Carlos Santamaría y su obra escrita

 

El hombre que busca la verdad (ensayo)

 

Egan, 3 zk., 1949

 

      Unamuno sigue siendo —y lo será cada día más— piedra de escándalo y vértice de contradicciones. No se ha terminado de hablar de él ni se terminará en mucho tiempo, porque en él y por él se plantea en nuestro país —por cierto, con muchos años de anticipación sobre el movimiento actual y con una amplitud y un vigor que éste no ha alcanzado todavía— el problema crítico del hombre moderno.

      Pese a las apariencias, la crisis del pensamiento contemporáneo es una crisis religiosa. Unamuno se anticipa a los existencialistas de hoy y afirma el verdadero carácter de sus preocupaciones. «La desesperación religiosa —dice— es, más o menos veladamente, el fondo mismo de la conciencia de los individuos y de los pueblos cultos de hoy en día»[1]. No se trata, pues, de plantear una nueva filosofía. Se trata nada menos que de hacer volver la filosofía a sus fuentes manantiales, cuya naturaleza es esencialmente religiosa.

      Unamuno nos invita a repensar y a revivir en nosotros el tema agustiniano de la busca de la Verdad. Puesta así esta palabra, con mayúscula, no creemos que el tema pueda ser planteado a la ligera: la mayor parte de los hombres se limitan a «la rebusca de pequeñas verdades»[2], lo cual constituye, más bien que una auténtica tarea vital, un entretenimiento, un juego, un «divertissement», como diría Pascal. «No buscan con veneración piadosa la Verdad»[3]. Prácticamente se desentienden, pues, del problema raigal de nuestro destino. Prescinden de Dios. No sólo no le conocen, sino que ni siquiera le desean. Sólo en apariencia sacrifican en el altar de la Filosofía «coloreando y desfigurando sus errores con las grandeza y dulzura de tan estupendo nombre»[4].

      Pascal nos dice que «no hay más que dos clases de personas que puedan ser llamadas razonables: las que sirven a Dios con todo el corazón porque le conocen y las que le buscan con todo su corazón porque no le conocen»[5].

      Aun resta una tercera categoría de hombres; pero éstos no son razonables, sino «locos y desgraciados». Pascal nos habla también de ellos, completando su clasificación: «No hay más que tres especies de personas —dice en otro lugar—: unos que sirven a Dios, porque le han encontrado; otros que se dedican a buscarlo, porque no le han encontrado. Los primeros son razonables y felices, los últimos son locos y desgraciados, los del medio desgraciados, pero razonables»[6].

      Pues bien, el «buscador unamuniano» es, para nosotros, este hombre «desgraciado pero razonable» que busca a Dios con todo el corazón, precisamente porque no le conoce. Acaso le busca por caminos extraviados y en parajes en los que no puede, humanamente hablando, hallarle. Tal vez se hace acreedor a la palabra de San Agustín: «Buscad lo que buscáis, mas sabed, sin embargo, que no está donde lo buscáis»[7]. Pero el hecho que aquí nos interesa es que le busca.

      El otro, el insincero, en cambio, vive como engañador de sí mismo, creyendo hacer algo útil y duradero con sus «vanos e inútiles juegos», sin darse cuenta, siquiera, de la insustancialidad de su existencia. Contra el insincero se vuelca toda la crítica pascalina del «divertido» y lanza Unamuno sus más violentos y amargos epítetos.

      Nada, en efecto, más lejos de la auténtica busca de la Verdad que la pura y efímera diversión intelectual. Unamuno lo dice sin pararse en eufemismos. «La erudición suele ser con frecuencia una manera de huir de encarar la mirada de la Esfinge, poniéndose a cortarle las cerdas del rabo. Se sume un hombre en la rebusca de curiosas noticias de pasados y luengos tiempos por no encontrarse cara a cara con su conciencia que le pregunta por su propio destino y por su origen»[8].

      Sólo cuando el hombre acierta a superar la vanidad erudita puede decirse que se halla en condiciones de emprender la gran aventura de la busca de la Verdad.

      Una especie de revelación —que alcanza penosamente la conciencia a través de esa enorme piel de paquidermo de la sabiduría erudita— muestra, entonces, toda la fragilidad de las pequeñas verdades. Desde ese momento la vocación del buscador se impone a toda preocupación menor.

      Recordemos, por ejemplo, que Agustín, el profesor de retórica, llega a experimentar un asco infinito hacia su arte —que en el fondo nunca le había convencido del todo— y se dice a sí mismo: «dejemos estas cosas inútiles y vanas y dediquémonos por entero a la investigación de la verdad»[9].

