Karlos Santamaria eta haren idazlanak

 

El extraño

 

El Diario Vasco, 1956-12-09

 

      De la raíz latina «extra» —mera— y de su derivado «extraneus» —extraño— la lengua castellana ha formado numerosos vocablos, verbos, adjetivos y sustantivos de contenido sumamente rico y expresivo tales como «extranjero», «extranjía», «extraño» y el familiar «de extranjis», que suena a chotis.

      Â«Extrañez» y «extrañeza» son voces de mucha hondura psicológica que se prestan a curiosos análisis introspectivos y que no cabe emparejar a la ligera con el «étrangeté» o el «étonnement» franceses como lo hacen algunos diccionarios.

      El verbo «extrañar» es de lo más ingenioso y sutil. ¿Cómo dice usted, por ejemplo, en francés, que «ha extrañado la cama» sin embarcarse en una serie de explicaciones y perífrasis absolutamente impropias del caso? Vale más callarse.

      En cuanto al adjetivo «extraño», cuando se le usa como sustantivo, yo encuentro en él no sé qué fuerza evocativa o sabor poético.

      Suele empleársele en los tres géneros y tiene en cada caso matices o resonancias diferentes: «lo extraño» es lo que nos sorprende, lo que nos obliga a fijar la atención y a remover el espíritu perezoso; la extrañeza es la madre de la curiosidad y la abuela de la sabiduría. El «extraño» es el hombre que irrumpe en nuestra existencia; el visitante inopinado, el hombre que no forma parte del medio a que uno pertenece y que nos resulta chocante o molesto. Un hombre de una ideología o de una religión distinta que la mía; de otra educación, otra cultura, otra condición social; un hombre, en suma, que está encuadrado en un marco sociológico diferente del que a mí me encierra. «La extraña» es expresión de empleo todavía más difícil y delicado que hace, sin duda, referencia a profundidades inabordables del alma femenina.

      En cierto modo, «extraño» se opone a «prójimo» —próximo— o por lo menos al sentido estrecho y limitado que solemos dar en la práctica a esa palabra.

      Es lógico y natural que las gentes de una misma familia, de un mismo «clan», de un mismo partido, de una misma religión, se amen entre sí, pues hay entre ellas muchas cosas de común que les obligan a mantenerse unidas y a defenderse contra los extraños.

      Pero en el Evangelio la noción de «prójimo» se alarga y se ahonda de un modo extraordinario. El doctor de la ley que pregunta a Jesús «¿quién es mi prójimo?», parece poner, realmente, el dedo en la llaga. La cuestión que él plantea está en efecto, cargada de intención, y de ingenio dialéctico. El Maestro contesta a ella con la parábola del samaritano en la que muestra, como un ejemplo vivo y sangrante, la enorme grandeza del precepto «amarás a tu prójimo».

      Amar al hombre de la misma ideología, de la misma religión, de la misma raza, de la misma lengua, de la misma patria, del mismo medio social, es relativamente fácil, lo terrible y grandioso del precepto evangélico es precisamente el amar al «extraño».

      Este «extraño» se nos presenta constantemente en nuestra vida de mil formas distintas. Es tal vez el hombre o la mujer «que no son de mi condición» —expresión horrible, signo o residuo de un escandalosa moral de clase—; el inmigrante o el vagabundo, sin raíz, asiento ni tradición local; el que no profesa mis propias creencias; el que no habla mi lenguaje ni participa del mismo repertorio de ideas y de convenciones sociales que yo. Un hombre que me estorba y del que me gustaría deshacerme lo más pronto posible.

      A ese extraño hay que amarle.

      Y conste que «amar» no es, no debe ser, una simple palabra vacía.

      Â¿Se piensa acaso en el inmenso bagaje de actitudes y gestos morales que lleva consigo el verbo «amar»?

      Que nadie use en vano de tan sublime nombre.

 

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