfesada.

      Tengamos en cuenta que el enemigo número uno de la libertad no es la autoridad, como suele pensarse, sino la arbitrariedad: la ley burlada, la puerta falsa, la camarilla, el partidismo de personas y de instituciones.

      La autoridad genuina reclama como «partenaires» la libertad y la responsabilidad de los súbditos; las necesita primariamente, no puede vivir ni subsistir sin ellas.

      Mi idea es, por tanto, la contraria de la que he examinado al comienzo. Libertad y autoridad, si son genuinas, no varían en razón inversa, sino en razón directa: a mayor y mejor, autoridad mayor y mejor libertad.

      Comprendo sin embargo, la vaguedad de estas ideas y la enorme dificultad que implica su realización práctica. Alguno me dirá: todo eso que dice usted está muy bien, pero tradúzcamelo en fórmulas jurídicas. Articúlemelo, si puede.

      En verdad, nunca falta un buen «articulador» que articule hasta lo inarticulable: de «articuladores» estuvo siempre nuestra nación llena.

      Pero no esta el problema ahí. La felicidad de las naciones no radica tanto en la habilidad técnica ni en el ingenio de sus juristas como en las virtudes políticas de los pueblos. Cuando éstas llegan a faltar, por degeneración o por desuso, todo se hunde a la vez: libertad y autoridad navegan en una misma nave y cuando se ahogan, se ahogan casi siempre en un mismo naufragio.

 

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