Karlos Santamaria eta haren idazlanak

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Ante el examen de Estado. La polémica se centra en torno a la función examinadora

 

La Voz de España, 1946-10-20

 

      La evolución de nuestro régimen de segunda enseñanza ha pasado casi desapercibida para aquellas personas que, al terminar sus estudios universitarios, perdieron todo contacto con los medios docentes. La actual polémica en torno al examen de Estado no deja, por tanto, de causar alguna extrañeza a los lectores no directamente relacionados con la enseñanza. ¿Se trata, en suma, de un examen más o menos? ¿Redúcese el asunto a discutir un plan de estudios? Pues, entonces, no se concibe —dirán muchos— el interés, y menos aún el apasionamiento, con que se habla del tema por unos y por otros opinantes. Pero es que el vigente plan del Bachillerato implica una profunda alteración de principio y de formas en el marco de la segunda enseñanza con relación a lo que ésta venía siendo hasta 1938. Alteración, cambio sustancial, que sólo lenta y penosamente va madurando en el espíritu de las gentes.

      El plan de 1903 establecía un sistema de exámenes anuales y por asignaturas. El alumno quedaba en libertad para estudiar donde quisiera pero debía examinarse en un Instituto de cada una de las disciplinas consecutivas de los seis cursos del Bachillerato. Era de competencia del catedrático señalar la orientación y el alcance de los estudios, tanto para los alumnos oficiales como para los libres y colegiados.

      Las relaciones de los catedráticos con los colegios solían ser cordiales y, en la mayor parte de los casos, la actuación del profesor oficial constituía una tutela paternal y beneficiosa para los colegios mismos. Pero no siempre ocurría así: y excelentes maestros, religiosos o seglares, dotados de una formación y una práctica completísima se lamentaban de que se les impidiera la práctica de un ejercicio amplio y digno de la función docente. Los colegios, algunos de ellos magníficamente dotados y organizados, encontraban su situación incómoda. La enseñanza libre languidecía, privada de una libertad constructiva de movimientos, y sus profesores reducidos a sumisos y mecánicos repetidores. Faltaba evidentemente esa noble competencia, esa emulación, esa pugna, que es el motor insustituible de todo progreso... Y la ley perezosa de la inercia tendía a detener y paralizar las buenas intenciones de los progresistas.

      Para remediar estos males, y en un momento en que las corrientes estatificadoras tenían más fuerza que nunca, sentóse, pues, el principio de la libertad de enseñanza. Bajo este signo nació el plan de 1938. Al contrario de lo que ocurría en otros sectores de la administración, el Estado reducía al mínimo indispensable su intervención en la segunda enseñanza. Libertad para elegir el maestro. Libertad para interpretar los cuestionarios y seleccionar los libros de texto. Libertad para abrir y sostener colegios reconocidos, dentro de ciertas normas, y bajo la inspección genérica del Estado. La multiplicidad de exámenes quedaba reemplazada por una única prueba de suficiencia, prueba de conjunto en la que el alumno debía poner de manifiesto la formación adquirida a lo largo de sus siete años de estudios. Y así surgió el examen de Estado, como necesario elemento de control estatal. El examen de Estado aparece, pues, lógicamente unido a los principios informativos del plan, reflejando la tutela vigilante del Estado: su subsistencia va implicada en la del propio plan, del cual constituye, indudablemente, la pieza maestra. Sería difícil de concebir la realización del principio de la libertad de enseñanza sin una o varias pruebas de este género, ya que el Estado no puede inhibirse por completo en la concesión de un grado académico que abre el paso de los estudiantes a los Centros de enseñanza superior.

      Pero el nuevo sistema exigía la escisión de dos funciones distintas, hasta aquel momento unidas, y que constituían la actividad peculiar del catedrático: la función docente y la función examinadora. Esta segunda —ciertamente la de mayor relieve e importancia— quedaba fuera de la jurisdicción de los Institutos y la ley que la arrancaba de estos Centros para entregarla a las Universidades no dejaba de representar cierto agravio, una suerte de tacha o supuesto de parcialidad, que, evidentemente, había de herir la conciencia profesional de los catedráticos en un punto muy sensible. Así ocurrió, y el nuevo plan no llegó a determinar la perfecta armonía de voluntades que en este orden de cosas, como en otros muchos, es la primera condición para una labor sólida y fecunda.

      El desarrollo progresivo de los organismos sociales exige, en algunos momentos, la disección de funciones específicamente distintas aunque accidentalmente confundidas. Así ha ocurrido en diferentes ramos de la administración estatal. Ahora bien, estas operaciones anatómicas, cuando no son producto espontáneo del sujeto activo, resultan extremadamente delicadas y exigen un cúmulo de precauciones. han de respetar determinados intereses de clases o corporaciones —intereses nobles y elevados— a fin de que el paciente, que es, en suma, la sociedad misma no vea dificultado el perfecto funcionamiento de sus vísceras.

      A nuestro juicio el problema del examen de Estado se centra en la localización de la función examinadora. Por más escarceos que se intenten, siempre se llegará a ese nudo, a ese punto singular de la discusión.

      Â¿Es que no existen fórmulas, esquemas, susceptibles de satisfacer todas las condiciones que pueden y deben exigirse a un plan de Bachillerato enteramente aceptable desde los distintos puntos de vista? ¿Es que no cabe llegar a un pensamiento armónico que sintetice todos los pareceres?

      Estamos persuadidos de que tan deseable armonía puede lograrse sin grandes distorsiones. Precisamente porque tenemos fe en la vocación docente de cuantos se dedican, desde la cátedra oficial o en Instituciones privadas, a la segunda enseñanza. Precisamente porque sabemos que esa vocación es capaz de superar todas las dificultades que presenta el problema.

      Deberá, acaso, pensarse seriamente en la creación de un cuerpo especial de examinadores, que bien podría nacer, en principio, de los mismos claustros de los Institutos. En realidad, no se concede suficiente atención a la organización de los exámenes y se les considera más bien como uno de tantos actos escolares, punto extremo de un todo, remate más o menos digno, al que no se presta excesiva atención, como si todos, profesores y alumnos, tuvieran prisa para terminar el curso.

      Cuando los exámenes constituyen pruebas de conjunto, como ocurre en el examen de Estado, este mal es grave. Hay que preparar el examen con minuciosidad. Hay que realizarlo con calma, empleando semanas y si fuera preciso meses. Todo esto exige la intervención de personas específicamente dedicadas a este fin, es decir, de «examinadores».

      Con frecuencia encontramos alumnos decepcionados y amargados. «Se nos ha suspendido —dicen— sin que propiamente se nos haya examinado. Se nos ha condenado sin oírnos». Esto podrá ser o no cierto, pero es malo que el alumno experimente esa sensación, es malo que se considere a sí mismo como víctima de una injusticia social, cuando resultaría fácil llegar a un tipo de examen lento, sereno, exhaustivo, que redujese mucho el número de tales descontentos y amargados.

      Los puntos que hemos señalado, aún siendo aspectos delicados del problema, no representan sino una parte de las múltiples complicaciones que éste encierra. No puede ocultarse que en el plan del Bachillerato se hallan envueltos muchos intereses, algunos de ellos elevadísimos. La misión docente de la Iglesia, el progreso cultural de la Nación, la buena administración doméstica, el prestigio y la dignidad de tradicionales y doctas Corporaciones... Se comprende, pues, que no quepa formular un juicio ligero y circunstancial en un asunto tan complicado y de tanta trascendencia.

 

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