Karlos Santamaria eta haren idazlanak

 

Saber callar

 

El Diario Vasco, 1959-10-25

 

      Â«Hombre que sabe callar». ¡Extraordinario elogio de un hombre!

      Escribió Ortega un ensayo titulado «El silencio, gran Brahman», lleno, como todos los suyos, de belleza literaria y de abundancia y riqueza de ideas. Contaba allí el caso, auténtico o fingido, de un gran Maestro de la India, a quien sus discípulos interrogaban: «Maestro, ¿cuál es el gran Brahman, es decir, la suprema Sabiduría?». Mas como el Maestro no despegara los labios, los discípulos insistían una y otra vez en la pregunta, tanto que, al fin, abrió el sabio la boca y les dijo: «¿Por qué me habéis repetido tanto vuestra pregunta, si a la primera vez os contesté? Saber que la mayor sabiduría es el silencio».

      La capacidad para el mutismo puede medir, en efecto, la fuerza interior de un hombre. admirable aquel que sabe guardar un secreto. Aquel que no habla de lo que no entiende. Aquel que no se prodiga en vana y estúpida palabrería. Aquel que sabe rumiar calladamente su propio pensamiento.

      Admirable el que dice con un solo vocablo lo que otros sólo aciertan a expresar con ciento. Y mejor aún si sabe hacerlo con un gesto, un único y simple gesto. La parquedad de un ademán expresivo que acaso vale por mil discursos.

      Notemos, sin embargo, que también con el gesto se puede ser charlatán. Los meridionales suelen ser gesticuladores. Una de las primeras cosas que, según parece, enseñan a los niños los pedagogos ingleses, es a hablar sin mover los brazos. El gestero es tan temible como el locuaz.

      En algunas órdenes religiosas de contemplativos silenciosos existen lenguajes de signos. San Bruno no quiso esto para sus cartujos porque, según él, tan hablador se puede ser con las manos como con la lengua.

      En cierta ocasión tuve que irrumpir en un convento de trapenses para anunciar a sus habitantes que iban a recibir de un momento a otro la visita de un cardenal francés. Una visita absolutamente imprevista, promovida por la detención de un tren en una pequeña estación. Era la hora de la siesta. Fin de julio y en plena Castilla.

      Enterado el prior de lo que ocurría, los monjes fueron despertados a fin de que pudieran dispensar a Su Eminencia la acogida protocolaria que disponen las severas reglas de la Orden. Fue un espectáculo impresionante. En poco minutos la capilla se vistió de venerables colgaduras. Cada cabeza en su cogulla. El suelo ardía con ardores místicos.

      Luego me contó el fraile encargado de recibirnos —que por cierto era licenciado en Ciencias Químicas— que la insólita medida había causado gran revuelo entre los contemplativos y que éstos al despertarse se preguntaban unos a otros por señas: «¿Qué ocurre? ¿Es que hay un incendio?».

      Ignoro, naturalmente, cómo se expresarán estas preguntas en el viejo lenguaje de signos de la Orden, heredado sin duda de la tradición medieval. Entonces fue, en todo caso, cuando me enteré de que también los mudos pueden resultar charlatanes y tuve conocimiento de la ingeniosa frase del Padre San Bruno.

      El gestero es el locuaz del gesto. Desbordamiento de palabras, desbordamiento de gestos van a menudo acompañados de vaciedad interior.

      Lo contrario justamente del hombre profundo.

 

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