Carlos Santamaría y su obra escrita

 

Otoño

 

El Diario Vasco, 1957-10-20

 

      El verano es agitado como un potro. La cadencia del otoño es más lenta.

      En el estío el corazón se derrama; pero en el otoño el tiempo pone un ritmo más suave en su flauta.

      Durante el verano el color manda despóticamente. Por el otoño la luz de las cosas se apaga un poco y se hace más íntima y personal.

      El sol ya no es tan blanco; se arrebola. El cielo se agrisa ligeramente, como las patillas del cincuentón. Las hojas se aguzan y se pintan de herrumbre, que es tinte de recuerdo.

      Las largas alamedas bajo los árboles: hojas pisadas con rumor de barquillos.

      (Me gustaría quedarme siempre en el otoño y caminar infinitamente por una alameda con rumor de barquillos. Pero esto no es más que una afición personal; no trato de imponer a nadie mis preferencias particulares).

      Primavera dice devaneos. Verano, pasión. Otoño, los amores profundos que duran toda la vida.

      Primavera es todavía muy niña. Verano escarcea en los trigales. Otoño es sabiduría de muchas cosas; acerca a Dios.

      Primavera se detiene ante la cancela para jugar. Verano se goza en el patio. Otoño se adentra en el castillo interior donde mora la profunda realidad invisible.

      Un tiempo se enciende en otro tiempo, como un fuego en otro fuego.

      Como el «Atharva Veda» las estaciones nos dicen de una especie de destrucción y de re-creación periódica del universo.

      Pero el otoño es naturalmente cristiano y se escapa del ciclo. Se pone a esperar algo que ya no es el eterno retorno.

      Algo que no es el «Krita-yuga» que dura 4.000 años, más 400 de aurora y otros tantos de crepúsculo; ni el «Treta-yuga» de 3.000 años; ni el «Dvapara-yuga» de 2.000 años; ni el «Kaliyuga» de 1.000 años, con las auroras y crepúsculos correspondientes, claro está.

      Algo que no es el «Maha-yuga», el ciclo completo que dura 12.000 años.

      Sino la eternidad judeo-cristiana, sin fin y sin retorno, la única cosa por la que vale la pena de sacudirse esta enorme pereza cósmica que uno lleva dentro del alma.

      Â«Lueguito» empezará el Adviento, hecho de la madera de la Esperanza.

      Para acunarlo, la primavera era demasiado niña; el verano, demasiado sensual; el invierno resultaría demasiado viejo.

      Pero, ¿qué estoy escribiendo?

      En nuestra famosa civilización cristiana, ¿les dice esto algo a la inmensa mayoría de los lectores?

 

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