Karlos Santamaria eta haren idazlanak

 

Confusión de ideas y crisis de palabras

 

Ya, 1956-12-01

 

      El mundo occidental está atravesando una noche oscura que no es, precisamente, la de los místicos cristianos, aunque guarde un punto común con ella: la oscuridad.

      En el ámbito de la civilización occidental reina hoy una gran confusión de ideas. El hecho es tan notorio y evidente, que el consignarlo una vez más parece una trivialidad. La manía de recurrir constantemente a este lacrimoso lugar común de la Babel occidental, no aclara nada y puede incluso conducir a una actitud farisaica. Resulta, en efecto, demasiado ridículo el adoptar un aire conmiserativo, refiriéndose a las democracias ponentinas, como si uno poseyera una crisálida política salvadora, cuando la oscuridad y la crisis alcanzan, de un modo o de otro, a todos los pueblos de la antigua civilización cristiana.

      El hombre de un solo libro, de una idea, de un «ismo» cualquiera, puede creer que él lo ve todo con nitidez y que el mundo es quien se equivoca al no querer escucharle. Cuando se habla en términos de sistema dirigiéndose a fieles iniciados, que aceptan unos principios y, sobre todo, una terminología común, es fácil mantener una actitud de elegante clarividencia; pero en la gran feria del mundo se emplean hoy infinidad de lenguajes y se está muy lejos de aceptar unos principios comunes. Esta es la realidad enorme con que tiene que enfrentarse todo el que, de buena fe y sin apetitos de cruzada guerrera, se asoma a la ventana de su casa.

 

El creyente y el arbitrista

 

      No hay que identificar al creyente con el sectario de una ideología ni menos aún con el arbitrista, que pretende hallarse en posesión de la panacea universal. El verdadero creyente no ignora que vive en una gran oscuridad de todas las cosas; es el primero en comprobarlo, dentro y fuera de sí mismo. Son los incrédulos quienes más fácilmente se dejan deslumbrar por claridades de luciérnagas.

      El creyente sabe que todo es oscuro y que aun su misma fe, con ser de una luminosidad resplandeciente, es también un saber oscuro. Sabe, asimismo, que la fe no basta para componer los numerosos problemas económicos, políticos y filosóficos que nuestra civilización tiene planteados. Conviene denunciar cierta suerte de fideísmo, que hace la creencia un uso incorrecto y abusivo, tratando de utilizarla fuera de su propio dominio y de presentarla como una ciencia universal.

 

La crisis del lenguaje

 

      Notemos que la confusión en las ideas va siempre unida a la confusión en las palabras: en general, no habla claro sino quien piensa claro. Por esta razón, la crisis social, religiosa y cultural de nuestro tiempo se desdobla en dos aspectos fundamentales: una crisis de ideas y una crisis de palabras o de lenguaje.

      Este segundo aspecto suele ser desdeñado por muchos, pero valdría la pena de analizarlo a fondo, porque el lenguaje suele ser revelador de fenómenos profundos.

      Si reuniones de estudiosos y pensadores de todas clases se consagran al análisis —superficial, si se quiere, pero siempre altamente revelador— del lenguaje, podría, quizá, esclarecerse un poco nuestra oscura situación.

      El problema de las terminologías científicas y técnicas, con ser importante, quedaría relegado a segundo término, porque los lenguajes técnicos fabricados para usos muy limitados y relativamente precisos, no constituyen un problema tan grave como el del lenguaje vulgar, político y filosófico, constantemente expuesto a las más peligrosas imprecisiones.

      Una gran parte de las cuestiones que hoy se debaten tiene su origen en la insuficiencia de nuestro léxico. Cada vocablo importante puede ser objeto de muchas traducciones conceptuales, diversas y aún opuestas. A causa de ello, los disertadores y conversadores se ven constantemente enredados en estériles logomaquias, sin salida posible.

      Piénsese, por ejemplo, en el contenido que se atribuye a la palabra libertad, la cual encierra o representa un mundo de nociones distintas, desde el libre albedrío de la filosofía cristiana hasta la libertad marxista de adaptación al sentido de la historia, y que, aún dentro del campo cristiano, puede adquirir tantos tonos y matices distintos.

      Todos alaban la libertad. Todos pretenden defenderla. Pero nadie se pone de acuerdo sobre lo que esta palabra significa o debe significar realmente. Con la misma «grafía» y la misma «fonía», cada palabra despierta en las almas resonancias y evocaciones muy distintas: lo que para unos es libertad, para otros constituye esclavitud. Habría que difractar este vocablo, partiéndolo como un haz de luz en multitud de rayos dispersos; pero a ello se opone una especie de cerrilismo lingüístico, que se aferra a los vocablos y trata de monopolizarlos en un sentido determinado. En cierto modo no les falta razón a los que así piensan, pues las palabras son reductos y bastiones que sirven para la defensa de las ideas. Cuando se ha perdido la batalla de las palabras no tarda en perderse la batalla de las ideas. Hay, pues, que defender las palabras y evitar que nos las roben los adversarios.

 

El «cáncer de ideas»

 

      El lenguaje es tardígrado. Sigue perezosamente los movimientos de la vida. Existen demasiadas cosas sin nombre o con nombre confuso. Los matices del pensamiento se han multiplicado enormemente. La producción y circulación de ideas se ha acrecentado de un modo extraordinario —hasta llegar a constituir un verdadero «cáncer de ideas»— y, como el lenguaje no ha seguido ni puede seguir el mismo ritmo de crecimiento, se produce un fenómeno de deflación semántica, parecido al de la deflación fiduciaria, aunque mucho más complicado que éste. El fenómeno, tan explotado por los sofistas, de la designación de diversos conceptos por una única voz, es decir la equivocidad, alcanza hoy extremos casi invivibles para el intelectual.

      Y cuando no se trata ya de una sola palabra, sino de conjuntos de palabras equívocas, engarzadas en frases, encarnándose en sistemas, ordenadas en «ismos», como soldados en formación de combate, o desplegándose en amplios frentes terminológicos, la confusión llega al colmo y se producen los interminables diálogos de sordos, espectáculo ya corriente en el mundo de hoy.

      Ãšnase a esto el peso histórico y vital que cada palabra lleva consigo, la carga afectiva que comporta, su fuerza evocativa tan compleja y difícil de manejar —supremo arte de la engañosa retórica—, y se comprenderá la gravedad que implica la crisis del lenguaje.

 

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