Carlos Santamaría y su obra escrita

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Usar y abusar

 

El Diario Vasco, 1956-12-16

 

      El bloqueo del Canal de Suez por los egipcios trae al plano de la actualidad periodística un aspecto importante del problema de la soberanía estatal.

      Â¿Puede un Estado disponer libremente de sus bienes territoriales, sea en defensa propia o con cualquier otro fin, desentendiéndose de las consecuencias que su acto acarree al resto de la Humanidad?

      El problema es el mismo que el que se plantea en relación con la propiedad privada. Algunos creen que el propietario tiene derecho a gozar y disponer de la cosa poseída de una manera casi absoluta, sin más restricciones que las que impone la legislación general; se le atribuye, por tanto, la facultad de usar y de abusar de la cosa según su propia utilidad o capricho. Así, un colono podrá dar fuego a su cosecha de trigo, si esto conviene a sus intereses económicos, sin preocuparse de la existencia de poblaciones famélicas; el propietario de una casa podrá mandar destruirla, si ello le place, desentendiéndose de la existencia de gentes sin cobijo, etcétera.

      Al contrario, el derecho natural afirma que aunque la propiedad sea privada, el uso de las cosas ha de supeditarse al bien común. La tierra y sus productos deben servir, por ejemplo, para alimentar a todos los mortales y no sólo a unos cuantos privilegiados. El propietario no puede considerarse a sí mismo como un señor absoluto, sino más bien como un administrador al servicio de la sociedad.

      Estas mismas consideraciones deben ser aplicadas al caso de las soberanías estatales en relación con el bien común universal. Sólo un concepto absolutista de la soberanía puede pretender que el Estado tenga derecho a usar y a abusar de sus bienes y de los de sus súbditos, sin reparar en las consecuencias que su modo de proceder traiga a otros pueblos.

      La absolutez del Estado, es decir —en pura etimología—, el atributo de hallarse desligado de todo vínculo y servidumbre, no fue inventado, contra lo que pudiera creerse, por los Estados llamados absolutistas de los siglos XVII y XVIII. Aunque libres ya de la tutela imperial, los Estados nacionales reconocían todavía un orden moral y religioso que los mismos soberanos estaban obligados a respetar. Son sobre todo los Estados modernos los que han llevado a un extremo insostenible la soberanía, al ser transferida al pueblo.

      El propio Maritain ha hecho notar que al margen de toda creencia o idea sagrada, la noción real de la soberanía se ha hecho más dura e invivible. En su libro «L'homme et l'État» condena, no sólo la soberanía tiránica de los Estados autoritarios, sino también la de los Estados democráticos que no quieran reconocer otra limitación que las que le imponen la voluntad popular en defensa de sus propios intereses.

      Tanto en un caso como en el otro, el servicio del bien común internacional queda completamente relegado y el Estado se erige en un islote jurídico, en un poder autárquico que se desentiende del conjunto de la Humanidad.

      Aun dando por supuesto que el Canal de Suez fuese un bien estrictamente nacional del Estado egipcio, si su destrucción había de causar graves daños, transtornos económicos, hambre y miseria a otros pueblos y sobre todo a pueblos enteramente pacíficos y neutrales, es muy disentible que el gobierno egipcio estuviera en condiciones de adoptar legítimamente una medida de este género como reacción a la agresión franco-británica.

      Y, ya que hemos usado de la palabra «agresión», notemos, de paso, que el concepto de agresión no está tampoco nada claro; los Estados no han llegado a ponerse de acuerdo sobre este concepto que hoy juega un papel primordial. Pese a la propuesta soviética del año 52, es el Consejo de Seguridad quien en cada caso debe decidir pragmáticamente si se trata o no de una verdadera agresión.

      No pretendo entrar en el enjuiciamiento del caso concreto planteado por el bloqueo del Canal de Suez. Se trata solamente de un ejemplo para afirmar que, de la misma manera que la propiedad privada ha de ser puesta al servicio del bien común de una sociedad, la soberanía estatal y el uso de los bienes nacionales están también condicionados y sometidos al bien común de la Humanidad.

      Desgraciadamente, estas ideas, que son las de los grandes juristas internacionales católicos y las que el Papa proclama en sus discursos, están muy lejos todavía de haber penetrado en las conciencias.

 

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