Karlos Santamaria eta haren idazlanak

 

Contradictor a la medida

 

El Diario Vasco, 1958-03-23

 

      Â«Occidente ha hecho mal en aleccionar a los pueblos sub-desarrollados acerca de su propia miseria. La política de las naciones occidentales a este respecto ha sido y sigue siendo estúpida; con ella no sólo se ha creado un problema trágico e insoluble para ellas —pues ahora se las comerán entre todos esos hambrientos, acaudillados por Nasser y utilizados por Rusia—, sino que además han hecho desgraciados a esos mismos pueblos a los que querían elevar y que durante siglos y siglos habían vivido en la felicidad de su ignorancia. Vea usted lo que está ocurriendo a Occidente por meterse a redentor: como a Don Quijote los galeotes, lo apedrearán, eso, lo apedrearán. ¡Y que lo tiene bien merecido!».

      En estos o parecidos términos me hablaba —en el ensueño— un amigo imaginario, es decir, uno de esos contradictores o maniqueos, que uno se inventa para poder dialogar o discutir con ellos al estilo de Iván Karamazof.

      Ni que decir tiene que no estoy de acuerdo con él. ¡Qué he de estarlo! (Aparte de que, si lo estuviese, ya no me serviría de contradictor).

      Yo le llamo mi amigo «bajo la bota».

      Â«A los pueblos hay que tenerlos bajo la bota, sabe usted. Es la única manera de que sean felices y vivan sin preocupaciones. Además es lo que más desean y admiran: puño de hierro, puño de hierro, y déjeme usted de existencialismos».

      Hay que notar que mi amigo tiene una idea muy imprecisa y absolutamente vaga acerca de lo que pueda ser o significar el existencialismo como posición filosófica; cuando él dice existencialismo se refiere a todo lo que le fastidia en lo moderno y las libertades modernas.

      Y luego, en el ensueño —porque mi amigo me habla siempre en el ensueño, en el momento justo que empiezo a dormirme— mi amigo proseguía con una divagación erudita y oscura acerca del analfabetismo, la infeliz inocencia de los niños; y qué sé yo cuántas cosas más. Hasta el árbol del bien y del mal me habló.

      Â«Los pueblos son infelices porque saben demasiado. La catástrofe de Europa viene precisamente de haberles enseñado lo que no tenían por qué saber. Si no les hubiésemos sacado de su tranquilidad, tentándoles con el vivir confortable y el fementido progreso técnico, si no nos hubiésemos empeñado en llevarles nuestra inquietud y nuestra insatisfacción, los pueblos subdesarrollados seguirían hoy durmiendo el letargo de su felicidad y una razonable y natural mortalidad infantil continuaría conteniendo la fecundidad desbordante de los mismo. Europa no tendría problema».

      Y mi presunto amigo terminó:

      Â«El pueblo no sabe que es desgraciado; nosotros se lo enseñaremos —decía Fernando Lasalle, uno de los fundadores del socialismo alemán. ¡Vea usted qué atrocidad! Se han empeñado en hacer a la gente infeliz a la fuerza y lo han conseguido, vaya si lo han conseguido. ¡Con lo bien que se vivía en 1910!».

      Sin duda hay algo de demoníaco en la actitud de los falsos profetas o predicadores de la miseria social, empeñados en no dejar en paz a las gentes, que se coman tranquilas su pan, poco o mucho. Pero también puede haberlo en tratar de dorarles la píldora, de hacer que sigan arrastrando sus males endémicos, pues el conocimiento de la propia miseria es un estímulo y un impulso para salir de ella.

      Europa cumplió con su deber elevando el nivel de vida de otros pueblos y excitando en ellos la conciencia de su inferioridad. Tal proceder le ha acarreado complicaciones y problemas enormes al despertarse políticamente esos pueblos.

      Pero cumplió con ello un deber histórico y no tiene que arrepentirse. Puede estar orgullosa, aunque el presente le sea oscuro.

      Lo único malo es que no siempre lo hizo desinteresadamente. Y este es, sin duda, el pecado que ahora paga.

 

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