Carlos Santamaría y su obra escrita

 

Marxismo y Racismo

 

El Diario Vasco, 1958-05-11

 

      La actitud del hombre moderno ante el Estado está fundamentalmente compuesta de dos dimensiones: antipatía y recelo. Este hecho se traduce en mil síntomas de la vida cuotidiana que cualquier observador puede fácilmente comprobar.

      Es un hecho y por tanto, una vez admitido, cabe enjuiciarlo, pero no discutirlo.

      Se extinguió ya aquella suerte de veneración religiosa, característica de los viejos regímenes —por cuyos vasos circulaban jugos sacrales— y que Kafka nos hace sentir en su novela «El Castillo». En otros tiempos al Estado se le servía con fidelidad religiosa; se le entregaba el honor, la vida y hasta la hacienda... aunque esto último con mayor dificultad.

      También el entusiasmo liberal de la época romántica, que escribía progreso, libertad y fraternidad con mayúsculas, se fue. Su trompetería patriótico-jacobina apenas resuena en lontananza, como un vago rumor histórico.

      Tal situación es el resultado de un largo proceso evolutivo que yo no me atrevería a calificar de nefando. El hecho de que la persona se resista a ser gregarizada me parece, al menos, un signo de vitalidad.

      Se tiene la impresión de que en todo este desarrollo puede haber un positivo progreso de la conciencia humana, un sentido correcto de la libertad, el cual se abre paso con trabajo en medio de grandes dificultades históricas.

      El Estado no sólo se ha «desmitizado», sino que se ha «desmixtizado», es decir, que no sólo han desaparecido de él los mitos, sino también la mística. Se ha convertido en una cosa fría, en un gran aparato organizador. Esto no estaría mal a condición de que lo fuese auténticamente, que fuese, en realidad, un buen aparato organizador; pero, desgraciadamente, hoy no se tiene esta impresión de él.

      El hecho es que el individuo no experimenta ninguna suerte de inclinaciones amorosas hacia el Estado. En otro tiempo había entre ellos una relación íntima. El problema consiste en saber si volverán a reconciliarse y a convivir, no ya como enamorados, sino como simples amigos.

      No faltan quienes sueñan con restablecer un nexo profundo. Pero ¿es ésto posible? ¿El concepto del Estado no está llamado a sufrir un profundo cambio en el mundo creado por la técnica?

      El racismo y el marxismo son los dos esfuerzos más importantes de nuestro tiempo para inyectar una nueva mística —materialista— en el Estado.

      Aparentemente el primero quedó «knock out» después de la derrota de Hitler, pero hoy renace en forma violenta y xenófoba en todas partes: en Ãfrica, en Asia y también en América y en Europa. Se le ve actuar con enorme fuerza, tanto en los pueblos de color como en los pueblos blancos. Está esencialmente hecho de mitos; mitos oscuros, profundos y extraordinariamente afectivos.

      En cuanto al marxismo, sus mitos son ideológicos y han sido construidos a la medida de la inteligencia moderna. Todos los iconoclastas acaban por dedicarse a fabricar iconos y uno se pregunta si los seguidores de Marx no están también tratando de implantar el más enorme de los mitos que los siglos hayan conocido.

 

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