      También Pascal cuelga un buen día las ciencias abstractas, el análisis y la geometría, en las que, sin embargo, había realizado descubrimientos enormes, para entregarse al estudio del hombre y a la búsqueda de Dios[10]. Esperaba encontrarse en este nuevo oficio en compañía de muchos investigadores, pero vió con sorpresa que si en el estudio de la geometría había hallado poca «comunicación», ya que son muy pocos los cultivadores de esta ciencia, la encontraba menos aún en el de los problemas auténticamente humanos, pues es todavía mucho más reducido el número de los que se preocupan de ellos.

      En cuanto a Unamuno, es bien conocido —y hasta se le ha criticado— el poco interés que, una vez lograda su cátedra, dedicaba a la investigación clásica. «Apenas obtuve la cátedra, me encontré con un profesor eruditísimo, el cual me espetó una larga arenga para persuadirme de que dedicara mi vida a ser un helenista y no sé si a desenterrar y publicar no sé qué manuscritos griegos que dicen que hay en el Monasterio del Escorial»[11]. Pero Unamuno, que ya «sabe el griego suficiente para poner a aquellos de sus alumnos que gusten de él en disposición de valerse por sí mismos y de hacer progresos en la lengua de Platón y puede ponerles al corriente de lo que se sabe de más importante respecto a la literatura griega» —con lo cual le basta para cumplir con su deber—, no aspira a «ser un helenista».

      Â«Ser un helenista» equivaldría a hacer del griego un absoluto, a consagrarle el ser y la vida. Prefiere ser un hombre sincero y dedicarse a alimentar y paladear su angustia, a vivir de ella y para ella, a despertarla en el corazón de los demás... Por amargo que esto sea, siempre tiene algo de la Verdad amada e ignorada.

      Comienza, pues, la odisea del buscador por un profundo menosprecio hacia cualquier clase de saber menor, sea histórico, científico, filosófico y aun teológico, que, en realidad, no contribuya a dar la solución del problema de nuestras ultimidades.

      Este es el punto de arranque: y en realidad no se aparta mucho de aquel consejo de Fray Juan de la Cruz: «Para venir a saberlo todo, no quieras saber algo en nada»[12].

      Así se inicia la peregrinación mendicante de la Verdad.

      Actualmente está culminando la tragedia poética: hace tiempo que los físicos no creen en la Física como ciencia de la realidad material. Tampoco los matemáticos creen en las ciencias «exactas», ni los filósofos en la Filosofía. Y si siguen cultivándolas es porque constituyen un entretenimiento y una manera de vivir. Pero han perdido la fe en ellas.

      Cuando el hombre del Renacimiento lanza al mundo la terrible noticia de que la Tierra da vueltas alrededor del Sol, se inicia, sin que nadie se dé cuenta de ello, la más espantosa crisis por la que haya podido atravesar el género humano: es la crisis de la desconfianza. Aquello que engolados y dogmáticos doctores habían enseñado durante siglos resultaba ser, pura y simplemente, un error de perspectiva cinemática. «Si es así —se dijeron los hombres—, podemos también hallarnos equivocados en otras muchas cosas: en esto, y en eso, y en esotro»... Y la desconfianza comenzó a extenderse a todo.

      Descartes trata de afrontar la duda técnicamente. Pascal —infinitamente más humano— la vive y la supera, anticipándose a la Historia en siglos. «Me he encontrado tantas veces en falta de recto juicio —dice—, que, al fin, me ha entrado la desconfianza respecto, de mí y después respecto a los demás hombres»... «he conocido que nuestra naturaleza no es más que un continuo cambio»[13].

      Pero la Humanidad se empeña en seguir los senderos largos y pedregosos. Y viene la crítica del conocimiento, vano intento de superar la desconfianza y que no hace sino aumentar la desesperación. Poco a poco se queda el hombre con las manos vacías, apenas si puede contar con su pobre medida humana.

      Al terminar el siglo XIX, mientras, en el orden práctico y de las aplicaciones, la Humanidad recoge la espléndida cosecha de los descubrimientos técnicos, el auténtico saber humano se encuentra en liquidación por derribo.

      Jamás el hombre pudo sentirse más desnudo, más desprovisto de Verdad.

      En este momento entra en escena el buscador unamuniano.

      El hombre de hoy se encuentra con «la nada» entre las manos, como único material de trabajo. Es, pues, un buscador perfecto porque carece absolutamente de aquello que absolutamente necesita. La «nada» es el punto de partida de la filosofía existencialista.

      Pero esto no es nuevo. Hace mucho tiempo que Agustín de Hipona escribió aquellas palabras formidables: «Amé la nada y por eso me hice más despreciable que la nada misma». El las escribió y, escapándose de las letras, rebotando en las esquinas de los siglos, llegan a nuestros oídos con el mismo vigor que si acabasen de ser pronunciadas. Más que para el hombre del siglo V, fueron escritas para el del siglo XX, pues hoy, en medio de la abundancia de nuestra ciencia técnica, nos hallamos privados de todo saber auténtico.

