Karlos Santamaria eta haren idazlanak

 

Dos pesos, dos medidas

 

El Diario Vasco, 1959-03-01

 

      Todo el mundo conoce el drama de Ana Frank, la pequeña judía, que en su diario nos revela los descubrimientos que va realizando en «las habitaciones de atrás» —las habitaciones en que se encontraba la familia Frank durante la persecución antisemita de los nazis en Holanda.

      El fin de Ana Frank en el campo de concentración de Bugen-Belsen, dos meses antes de la recuperación de Holanda por los aliados, pone un epílogo de muerte a este diario intenso, lleno de vida y de sentido de la vida.

      Â¿Fue Ana Frank un caso excepcional? ¿Entre las chicas de su edad abunda esta misma perspicacia, esta intuición singularmente aguda para captar la realidad de la existencia humana en sus más leves detalles y matices?

      Yo creo que sí. Los adolescentes son unos jueces muy severos de nuestros actos de «personas mayores». Tanto más severos cuanto que no han aprendido todavía a conocer lo bastante sus propias debilidades para poder sentirse tolerantes hacia los demás.

      Quien pueda asomarse a esa literatura íntima de los diarios de las doncellitas —maravillosa literatura que casi nunca pasará a la historia literaria—, encontrará en ella cosas altamente interesantes y cosas horribles también. Tal vez fuese un espejo poco grato para muchas personas.

      Â¿Por qué los «mayores» han de aplicar dos medidas distintas, una para ellos mismos y otra para los jóvenes? ¿Es que con la edad y el endurecimiento que da la vida se adquiere cierto derecho al pecado? A menudo oímos predicar buenas costumbres a padres, imponer a sus hijos e hijas criterios y normas severas de moralidad y luego aplicarse a sí mismos la más amplia y benévola laxitud. Parece que hay algo de grave en esto, «dos pesos, dos medidas», que los jóvenes no logran digerir.

      Una persona muy estimable me escribe sobre un caso concreto de este género invitándome a que lo trate como un «aspecto» más del vivir: la «niña» se ha quedado en casa, no tiene permiso para ir a la fiesta, pero los padres en cambio se divierten extraordinariamente en ella y después de ella con especiales «intercambios». La niña, naturalmente, debe escribir cosas espantosas en su diario, cosas que no confesará nunca a nadie, más que a una pluma y un papel furtivo. Es el diario «del cuarto de atrás», la conciencia herida que se repliega y se reprime bajo la cáscara de las conveniencias sociales.

      Yo no tengo «duende» para entrar en esta clase de asuntos moralísticos. Me siento incapaz de ello. El tema del «otro», que los existencialistas consideran como uno de sus temas claves —y lo es en efecto—, constituye siempre un motivo de angustia y de infinito respeto para un espíritu sensible. Pero cuando ese «otro» es un alma de niño o de adolescente, ¿cómo podremos abordarlo sin traicionarlo al mismo tiempo?

 

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