      Lo verdaderamente trágico en el buscador unamuniano es que está persuadido «a priori» de que lo que busca es inasequible. Lo busca, pues, con radical desesperanza. «La fe busca lo imposible, lo absoluto, lo infinito, lo eterno»[14]. «No hay, no puede haber, razón alguna primera y suprema de las cosas; es imposible en sí un primer por qué»[15].

      Sin embargo, esa razón primera es la que el buscador pretende hallar sin querer confesárselo a sí mismo. Todas esas zarandajas del «creer-crear» y del «querer-creer» jamás podrán colmar el espíritu del buscador. No pudieron colmar tampoco el espíritu del propio Unamuno que nos habla de ellas con una falta de convencimiento evidente. «Con estos fantasmas —u otros parecidos— vanos y fingidos, me apacentaba yo entonces o, por mejor decir, no me apacentaba porque no me nutria»[16], dice San Agustín —que a su tiempo fue también buscador unamuniano aunque luego dejó de serlo para convertirse en Santo Padre de la Iglesia—. El buscador se encuentra, pues, en la más trágica de las situaciones. «Dudando de todas las cosas», «fluctuando entre todos los sistemas», sumido «en un estado de dudas y perplejidades», «acongojado por la falta de la Verdad», «desconfiando y desesperando de poder encontrarla»... «perdida —en fin— toda esperanza de que algún camino pueda conducirle a Dios»[17].

      En este desconsuelo, en esta desesperación, ¿qué le queda al buscador para poder apoyarse? Limitando la cuestión a su aspecto humano, que es el único que percibe el buscador, ciego a las realidades sobrenaturales, le queda su desconsuelo, le queda su desesperación.

      O, empleando la expresión del propio Unamuno, su «esperanza desesperada»[18].

      Algo así como una afirmación dolorosa de supervivencia, un quejido instintivo, una contradicción necesaria que el buscador tiene que realizar viviendo, buscando, a pesar de todo, ese absoluto, en cuya misma existencia no cree.

      El buscador puede en ese momento renunciar definitivamente a la busca de la Verdad, lanzándose de nuevo al «¡qué más da!», a la fragilidad de las pequeñas verdades, al «divertissement» pascaliano. En ese caso está perdido. Pero le queda todavía la posibilidad de agarrarse a su desconsuelo, de abrazarse a él, de rumiar y paladear su angustia de lo trascendente. «No hay mayor consuelo que el del desconsuelo, como no hay esperanza más creadora que la de los desesperados»[19].

      Ese consuelo y esa esperanza son, sin duda, el premio inmediato que Dios da a los que no cesan de buscarle. Porque en esa frase de apariencia paradójica hay una realidad: partiendo de la propia nada radical «se cobran nuevas fuerzas para aspirar a serlo todo»[20].

      A partir de esta mutación, la nada de la desesperación puede trocarse en el todo de una aspiración de plenitud que es como el atrio de la plenitud misma. En su total desasimiento, el buscador ha realizado un hallazgo de importancia, ha tropezado bruscamente con su «yo», pero no con un yo filosofante, hierático, entregado a la confección de rígidos teoremas, sino con un yo desesperado, sudoroso, enfrascado en la enorme tarea de buscar la Verdad.

      Percibir de pronto este hecho, darse cuenta de que se vive y de que se está metido, con audaz sinceridad, en la faena de buscar a Dios, constituye una especie de revelación íntima.

      En ese momento crítico puede producirse el choque salvador e iniciarse una nueva búsqueda más fecunda.

      Mas el buscador jamás verá plenamente colmada su necesidad de buscar. Porque la búsqueda de la Verdad no se parece apenas a la de las demás cosas. La Verdad es, en efecto, la única cosa que debe ser buscada con más ahinco una vez que ha sido encontrada y la única, también, que ha sido ya encontrada, en cierto modo, desde el momento mismo en que se la busca.

 

 

[Notas]

 

[1] «Del sentimiento trágico de la vida». VI.

[2] Unamuno. «Verdad y Vida».

[3] San Agustín. Confesiones. Libro V. Cap. III.

[4] San Agustín. Confesiones. Libro III. Cap. IV.

[5] «Pensamiento». Edición de Friburgo, 194.

[6] Ib. 257.

[7] San Agustín. Conf. IV. XII.

[8] Unamuno. «Sobre la erudición y la Crítica».

[9] Conf. VI. XI.

[10] Pens. 144.

[11] «Sobre la erudición y la crítica».

[12] San Juan de la Cruz. Â«Subida al Monte Carmelo». «Modo de tener al todo».

[13] Pens. 375.

[14] Unamuno. «La fe».

[15] Ib. «Plenitud de plenitudes».

[16] Conf. III. VI.

[17] Conf. V. XIV; VI. I.

[18] «Sobre la tumba de Costa».

[19] «La agonía del cristianismo».

[20] «Adentro».

 

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